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Por Mauricio Sánchez Patzy

Gallito fue mi amigo en el Sucre de los años 70, tiempos en que éramos niños, y el mundo se abría ante nosotros como una maravillosa posibilidad de vivir, de jugar, de soñar. Todo estaba por hacerse en la vida y no hicimos todo ni todo lo que hicimos, lo hicimos bien. Venían mis amigos a mi casa vieja a tomar el té, a conversar, a jugar a las cartas, a compartir momentos con mi perro perdiguero Tevito. La vida nos separaría, porque muy pronto mi familia decidiría irse a vivir a Cochabamba. Volví a ver a Gallito en 2017 cuando retorné a Sucre a presentar mi libro. No lo vería más: en mitad de la terrible pandemia de SARS-CoV-2 que ahora nos toca resistir, mi inolvidable José Luis Gallo falleció por complicaciones de Covid-19, luego de haber ayudado a su hijo a luchar contra esta sombría enfermedad.

La partida de Gallito era para mí la realidad: la peste es sufrimiento y es muerte, la peste está en el presente, y eso es algo que antes no podía imaginar: las antiguas plagas, ahora llamadas pandemias, no eran algo del pasado. Es la presencia permanente de la verdad: lo que está más allá de los seres humanos, y que se manifiesta como un ciego enemigo natural. Aunque nos empeñemos en creer que estamos más allá de la naturaleza, sólo somos una dádiva de ella, como especie y como ejemplares. Decía Camille Paglia que la civilización humana es “un estado de ilusión”, y es así. Todo esto que los hombres han construido y por lo que tanto nos ufanamos, no es más que una efímera presencia que inevitablemente se deteriorará. Polvo somos, dust in the wind, ruinas nada más. 

Hubo un momento, en el duro otoño/invierno de 2021, en que cada semana se me moría un amigo o una amiga: Juan José Alba, Amalia Baqueros, Elizabeth Ferrufino, César Virgüetti, Álex Valdés, y quién sabe cuántos más que ahora no vislumbro. Todos son más que nombres que enumero: fueron, y son, presencias queridas, universos que se extinguieron, seres humanos que no pasarán más. Pero uno vive la vida pensando que la muerte, si bien está ahí, si bien siempre está al acecho, está lejos. Pero es una falsa presunción, porque en realidad está aquí vicina, en cada instante, en cada lugar, recordándonos el problema fundamental del ser humano: la naturaleza tiene el poder, no nuestra pretendida superioridad humana y cultural.

Vuelvo a la gran Camille Paglia. Si bien ella se concentra en la sexualidad humana, lo mismo vale para nuestra relación con la muerte: sexo, muerte, enfermedad, nacimiento, envejecimiento, plenitud y deterioro físico, forman parte, también con la apariencia (allá donde está la belleza, la fealdad, la raza, el tamaño, la gordura, la buena o mala traza, la proporción o la desproporción), de la naturaleza. Paglia dice que la naturaleza es el telón de fondo de nuestra vida, y es el problema moral supremo: “mientras no clarifiquemos nuestra actitud en relación con la naturaleza, no comprenderemos nada con respecto al sexo y al género”. Tampoco comprenderemos nada en relación a la enfermedad, el contagio, el dolor y la muerte. Sexo y muerte están ahí para recordarnos siempre que la naturaleza va por delante, aunque les pese a muchos sociólogos y antropólogos, que quisieran que la cultura o la simple voluntad humana (¡obligadamente voluntaria!, como quisieran en realidad), bastan para transformar el curso de los acontecimientos. No: lo que llamamos sociedad es en realidad una defensa para suavizar los embates de lo natural, pero no más que eso. Por más que los humanos se empeñen, la naturaleza siempre está más allá: “los seres humanos no somos las criaturas favoritas de la naturaleza. Somos simplemente una más entre la multitud de especies sometidas a su fuera indiscriminada. La naturaleza tiene unos designios que nosotros apenas vislumbramos”, añade Paglia. Y eso nos llevó a huir de ella, y al miedo. Las ciudades, los espacios habitados son aquellos donde es posible protegerse de la naturaleza sin enfrentar sus fuerzas más aplastantes; pero lo que hacemos es mentirnos: “el hombre civilizado se oculta a sí mismo su sumisión a la naturaleza. La grandeza de la cultura y el consuelo de la religión le entretienen y le dan seguridad. Pero basta con el más leve guiño de la naturaleza para que todo quede en ruinas. En cualquier parte, en cualquier momento, se producen incendios, inundaciones, tormentas, tornados, huracanes, erupciones volcánicas, terremotos. El desastre se abate sobre los buenos y sobre los malos. La vida civilizada –enfatiza Paglia—requiere un estado de ilusión permanente. La idea de la benevolencia última de Dios y de la naturaleza es el más fuerte de los mecanismos humanos de supervivencia. Sin él, la cultura revertiría al miedo y a la desesperación”. Luminosas palabras para un mundo que se enfrenta ante esta fragilidad: la cultura es nuestro parapeto, la civilización nuestra burbuja, horadada también por nosotros, por nuestra violencia permanente –la naturaleza dentro de nosotros—pero amenazada siempre por el poder inhumano de las fuerzas naturales.

Si hay una palabra que se ha escrito repetidamente, para referirse a la sensación que las personas tienen ante la llegada de la pandemia del nuevo coronavirus de Wuhan, es la palabra vulnerabilidad. El periodista científico Robert Kunzig publicaba, en la edición de noviembre de 2020 de la revista National Geographic, que ese año la sumatoria de problemas, potenciados por la pandemia, provocó un aumento en la sensación de ser vulnerables a las fuerzas externas: “los extremos climáticos –sostiene Kunzig—, la pandemia y la violencia policial [se refiere a la que llevó a la muerte a George Floyd, en Mineápolis, el 25 de mayo de 2020] nos llevan a tomar conciencia del mismo sentimiento: la vulnerabilidad, que en 2020 se convirtió en una experiencia casi universal”. Y esto es así: a lo largo del mundo, las escenas de cadáveres en las calles, de cuerpos envueltos en bolsas de plástico y amontonados en las morgues, de paramédicos cubiertos de trajes tan antisépticos como siniestros, acarreando camillas de pacientes extremamente enfermos de Covid-19, de tumbas improvisadas, de enterramientos masivos, de rostros desesperados, de calles desiertas y un largo etcétera, transmitidos por la televisión o los nuevos medios digitales, profundizó una especie de pánico colectivo, una desesperación que, poco más de un año después, a fines de 2021, parece ser simplemente una especie de mal sueño, cuando los embates del coronavirus parecen amortiguarse o, en todo caso, la sensación de vulnerabilidad parece desvanecerse.

El coronavirus de Wuhan causó, causa y seguirá causando muertes; pero, por un proceso de adaptación, o por una ceguera espiritual, o por cualquier otra razón, las personas parecen olvidar aquellos momentos de zozobra que se desplegaron por el mundo entre marzo de 2020 a agosto de 2021, aproximadamente. No necesariamente la pandemia y su rastro de sufrimiento de salud y muerte, parece alejar a muchos de su tren de vida. Especialmente en las ciudades, el hedonismo rampante en el que vivimos no tarda en reaparecer, y la muerte, otra vez, parece arrinconarse en su respectivo cubículo distante y aparentemente bajo control.  

Pero Kunzig se refiere a una de las otras fuentes de la vulnerabilidad presente: la crisis del clima global, el imparable desastre ecológico que provoca el calentamiento global por causa humana, al que, como no se nota de manera tan aguda como los contagios de coronavirus, no terminamos por alarmarnos y en actuar en consecuencia. Por el contrario, no pensamos en el futuro, vivimos entrampados en el aquí y ahora. Los gobiernos populistas de izquierda o derecha (aunque no sólo ellos), desde este punto de vista, prefieren calmar a sus electores con beneficios inmediatistas, pero los males futuros son negados y ya. Para mantener a los grupos humanos tranquilos, hay que darles estabilidad económica, y esto se consigue, en última instancia, aprovechándose de la naturaleza a favor humano. Pero la naturaleza no perdona, y los futuros desastres y pandemias, con su estela de desolación y muerte, están ahí, siempre acechando.

A pesar de todo, la situación de los seres humanos sobre la Tierra dista de ser la peor, por el momento. El crecimiento poblacional es muy alto, y la caída de las tasas de mortalidad, en todo el mundo, es más notoria ahora que en cualquier otra época de la historia. Más de 111 millones de bebés han nacido en lo que va de este año, y si comparamos con eso el número global de fallecidos, que para el 18 de octubre de 2021 alcanzaba a casi 47 millones de muertos, queda claro que en el mundo de hoy nacen muchos más que los que mueren. Por lo tanto, es ante la vida donde está el peligro, más que la muerte. Pero, ¿cómo vivirán estos niños? ¿Cuán bien vivirán, y cuán bueno será aún el entorno natural sin el que los humanos no podemos prosperar?

La sobrepoblación humana es un hecho: estamos a menos de 100 millones de nacimientos para llegar a ser 8 mil millones de seres humanos viviendo, al mismo tiempo, sobre la Tierra. Esto quizás pase a principios de 2022: los humanos medramos gracias a la mejora de las condiciones de salud en general (muy en general), y el alargamiento de la esperanza de vida gracias a las tecnologías médicas e higiénicas de la sociedad moderna. Si Paul R. Ehrlich, si William y Paul Paddock, entre muchos otros, si el Club de Roma, alertaban de la inminente posibilidad de una crisis alimenticia, climática y humanitaria global para la tercera o cuarta década del siglo XXI, muchos los consideraron, simplemente, como alarmistas o exagerados. Fueron acusados de ser neomalthusianos, con la carga peyorativa que el acusar de malthusiano o neomalthusiano a alguien, en un entorno ideológico “progresista” dominado por las ideologías marxistas que no veían nada malo en el crecimiento demográfico y en la infinita industrialización, pero peor aún, en el infinito aprovechamiento de los “recursos naturales” (concepto éste plenamente burgués, aunque les pese a los socialistas antiburgueses), era necesario para continuar “desarrollándose” y creciendo como sociedad. La sociedad de mercado (sea gobernada por las izquierdas o las derechas) y el crecimiento demográfico sin control, están llevando a una especie de Armagedón paulatino, donde año a año el poder de la naturaleza se hace más y más brutal. Somos culpables y testigos atónitos de lo que provocamos, pero la responsabilidad de cambiar el rumbo, se queda ahí, como una permanente postergación. Y la enfermedad, la peste, los virus, el desplazamiento humano, el empobrecimiento material y espiritual y claro, la muerte, están aquí.

La pandemia se asocia con el desastre que vivimos, con la posibilidad de desastres cada vez mayores, con la inestabilidad. Y la presencia de la muerte de seres cercanos y queridos es una aún más aterradora cara a cara con la realidad, porque las cosas pueden empeorar. ¿La gente está reaccionando más madura, más crecida, ante los terribles embates y las lecciones vivenciales que deja la pandemia de SARS-CoV-2? Parece que no. Algunos, quizás, tratamos de pensar en un renacimiento, algo así como un Kairós iniciático que marca y transforma nuestras personalidades, para bien, después de haber estado sometidos a las presiones extremas de este rito de paso ciego, el sobrevivir a la Covid-19. Pero muchos, demasiados, simplemente siguen como si nada pasara, empeñados en un elemental materialismo que parece regir su mundo, o, gracias al poder de las redes digitales sociales, atrapados por un retorno al año 1000 y los miedos y delirios conspirativos más grotescos que podemos imaginar. Los desastres no generan más conciencia: generan más miedo y el atrincheramiento en las fantasías. Tontas tablas de salvación.

El historiador británico Niall Ferguson acaba de publicar Desastre: Historia y política de las catástrofes. En su libro brinda agudas observaciones sobre lo que ocurre ahora, pero no sólo con esta pandemia: según Ferguson, todos los desastres (terremotos, maremotos, erupciones de volcanes, hambrunas, epidemias, pandemias, etc.), tienen “un componente político” que los relaciona con el poder humano: “incluso la erupción de un volcán solo se convierte en un desastre si hay una ciudad cercana”. Por esto, la pandemia de Covid-19 puede tomarse como un gran ejemplo de esta politización permanente de los desastres, dada las distintas y muchas veces erradas respuestas que los gobiernos del mundo han dado ante la emergencia de la enfermedad.  No importa que sean gobiernos populistas, apunta: “los países que no están gobernados por populistas lo han hecho igual de mal”. Lo que pasa es que sobredimensionamos el papel que tienen los líderes para controlar las cosas: los líderes tienen un poder limitado, y lo que realmente mueve la historia, es el comportamiento humano.  Así, se contuvo la Covid-19 allá donde las personas prefirieron aislarse, no salir de sus casas, y no se lo contuvo donde ocurrió, al contrario. Los líderes, quisiera añadir yo, deberían tener la capacidad de entender las consecuencias de los comportamientos humanos y gobernar como un timonel que sabe a dónde dirigir el timón ante las tormentas, pero no las naturales (de las que tenemos un mejor conocimiento gracias al gran adelanto de la ciencia), sino las tormentas que generan y son generadas por las conductas de las personas. Dirigir conductas, sin embargo, sigue siendo el gran problema de la política y la educación: ¿represión externa o convencimiento interior? Y aún más, ¿quién sabe lo que es mejor para todos?

Ferguson también recuerda cómo nuestra respuesta ante la muerte ha cambiado, no sólo a lo largo de los siglos (como ya lo apuntó, brillantemente, Philippe Ariès), sino en las últimas décadas: Ferguson estudió cómo los estadunidenses reaccionaron ante la influenza asiática de 1957-58, y pudo comprobar que en aquel momento la gente “aceptaba las enfermedades infecciosas como parte de la vida”. Sin embargo, apunta Ferguson, muchas personas, hoy, hablan de la muerte como si ella “no tuviera que existir”, lo cual “es absurdo”. Tal como decía Marco Aurelio Denegri, vivimos en una sociedad “algofóbica”, es decir, que le teme al dolor y por el contrario, busca el placer, pero también tanatofóbica, que no sólo le teme a la muerte, sino que supone algo imposible: “nuestra aversión al riesgo es desproporcionada: la muerte sería una violación de nuestro derecho a la vida eterna”, enfatiza Ferguson.

Nos queda ver el panorama humano, demasiado humano, que deja el desastre de la Covid-19. En muchos lugares de Bolivia (casualmente en las pequeñas ciudades de bajo nivel educativo, o en barrios populares de las grandes ciudades, donde triunfa el MAS), no sólo el morirse por la enfermedad, sino el sólo enfermarse, ya era temido como oprobio social, y las personas preferían morirse, sin tratamiento, en sus casas, antes de someterse al escarnio público, a la mirada agresiva e inquisitorial de sus vecinos, que los consideraba apestados que deberían alejarse del vecindario. Se apedreó, atacó e hirió a enfermeras y personal de salud por el solo hecho de dedicarse a tratar a los enfermos: para estos bolivianos movidos por sus miedos y sus fantasías, los que trabajan con salud son indeseables que, de ser posible, habría que linchar. También en Bolivia se dinamitaron torres de microondas, por considerar que “sembraban” o “irradiaban” los virus, de una forma completamente supersticiosa, o que generaban un control aún mayor sobre las personas gracias a la inexistente tecnología 5G en el país.  También en Bolivia muchas personas no quieren vacunarse no sólo por los delirios ultraindividualistas de las personas de los países occidentales, sino movidos por los más profundos pensamientos mágicos y crédulos: piensan que las vacunas los volverán hombres-lobo, o quién sabe qué monstruos peores: el pasado atávico resurge en las mentalidades allá donde la modernidad, justamente, más bien ha hecho a la humanidad: las vacunas, uno de los inventos humanos que más vidas han salvado.

No hay vacunas para la estupidez, para la ignorancia, para el fanatismo, para los miedos y los odios humanos. ¿No las hay? Queda siempre la educación. Pero ante la muerte omnipresente que nos trajo la pandemia de Covid-19, se revela la vulnerabilidad humana, la incompetencia de los políticos, el poder de los pánicos, la extrema manipulación interesada de la política, la pequeñez humana.

Se juntan, además, las amenazas: virus, catástrofe climática, extinción de especies, desforestación, secamiento de las tierras, falta de lluvias, inundaciones, contaminación, nuevas enfermedades, y, por si fuera poco, intolerancia, violencia, persecución política, degradación moral. ¿Cómo enfrentaremos la muerte, pero especialmente, cómo enfrentaremos la vida después de la pandemia de Covid-19? No tengo una respuesta final. Tal vez sí, buscando un mundo mejor, pero ese mundo mejor no existe por fuera de lo que yo hago con mi propia, humilde y finita vida. ¿Cambiar, ser mejores? Es una declaración para calmar nuestras conciencias. Creo que puede haber personas mejores, gobiernos mejores, pero todos deberán aprender de la historia, de las catástrofes, pero también aprender y corregir sus propios errores. Allí donde existan dos personas que se encuentren, aprendan una de la otra, busquen explicaciones más realistas sobre el mundo, archiven sus miedos e intolerancias, y se abracen para caminar por un sendero mejor.

MAURICIO SÁNCHEZ

Es sociólogo nacido en Sucre, pero que reside en Cochabamba. Es magíster en Arte Latinoamericano y doctorando en Historia. Poeta y ensayista, artista plástico y fotógrafo, músico compositor y percusionista. Ejerce la docencia en la Universidad Mayor de San Simón. Alterna su carrera de investigador con el arte, especialmente en los campos de la literatura, las artes visuales y la música. Ha realizado varias exposiciones de su obra plástica y participado de diversos grupos y proyectos musicales, además de exponer y publicar fotografías. Se ha dedicado también a varias experiencias en el campo de la gestión, planificación y difusión cultural. En el mundo de la sociología, ha realizado y publicado varias investigaciones sobre temas culturales y artísticos, tales como La ópera chola: Música popular en Bolivia y pugnas por la identidad social (Plural/IFEA, 2017), o la tesis de maestría inédita País de Caporales. Los imaginarios del Poder y la danza-música de los Caporales en Bolivia. Actualmente pinta y dibuja con miras a realizar exposiciones, elabora su tesis de doctorado, tiene artículos académicos a publicarse en Argentina, Francia y España, publica artículos de opinión en la columna “País de Magonia” en el medio digital Guardiana, y planea publicar, en breve, libros de poesía y de ensayos.

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