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1. Uno de los grandes logros de las sociedades modernas es la posibilidad de que la violencia no sea ejercida personalmente, sino que el uso de la violencia se ha restringido a aquellos cuerpos que, legalmente establecidos, la ejercerán sólo y cuando sea estrictamente necesario, para evitar males mayores que podrían sobrevenir de no ejercérsela contra aquellos que atentan contra la paz y la vida en común. Tanto los ejércitos como las policías modernas tienen esa función y esa obligación: el ejercicio de la violencia legítima, plena de controles. Aunque imperfectos y permanentemente fuente de abusos (recordemos las dictaduras militares en América Latina, y los crímenes en manos de la policía en todo el mundo, cuyo caso paradigmático es el asesinato de George Floyd, en Estados Unidos, 2020), no por eso deberíamos volver a un mundo donde la violencia la podemos ejercer todos cada vez que así se nos plazca. Ejércitos y policías son un mal necesario aún hoy, en esta etapa del desarrollo de las sociedades humanas.

2. Es posible suponer que, gracias a la paulatina toma de conciencia de los seres humanos, y la incorporación cada vez más profunda de los autocontroles, existirá algún día una sociedad que no necesite ni de ejércitos, ni de policías, ni de cárceles, ni de forma alguna de castigo. Parece un sueño si lo apuntamos de manera absoluta, pero no deja de ser cierto que, en los últimos siglos, algunos países occidentales han logrado caídas notables en las tasas de criminalidad y en la violencia por mano propia. Esto quiere decir que es posible vivir en sociedades cada vez más pacíficas, cada vez más tolerantes, al punto de que, como en Suecia, las cárceles se cierren. Sin embargo, parece que en sociedades como la boliviana esta posibilidad no sólo se vuelve más próxima en ocurrir, sino que parece alejarse: la violencia social y, aún más, la violencia política de los grupos en poder contra los grupos con menor o ningún poder, se amplía y prospera.

3. Esto tiene un vínculo estrecho con la conformación no solamente de la sociedad “civil” (como nos agrada llamarla a los sociólogos, aunque sea una adjetivación un tanto mezquina), sino también de las instituciones del Estado. Si un gobierno de Estado promueve la violencia ilegítima; si considera que la violencia está bien si la ejercen sus partidarios, pero está mal si la ejercen sus contrarios; si un gobierno utiliza la administración de justicia y el derecho como armas para ejercer violencia contra aquellos que le resultan molestos o peligrosos, entonces estamos ante una realidad pasmosa, que podemos llamar Estado autoritario, terrorista, abusivo, canalla, despótico, injusto, tiránico.

4. Más aún, un Estado tiránico es una flagrante contradicción de aquello por lo que los Estados modernos se desarrollaron: entre otras cosas positivas (porque su aparición también vino aparejada de muchas cosas negativas), se cuenta la de garantizar la paz social, de garantizar la seguridad de vida de sus ciudadanos, contra las amenazas externas (por eso los ejércitos), y contra las amenazas criminales internas (por eso los cuerpos llamados policía). Pero cuando es el propio Estado el que legitima la violencia a favor de unos y en contra de otros, pero cuando es el propio Estado el que incita al uso de la violencia sea por las razones que sean (algunas entendibles, otras no), entonces no hay futuro de paz para una sociedad: el deterioro de la vida en común será cada vez mayor, y el sufrimiento humano (del que todo Estado moderno tiene la obligación de aminorar), crecerá por tan indolentes circunstancias creadas, justamente, por el poder del Estado.

5. Esto es lo que ocurre en Bolivia casi de manera cíclica, cuando no permanente. El poder ejecutivo, el poder legislativo, el poder electoral y claro, el poder judicial, son utilizados sistemáticamente para perseguir a aquellos que se considera enemigos políticos (muchas veces tan solo, chivos expiatorios, símbolos de la venganza). Peor aún, la oficina del Fiscal General del Estado, la Defensoría del Pueblo, los medios de comunicación propiedad del Estado o aquellos que, siendo privados, están obligados económicamente con el Estado, además de muchas otras instituciones públicas o privadas, se constituyen en brazos armados de la violencia ilegítima del Estado, tal cual la definición de Louis Althusser: aparatos represivos de Estado. Sólo que, durante décadas, era de buen tono atribuir este despliegue de arbitrariedades y prepotencias a los regímenes fascistas o de ultraderecha, pero nunca a los de izquierda. La realidad, sin embargo, es tristemente otra: también las izquierdas en el poder, y a veces de manera más ladina y sórdida, son capaces de aprovecharse de estos aparatos represivos (e ideológicos) de Estado, para sembrar el terror, para ejercer violencia modélica, para castigar, para aleccionar, para escarmentar a aquellos que osen contradecir al poder central, por muy del “pueblo” que se diga ser. Son sólo otros matones con poder, y nada más.

6. Es deprimente admitir que, en el siglo XXI, la violencia ilegítima y los abusos de poder contra el Estado de derecho y los derechos humanos, no sólo que no desaparecen, sino que se incrementan y refinan. Esto está ocurriendo en la Cuba post 11J, que, según Prisioners Defenders, para el 3 de agosto de 2021, con 272 convictos y condenados políticos en un plazo de 20 días, muchos de ellos torturados; en la Nicaragua de cara a las elecciones presidenciales de noviembre de 2021, según la Lista Mensual de Personas Presas y Presos Políticos Nicaragua, con 139 presos políticos en agosto de 2021, sometidos a malos tratos, torturas, atención médica insuficiente, amenazas contra familiares, tácticas de desgaste físico, pero especialmente emocional, burlas, intimidación, y criminalización de la defensa. En Venezuela, según datos del Foro Penal, para el 10 de agosto se contaba con 268 presos políticos, aunque “9.406 personas se mantienen sujetas a procesos penales arbitrarios”.  Gonzalo Himiob, del Foro Penal, sostiene que “desde 2014, se han registrado 15.741 detenciones políticas en Venezuela”, y los datos para Cuba y Nicaragua después de los momentos en que la población civil salió a las calles a protestar contra los abusos de sus propios gobiernos, son parecidos: la protesta y la oposición al gobierno de izquierda es algo que deberá pagarse caro, con cárcel, procesos y juicios viciados, torturas, intimidaciones y muchas veces, desaparición o muerte.

7. Por último, ¿qué sucede ahora en Bolivia? Si bien los números de presos políticos y de violencia y los actos de persecución ejercida desde el Estado no son tan masivos, parecería que la violencia ejercida desde el Estado va en aumento. Bolivia, ya de por sí proclive a ser una sociedad conflictiva, violenta e intolerante, y a tener un Estado legitimador (por múltiples conveniencias) de todo tipo de violencias, los actos violentos desde y a favor de los gobiernos de izquierda del MAS no sólo que no han desaparecido, sino que parecen incrementarse después del gran levantamiento popular de octubre-noviembre de 2019. Parecería que allí donde hay oposición a las izquierdas en el poder, la receta es la misma: represión contra los enemigos, despliegue del odio y los miedos, fantasías y revanchismo. Cada vez que se repite el cántico: “No es venganza, es justicia”, se está evidenciando exactamente lo contrario, precisamente por la insistencia en pregonarlo: se busca venganza, no justicia. Pero hay más aún: se busca intimidar, ejemplarizar, para que nadie, nunca más, se atreva a cuestionar al sacrosanto gobierno “del pueblo”, para que nunca más exista oposición, para que se pueda consolidar un modelo de sociedad cada vez más intolerante, panóptico, castigador, opresivo, incluso, a la larga, para aquellos que los apoyaron: se crea un monstruo de cuyas reacciones violentas futuras nadie estará a salvo, a menos que se doblegue a sus exigencias totalitarias.

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