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ENCAPSULADOS HACE 30 AÑOS

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Textos y fotos de Malkya Tudela para Guardiana (Bolivia)

Jueves 3 de junio de 2021.- No es la pandemia, sino una opción para protegerse de la aplastante ciudad. Hace tres décadas que las familias ayoreas de la comunidad Juana Degüí están asentadas en 7.000 metros cuadrados de la Villa Primero de Mayo de Santa Cruz de la Sierra, a la altura del séptimo anillo, en un pequeño mundo donde el idioma es el zamuco y las viviendas no tienen muros que las separen.

En un video elaborado por Apoyo Para el Campesino Indígena del Oriente Boliviano (APCOB), de 2011, aparece un asentamiento de construcciones armadas con madera, calamina y nylon rodeadas por mucha vegetación y un cercano monte alto. Entonces las familias todavía podían hacer chaco (trabajar la tierra) y recolectar plantas de garabatá para que las mujeres las convirtieran en fibra para tejer.  

Pero las familias crecieron y la ciudad también. Ahora la comunidad está en plena Villa Primero de Mayo sobre una avenida principal de doble vía, cercada por un muro de ladrillo y flanqueada por el hospital municipal de segundo nivel y el mercado La Moliendita. El asentamiento está sobre propiedad municipal, en concesión por 30 años desde 2011.  

RODEADOS POR LA INCLEMENTE CIUDAD

Poco a poco, los tentáculos de la ciudad de Santa Cruz con su asfalto, infraestructura, ruidos, enfermedades, negocios y lógicas comerciales avanzaron hasta terminar rodeando por sus cuatro flancos a las 103 viviendas y alrededor de 500 habitantes de la comunidad Degüí.

“La ciudad los ha empujado a que se autoaislen, pero ellos también han adoptado una estrategia de cuidarse a sí mismos agrupándose en la comunidad, donde, si bien hay diferencias familiares, también hay bastante cohesión como comunidad –explica Lenny Rodríguez, de APCOB–. Incluso cuando las mujeres ayoreas se casan con hombres cojñoi, como nos dicen, los hombres se van a la comunidad a vivir. En Degüí hay hombres, collas, guaranís, cambas, chaqueños porque prima la forma organizativa con base en la matrilocalidad, en base a las mujeres como cabezas de familia”.

Una muestra de esto es que su recién elegido presidente es el guaraní Eusebio Parangay, que lleva muchos años de vida en Degüí, hasta donde llegó por lazos matrimoniales. El autoaislamiento es un decir porque la comunidad se relaciona con la sociedad cruceña con vínculos laborales y comerciales.

Una mujer despulpa las hojas de garabatá para obtener una fibra con la que tejerá distintos productos.

¿Por qué los ayoreos han podido mantener en general su organización social, su idioma y su unidad territorial (Degüí) en una ciudad que avasalla todos esos ámbitos? La coordinadora del Programa Pueblos Indígenas en la Ciudad de APCOB, Lenny Rodríguez, explica que son un pueblo que está todavía en relativo contacto inicial con la sociedad boliviana, a diferencia de otras culturas (chiquitanas, guaranís, guarayas), que llevan siglos en esa relación.  

“Todavía hay ayoreos no contactados en el monte, en la región de la TCO Santa Teresita hasta Paraguay. Es un pueblo que se ha sabido mantener de alguna forma aislado de la sociedad nacional y ese es un factor predominante que ha incidido en que ellos puedan conservar sus rasgos culturales, su idioma, creencias, formas organizativas”, dice Rodríguez.

DOS GENERACIONES EN MEDIO DEL ASFALTO

Al momento hay por lo menos dos generaciones nacidas en Santa Cruz de la Sierra, como las hijas y nietos de César Picaneray que llegó a sus 19 años, completamente solo, para instalarse para siempre en la ciudad.

“Usted sabe que el campo es diferente a la ciudad. A veces uno necesita una cosa y no puede pillar, uno quiere trabajar y no hay trabajo, en cambio, en la ciudad hay trabajo”, explica este expresidente de la comunidad, que antes había hecho la escuela en Concepción, pero cuyo lugar de nacimiento es Zapocó.

En la web, Zapocó aparece como una TIOC (Tierra Indígena Originaria Campesina) de 43.344 hectáreas ubicadas en el Bosque Seco Chiquitano, al noreste de San Antonio de Lomerío y rodeada de estancias privadas.

César Picaneray, expresidente de la comunidad, delante de su vivienda en la comunidad Degüí.

Picaneray salió de su tierra hacia Concepción y de ahí se lanzó a la capital, donde encontró a otros ayoreos. No es lo común pues la historia dice que ellos llegaron en familias. En treinta años él ha conseguido cierta seguridad laboral porque tiene contratos para trabajar con su desbrozadora, quitando la hierba que crece contra viento y marea en la ciudad.

Como él, decenas de hombres dejan la comunidad a primeras horas de la mañana cargando sus respectivas máquinas para ir a trabajar. Algunos logran contratos y otros van a buscarlos. “Por cuestión de la pandemia no (hubo) mucho (trabajo) porque la gente tenía miedo. Gracias a Dios alguna gente de buen corazón nos ayudaba, (nos proveía) de arroz, azúcar, fideo, carne, ´hagan olla común´, nos decían”, explica Picaneray.

SOBREVIVIR EN LOS TÉRMINOS URBANOS

El trabajo y los ingresos son una preocupación constante en las familias. “Nuestro marido sale a cortar pasto, pero la máquina no es de él, es alquilada, le paga renta. Hay algunos ayoreos que ya tienen plata, ellos compraron su máquina propia, unas cinco máquinas, la alquilan a nuestros maridos, y ellos vienen por 100 pesos, 50 pesos para la renta y 50 para nosotros, no alcanza”, detalla una mujer joven en castellano, su segundo idioma.

Y ese testimonio alienta a Viviana Picaneray Tacoré, recién elegida como responsable de salud en la comunidad, a relatar la odisea que es para las mujeres salir a trabajar.

“Necesitamos salir afuera a vender nuestras carteritas cuando tejemos. Tenemos (hechas) de garabatá y cola de rata, pero la gente del semáforo no deja, Defensoría lo quita a nuestros hijos, dice que los hacemos salir a los niños, pero necesitamos eso, ¿no vamos a dejar al chico en la casa solito?, tenemos que llevar al chico con nosotros. Cuando vamos al semáforo llevamos nuestras cosas pa’ vender, pero la gente dice: ‘Ah, ya viene la floja’ y después llama a Defensoría y se llevan a nuestros hijos”.

Dirigente Viviana Picaneray Tacoré

Ambas mujeres jóvenes han nacido en Santa Cruz de la Sierra, y como todos los habitantes de la comunidad, incluidos los niños, tienen como lengua materna el zamuco.

El Directorio en la comunidad Degüí. El presidente Eusebio Parangay (segundo desde la izquierda) y Viviana Picaneray (primera a la derecha).
EL ABANDONO DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA

En este punto radica el otro problema en el que coinciden ambas, pero una de ellas resume: “Le voy a contar también que aquí en la comunidad Degüí hay niños que están en la escuela, pero no saben nada, no sabemos por qué, si es la profesora que no enseña bien a nuestros hijos, casi nuestros hijos no saben hablar bien el castellano”.

Lenny Rodríguez relata que la escuela funciona desde el año 2004 dentro de la comunidad y sobrevive en condiciones adversas por el esfuerzo de las profesoras. El programa de educación inicial, que funcionó por algunos años, se fue cerrando sin mayor explicación ni esfuerzo de las autoridades. La educación regular continúa este año como en todo el municipio, a distancia.

Una mujer se acerca a sus recipientes de agua potable en otro sector de la comunidad.

Ahora algunas familias optan por enviar a sus hijos a unidades educativas en Villa Primero de Mayo. Viviana Picaneray dice con orgullo que su pequeña va a una escuela afuera de la comunidad, pero no es el caso de la generalidad de las familias.

La conversación con las jóvenes madres gira alrededor de las deudas del servicio del agua y lo derruidas que están sus casas, algunas armadas con tablones y calamina, frente al temporal de invierno que se viene.  

La conversación con ellas se distiende y se relaja a la espera de un mate en poro. ¿Hubo enfermos con la pandemia? Y este es un tema del que prefieren no hablar: “Aquí no ha llegado esa cosa”. En su imaginario, estar en la comunidad también les protege de ese mal de los cojñoi.

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