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Roboré, defensores del agua dulce

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Por Rocío Lloret Céspedes, investigación para La Región (Bolivia)

Lunes 16 de diciembre de 2019.- No quedó nadie.

En la plaza del pueblo, donde grandes y chicos alistaban el homenaje a la patria, ni siquiera quedó el cura.

Los niños empezaron a correr. Los adultos los siguieron. Algunos subieron a sus vehículos. Los que aún estaban en casa salieron en cuanto oyeron el repique de campanas.

De pronto, aquel pueblo apacible –rodeado de bosque tupido- quedó vacío.

—Ese día estábamos desfilando cuando escuchamos decir: ‘están pasando camiones con gente para avasallar el Valle de Tucabaca’. Mary Pacheco tomó el micrófono: “Gente de Santiago, se están entrando al Valle de Tucabaca, ya saben lo que tenemos que hacer. Vamos a la tranca’. Yo le dije al padre Eusebio: ‘padre, por favor, abra la torre, vamos a tocar las campanas’. Nosotros dijimos, que no vayan los chicos, pero se fueron corriendo. Llegaron y se agarraron de las manos, así evitaron que pasen los camiones.

Muchos años después, Delicia Justiniano –maestra de escuela- recuerda aquel 6 de agosto de 2011 en Santiago de Chiquitos, como una fecha memorable. Una de tantas para proteger el agua dulce de la Reserva Municipal de Vida Silvestre Tucabaca. Su casa.

Desde entonces y mucho antes, la gente de Roboré –Santa Cruz, al este de Bolivia- libró batallas contra la minería, la deforestación, los asentamientos humanos ilegales y otras amenazas en esta área protegida.

Este año, como consecuencia de esos y otros factores, el fuego arrasó con 4,2 millones de hectáreas –dos veces la superficie de El Salvador- en el departamento. Casi de inmediato, tras las elecciones presidenciales del 20 de octubre, sobrevino una revuelta popular, que derivó en la renuncia del presidente Evo Morales. Hay quienes opinan que esta fue una de las causas. “Los incendios le pasaron factura”, se oye decir en el pueblo.

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Vista aérea de Santiago de Chiquitos, la única comunidad que está dentro del área protegida. Foto: SBDA

Santiago de Chiquitos es la única comunidad que está dentro del área protegida. Situada a 12 kilómetros de Roboré, uno de los cinco municipios que conforman la Chiquitania boliviana, la separan 640 kilómetros de Santa Cruz y 232 de la frontera con Brasil.

De clima cálido-tropical, tiene más de 1.600 habitantes: indígenas chiquitanos, gente de Roboré y otras partes de Bolivia; extranjeros. Entre sus calles de arena, casas de techo alto, amplios patios con árboles frutales y aves de corral; hay hoteles confortables, hostales, alojamientos, viviendas que se convierten en posadas los fines de semana y feriados. Los otros días, silencio de monasterio, quietud. Un sol tremendo.

Los más de 40 grados que marca el termómetro en verano, obligan a buscar sombra o –mejor- refrescarse en caídas y pozas de agua naturales, en medio de una borrachera verde que inunda el paisaje. Al anochecer, el ambiente es fresco, con esa sensación de humedad que se impregna al cuerpo. Cuando amanece, trinares de pájaros de las más diversas especies se mezclan con el canto de los gallos, la alegría de niños que van a la escuela, repiques de campanas.

Desde los miradores -‘La antesala del cielo’, como los llaman- se ve la inmensidad de esta reserva natural de 265 mil hectáreas. Para llegar al más alto, hay que caminar 45 minutos de sinuosa cuesta. Nunca algo valdrá tanto la pena.

Las serranías de Santiago, Chochís y el Valle de Tucabaca custodian esta inmensidad que se funde con el cielo. En el interior, 12 ríos proveen agua a 22 mil habitantes del municipio, los bañados de Otuquis y el Pantanal boliviano, en el límite con Brasil. Todo un ecosistema que da vida a más de 1.500 especies de plantas y otro tanto de animales.

En Bolivia, poco se conocía de este lugar formado por bosque Cerrado y bosque seco chiquitano. Este último, considerado el último bosque seco tropical mejor conservado del mundo. Para Santa Cruz, Santiago de Chiquitos era un destino más de descanso en días festivos.

Pero en noviembre de 2018, el país puso los ojos en Roboré. Sus habitantes cortaron el tránsito por las dos vías que conectan con Brasil: la carretera Bioceánica y los rieles del tren. Lo hicieron indignados, porque el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) autorizó la creación de una comunidad dentro de la reserva forestal municipal El Paquió, aledaña al Valle de Tucabaca. Más de 30 familias no solo tenían documentos para asentarse, sino que habían talado 60 hectáreas de árboles; el equivalente a 84 canchas de fútbol.

La Policía intervino. Hubo detenidos, destrozos en la oficina de Roboré. Finalmente, se anuló la concesión, pero todavía hoy no existe presencia policial en el lugar.

En ese momento se visibilizó un movimiento ciudadano, cuya resistencia data de hace varios años.

“Yo creo que de la década de los 90”, dice Sixto Angulo.

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La primera vez que Sixto fue a Roboré era 1994. Por entonces, se llegaba en un tren de varios vagones, que partía de Santa Cruz a mediodía y arribaba casi 10 horas después.

Delgado, tez cobriza y cabeza rapada, Sixto conoce bien la zona y es miembro de la Fundación Boliviana para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC), una organización no gubernamental.

Para él, la apropiación que siente la gente de Roboré con su entorno tiene que ver con tres factores: su nivel de contacto con la naturaleza, los liderazgos que se forjaron con el imaginario de esos sitios y el hecho de que el movimiento poblacional es muy estable. La gente se va, pero vuelve a trabajar por su región.

En general, el boliviano se enorgullece mucho del sitio donde nació. En este caso, ese sentimiento está basado en la idea de vivir en un lugar lleno de agua, vegetación endémica y fauna diversa. Una joya para el turismo.

“En Roboré la gente no tenía idea de qué tan importante era su reserva, pero sabía que había que cuidarla. Los estudios que se hicieron sobre mariposas, murciélagos, plantas endémicas solo llegaron a reforzar aquello que ya sospechaban”, secunda Julio César Salinas, coordinador de la FCBC.

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El Valle de Tucabaca, en medio de este esplendor hay 1.500 especies de plantas, muchas de ellas endémicas. Foto: Doly Leytón

Que Tucabaca sea un área protegida es fruto de la decisión de Roboré. Una decisión que empezó a gestarse en los años ‘90, tomó forma en la década de 2000 y se consolidó en 2015.

En 20 años pasó de ser una Reserva de Inmovilización Natural (RIN), a convertirse en la Reserva Municipal de Vida Silvestre Tucabaca y la Unidad de Conservación del Patrimonio Natural (UCPN) Tucabaca. Blindada por una ley municipal y otra departamental.

“Nadie vino de afuera a decirles lo que tenían que hacer. Nadie les dijo: ‘esto es un ecosistema digno de protección’. Tucabaca nació con identidad y ese es un elemento que permite comprender por qué la defiende tanto el ciudadano de Roboré”.

Diego Gutiérrez –estatura prominente, rizos canos, voz potente- dirige la Sociedad Boliviana de Derecho Ambiental (SBDA). En su momento, acompañó los procesos jurídicos que dieron sustento al pedido popular.

Con claridad recuerda que allá por 1995, Bolivia acarreaba una crisis de tenencia de tierras, desde la Reforma Agraria (1953). Como consecuencia, la distribución se hacía con fines políticos. “Se había titulado 112 millones de hectáreas cuando el país tiene 109”, ironiza. En ese contexto, tener una RIN ya era un logro.

Pero en el año 2000 vencía el plazo para definir qué hacer con esa reserva. La gente pedía que se convierta en área protegida municipal, cuando le Ley de Medio Ambiente (1992) solo contemplaba áreas nacionales y departamentales.

“Ellos no querían que sea nacional, porque iba a estar a cargo del Sernap (Servicio Nacional de Áreas Protegidas), que ya había definido las 22 áreas con las que deseaba quedarse. Tampoco querían que sea departamental, porque asumían que era suya, no de todo el departamento”.

Con el dilema a cuestas, se solicitó tanto a la FCBC como a la SBDA que encontraran sustentos técnicos y legales para hacer oír su voz. En ese momento las alcaldías tenían competencia en desarrollo humano y conservación del medio ambiente. Ese fue el argumento legal para crear la reserva, mediante una ordenanza municipal de 2001.

En los hechos, Gutiérrez reconoce que la legislación boliviana no contemplaba esta figura; fue la decisión de los habitantes la que le dio legitimidad.

En 2009, con la puesta en vigencia de una nueva Constitución Política del Estado (CPE), los gobiernos departamentales y municipales autónomos adquirieron ciertas competencias que les permitían promulgar leyes.

De forma inédita, dos años más tarde, la primera que aprobó el concejo de Roboré fue la ratificación de Tucabaca como área protegida municipal. Cuatro años después la Gobernación de Santa Cruz hizo lo propio, basada en la potestad que le daba la Carta Magna, de conservar y promocionar el patrimonio natural. Así promulgó la ley 098/2015, que declara como UCPN a la citada reserva. 

“Si no fuera por Tucabaca, no hubiera áreas protegidas municipales en el país, porque quien planteó el conflicto jurídico en el nivel nacional, ya en el año 2000 fueron ellos. El roboreseño le dijo al Gobierno nacional: ‘señores, este es nuestro territorio y lo queremos conservar’. De allá les dijeron, ‘no’, entonces vino el departamento y ayudó a Roboré para que siga en la batalla”.

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La mañana del 6 de agosto de 2011 Santiago de Chiquitos vivía una fiesta. Uniformes blancos. Ropa de gala. Zapatos de tacón. Calzados bien lustrados.

Niños y jóvenes esperaban su turno para desfilar por el día de Bolivia. Sus maestros los miraban con recelo. Los padres se afanaban en tomarles fotos.

En la tarima, autoridades locales aguardaban el paso de militares, escolares, maestros, guardaparques.

La gente estaba contenta, pero susceptible. Días antes habían oído el rumor de la llegada de un grupo de personas ajenas a Roboré, que tenían la intención de asentarse en el Valle de Tucabaca. Por tanto, todos sabían qué hacer cuando escucharan el repique de campanas de la iglesia.

En la tranca de ingreso a la reserva solo quedaban dos custodios del cuerpo de protección. Uno de ellos dio la voz de alerta. Como la gente estaba reunida en la plaza, no tardó en emprender la corrida hacia el lugar. El guardaparques que se quedó, mientras tanto, trataba de frenar el avance de seis u ocho camiones cargados con gente; los testimonios varían respecto a la cifra.

Cuando Mary Pacheco, la dueña del hotel Beula, tomó el micrófono para hablarle a los santiagueños, muchos ya habían partido. Delicia Justiniano, la profe “Chilo”, la secundó en el pequeño discurso y rápidamente se fue a tocar las campanas.

De pronto todos corrían en una dirección. Al llegar a la tranca se encontraron con gente que defendía su derecho a tomar posesión de la tierra, porque decía que era dotación fiscal. Tenían palos; los otros, también. “Somos bolivianos, decían, pero yo les contesté, si fueran bolivianos, no habrían venido porque ustedes nos han sacado del acto dedicado a la patria, para pasarse por encima de nosotros”, recuerda la maestra.

En ese momento los santiagueños se tomaron de las manos y evitaron el ingreso de los camiones. Luego sobrevino un bloqueo en la carretera Bioceánica y el triunfo sobre su territorio.

En el pueblo, mucha gente describe ese día como “emocionante”, “bonito”, “histórico”, porque marcó no solo una de las primeras luchas de la defensa de Tucabaca, sino que refleja que puede haber muchas discrepancias entre los habitantes, “pero, ¡ay! que nos quieran tocar el Valle”.

LOS DEFENSORES

Zoila Ceballos tiene voz de mando. Contextura gruesa, manos grandes. Cada vez que toma su megáfono, imparte órdenes, hace bromas. Le gusta organizar a la gente.

En 2011, cuando se promulgó la Ley para declarar a Tucabaca área protegida municipal, era concejal de Roboré. Aquella decisión –cuenta ahora- se tomó porque las dotaciones de tierra ponían en riesgo la reserva. Lo que no sabían era cuán difícil sería convencer al Gobierno central de sus razones.

—Siempre nos molestó que no se coordinara con nosotros. Los planes de asentamientos son políticas gubernamentales, pero acá no tenemos industria, microempresa, nuestro medio de vida son los recursos naturales. Este es uno de los pocos municipios que todavía tiene agua dulce y esa agua nace en todas estas áreas.

Cuando ningún gobierno subnacional en Bolivia tenía una ley, Roboré se empecinó en hacer la suya. “Algo que se consiguió con el apoyo de la población, porque nosotros como autoridades dijimos, si ellos no nos ayudan, no vamos a poder. Por eso cuando el Alcalde la promulgó, un 11 de abril, derramamos lágrimas de felicidad. Queríamos que esa fecha sea feriado cada año.

Zoila hoy está alejada de la vida política. Con procesos legales en su contra, dice que es “mejor así”, porque siente que puede hacer más desde afuera. “Un día me subí a un avión para ir a Lima y me bajaron porque tenía un arraigo judicial”.

Mary Pacheco, roboreseña que vive en Santiago y gerenta un hotel, también sufrió persecuciones legales al ser parte del movimiento de defensa. De hablar pausado, cuenta que la acusaron de traficar madera ilegal cuando era presidenta del comité de gestión del área protegida. Durante muchos años enfrentó un juicio que la afectó psicológicamente y que provocó que su familia le pidiera que dejara todo esto. Nunca pudieron comprobarle nada; tampoco pudo quedar al margen de las protestas. “Lo que nosotros defendemos es el agua pura, la vida tranquila en Santiago, la naturaleza. Acá usted puede dejar las puertas abiertas y nadie entrará a robarle”.

En su caso vivió varios años en el extranjero y cree que ahí supo valorar la riqueza natural que tiene su tierra: Roboré.

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Es el último día de mayo, víspera de invierno en este lado del continente. En Roboré, un sol abrasa sin clemencia. En la plaza principal, la gente conversa en grupos. Hay activistas, dependientes de oenegés, guías de turismo, vecinos, expertos y algunos líderes de la defensa de Tucabaca.

Todos aguardan la partida de una caravana de vehículos que recorrerá comunidades y sitios recónditos. La actividad de tres días se hace desde hace cinco años. La promueve el Comité de Gestión del área protegida junto a la Dirección de la UCPN y el apoyo financiero de la Cooperación Alemana, a través de la FCBC.

En la primera versión –recuerda Rubén Darío Arias- en las comunidades que rodean el área protegida, atacaban a los visitantes, porque decían que les privaba de desarrollo. “Nos fuimos metiendo de a poco y hoy esa misma gente es centinela de este espacio”.

Este hombre, de cabellos canos y hablar pausado, era presidente del Comité Cívico de Roboré cuando se promulgó la ley municipal. Hoy es past presidente y vocal dentro del Comité de Gestión. Su palabra es muy respetada entre la gente.

En Santa Cruz, estas dos instituciones gozan de mucha credibilidad entre la ciudadanía, porque son apolíticas. En el caso de la primera, se considera un “gobierno moral”, que defiende causas comunes. La segunda, una instancia que tiene cada área protegida del país y que aglutina a representantes de pueblos indígenas, comunidades originarias, gobiernos municipales, Gobernación, instituciones privadas y organizaciones sociales involucradas.

Con las caravanas, hubo autoridades locales que se dieron cuenta que ni ellas mismas conocían a fondo aquello que defendían. Como cada cruzada tiene destinos diferentes cada año, de a poco los comunarios empezaron a verlas como oportunidades para hablar de sus necesidades.

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A Filomena Vargas en Santiago y Roboré siempre la recuerdan con cariño. Ya entrada en años, cabellos canos, cuerpo delgado, ahora está algo distante del movimiento de defensa, pero fue muy activa en su tiempo. Apoyada en un bastón de trekking, camina sin dificultad por las serranías de Tucabaca. Escucha lo que cuentan los expertos que acompañan la caravana. Participa. Le gusta recordar.

—Santiago fue un pueblo que toda la vida tuvo su Valle de Tucabaca. Bajando la serranía, la gente sembraba para alimentarse y hacer cambalache. Llevaban frejol y lo cambiaban por azúcar. Pero luego vinieron de Roboré a cazar urinas (una especie de venados), se las llevaban en conservadores. Todo eso se paró con la declaración de área protegida. La gente siempre supo que tenía una riqueza, pero no la valoraba. Había quemas indiscriminadas. En 2002 entró la FCBC con fuerza, hizo folletos, supo llegar al pueblo con charlas. Y se empezó a tomar conciencia.

Las amenazas se multiplicaron con los años. Si antes acechaban cazadores furtivos, luego surgieron traficantes ilegales de madera, dotaciones de tierra. Más tarde, minería, deforestación. Como consecuencia, incendios.

 “Quieren volver esto zona ganadera, sin saber luego con qué agua se saciará la sed de sus mismas vacas”, dice alguien en la caravana.

Steffen Reichle, biólogo alemán, explica que, en el caso de la deforestación, el tema no solo pasa por la afectación a las nacientes de los ríos, sino que hace la zona propensa a las inundaciones. “Es como cuando le echas un vaso de agua a un hombre con mucho cabello; el agua se retiene. Si se lo echas a un calvo, se desparrama”.

Pero Tucabaca es más que agua; más que bosques que concentran humedad en época seca. Es también una fuente de riqueza cultural por sus pinturas rupestres, y tiene un gran yacimiento de hierro y manganeso.

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Al menos cuatro veces intentó la minería incursionar en la reserva, en los últimos años. Las cuatro fueron rechazadas por las comunidades, apoyadas por la gente de Roboré.

En 2009 la empresa Kyleno, de la inglesa Zamin Resources, hizo una consulta pública para operar a cielo abierto (el tipo de minería que más agua usa en la lixiviación). ¿Su argumento? Que hoy en día se puede practicar un tipo de “minería verde” y reducir su impacto medioambiental. Los comunarios, después de informarse al respecto, dijeron que “no”.

Sofía Balcázar, de Probioma (Productividad, biósfera y medio ambiente), una oenegé especializada en investigaciones socioambientales, acompañó ese y otros procesos de capacitación.

“Que Roboré le haya dicho ‘no’ a la minería fue un boom”, dice. Porque los municipios adyacentes –San José de Chiquitos y El Carmen Rivero Tórrez- aceptaron. “Santa Ana perdió una laguna con peces (El Carmen), también Taperas, en San José”, asegura.

A estas alturas, pese a los ofrecimientos que hacen las firmas -construcción de escuelas, fuentes de empleo y dotación de viviendas- la gente tiene claro que el agua es un recurso no renovable. El año pasado, Santiago ni siquiera aceptó el transporte de mineral por sus calles.

Los expertos saben, sin embargo, que la nueva Ley de Minería, promulgada en 2014, reduce el derecho que tienen las comunidades sobre sus territorios, ya que acorta el plazo para que tomen una determinación. “Si no lo hacen en 15 días, se da por hecho la aceptación”, dice Balcázar.

Para Diego Gutiérrez, de la Sociedad Boliviana de Derecho Ambiental, el sostén legal de Tucabaca está en la Ley departamental 98, que prohíbe cualquier tipo de asentamiento y actividad minera; el sostén institucional lo da el municipio. Y el sostén social, el Comité de Gestión, con su capacidad de movilizar a la ciudadanía de Roboré. “Ese es el nervio de la defensa, su columna vertebral”.

FUEGO

El camino a Quitunuquiña es una serpiente de arena ardiente, hoy rodeada de un reverdecer tenue, después que las llamas consumieran la vegetación. Bajo un sol abrasador, todavía queda una delgada capa de cenizas, troncos carbonizados, ramas caídas.

No hay agua suficiente. La que consumen las 21 familias que habitan este territorio, la extraen de un pozo y le echan cloro para potabilizar.

En agosto de este año, esta comunidad que está 18 kilómetros de Roboré – al borde del área protegida- fue una de las más afectadas por los incendios forestales. Las llamas llegaron muy cerca de las pequeñas casas, de habitaciones oscuras y animales domésticos dispersos.

Toda la producción de cítricos, mangos y alimentos para el consumo, se perdió.

Hay testigos que aseguran que los incendios en la Chiquitania comenzaron en julio, pero no se les dio la importancia debida. Entre agosto y septiembre se propagaron por la Chiquitania. En las serranías de Yorobá, Roboré, este bombero luchó contra llamas que crecían como lenguas de fuego. Foto: David Barba Carvalho

De pronto la tranquilidad de la gente de campo se vio afectada por la llegada de soldados, voluntarios, bomberos forestales, personal de la Alcaldía, la Gobernación. Unas 300 personas arribaron para ayudar a controlar el fuego.

Las mujeres cocinaban en inmensas ollas comunes, mientras los hombres entraban al monte a sofocar las llamas, apoyados por equipos de dron, que mostraban dónde operar.

4,2 millones de hectáreas, en 27 municipios, ardieron en Santa Cruz entre julio y octubre de este año. El 42 por ciento, en áreas protegidas, según la Gobernación.

El fuego, que se originó en San José y Roboré, guardó “conexión estrecha” con el avance de la consolidación de propiedades agrarias privadas, propiedades ganaderas y asentamientos de comunidades, refiere la Fundación Tierra como conclusión preliminar de su informe ‘Fuego en Santa Cruz’.

René Guillén, biólogo que trabajó en la Chiquitania, dice que muchas plantas y árboles de esta zona son resistentes al fuego. De ahí que, en su momento, recomendó esperar las primeras lluvias para hacer las evaluaciones de los daños. Esta, sin embargo, fue la imagen se vio durante más de 40 días: destrucción, cenizas desolación. Foto: Daniel Coimbra

“En realidad fue un mal año. Primero vino la sequía, no llovió hasta abril. En julio una helada. Al final, el incendio, que parece vino de la carretera”, dice Orlando Parabá (71).

Risueño y regordete, junto a su esposa Manuela Mercado (64), cuenta que esos días “daban ganas de llorar”. Solo la solidaridad les ayudó a hacer frente al desastre. “Ahora todavía tenemos alimentos que nos donó la Gobernación. Cuando eso termine, no sé qué vamos a hacer, espero que ya los árboles de limones y mangos puedan florecer”.

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En las calles de Roboré, la gente iba de un lado a otro llevando paquetes de agua, vituallas, alimentos no perecederos, implementos para los bomberos forestales y los voluntarios. Allí se montó el centro de operaciones para atender a toda la Chiquitania. Hasta la Alcaldía llegaban grupos de jóvenes de todo el país, para relevar a los que habían entrado a trabajar.

Vanessa Suárez, secretaria de Turismo, fue una de las encargadas de organizar los turnos y la dotación de insumos, tanto para quienes iban a línea de fuego, como para las comunidades que estaban afectadas. “Para nosotros fue una lección muy grande por la solidaridad y porque mientras las cosas llegaban, teníamos que pensar en el postincendio”, dice ahora.

Pocas veces el país se había unido tanto en torno a una causa. Pocas veces se le dio tanto la razón a los ambientalistas. A aquellos que advertían que la deforestación y los asentamientos ilegales de personas –ambos apoyados por políticas gubernamentales- iban a pasar una factura muy alta.

Ahora, por las calles la gente habla de reconstrucción, de reactivar el turismo, que se vio parado desde agosto pasado, primero por los incendios y después por la revuelta popular de 21 días posterior a las elecciones. Pero habla también de preservar la riqueza natural, porque ya se empezó a sentir la falta de agua.

“En Santiago nos está faltando agua, estamos tratando de captar de un lugar y de otro”, dice Rosario Jaldín, subalcaldesa y actual presidenta del Comité de Gestión.

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No es que fuera la primera vez que la Chiquitania sufre por el fuego, debido a la naturaleza de sus ecosistemas, pero esta fue la tragedia ecológica más grande de la última década. Entre otras cosas, porque mientras se apagaba las llamas en un lado, había quienes las prendían para “limpiar” el terreno en época de invierno; una práctica que en Bolivia se denomina chaqueo.

Pero una vez más, la resiliencia del bosque seco chiquitano y el cerrado mostró que está hecho a prueba de fuego. Si entre agosto y octubre aquello parecía una escena gris del Apocalipsis, hoy se ve un reverdecer que cubre cualquier desesperanza.

La muerte de los animales fue una de las consecuencias más dolorosas de la tragedia. Muchos lograron escapar, pero los que no se mueven con rapidez como esta tortuga, no sobrevivieron. Para los bomberos, voluntarios y activistas que llegaron al lugar, estas escenas marcaron sus vidas. La imagen fue captada en la comunidad Limoncito. Foto: Daniel Coimbra

Lo sucedido sirvió también para reforzar la idea que tiene mucha gente de Roboré, de salir a protestar cuando alguna amenaza acecha a su área protegida. Si en algún momento, hubo quienes aceptaron el ingreso de la minería, porque veían en ella una oportunidad para tener ingresos; hoy la mayoría coincide en que el “no” volverá a ser rotundo.

Ese sentimiento se vio reflejado también en un paro de 21 días que se convocó en Santa Cruz frente a denuncias serias de irregularidades en los comicios presidenciales. Aunque el municipio se aprestaba para reactivar el turismo solidario, mediante visitas a las comunidades afectadas por el fuego, paró sus actividades desde el mediodía del 22 de octubre.

Para Orlando, aquello no debió darse, porque la gente necesitaba trabajar para recuperarse después de los incendios. Le pregunto entonces a este hombre si los otros bloqueos, aquellos que en su momento se realizaron para defender Tucabaca eran válidos. “Ah, eso es otra cosa, eso sí. El Valle no se toca”.  

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