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Luego de las protestas ciudadanas y paro cívico en la ciudad de Santa Cruz, ocasión en la que la respuesta represiva del Estado generó diversas víctimas, afectadas por el uso desproporcionado de la fuerza pública policial, parecería que ahora se estaría virando de estrategia, y desde el poder se alienta la movilización de actores no estatales o paraestatales que arremeten contra las marchas pacíficas de ciudadanos que reivindican el respeto a las libertades públicas, construyendo una narrativa que son los grupos sociales los que se enfrentan, rehuyendo el Estado a sus deberes de protección.

En ese sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha señalado que “la función legítima de los cuerpos de seguridad es proteger a los manifestantes pacíficos y garantizar la seguridad pública actuando con completa imparcialidad con relación a todos los ciudadanos (...), sin importar su filiación política o el contenido de sus manifestaciones”.

Aquí es bueno recordar que además del deber activo de los Estados de tomar medidas razonables y apropiadas para asegurar que las manifestaciones públicas procedan pacíficamente, y sin restricciones indebidas, los Estados también tienen un deber de abstenerse de aquellas acciones que propician la violencia.

Cuando un gobierno convoca a sus adherentes, organiza a los servidores públicos o tolera que grupos paraestatales arremetan en contramarchas contra quienes protestan por sus reivindicaciones, cualquiera que fueran ellas, esta conducta podría derivar en responsabilidades por las violaciones a los derechos humanos que sucedieran en esos hechos de violencia.

Además, los servidores públicos deben abstenerse de emitir discursos que promuevan la violencia y el odio hacia una parte de la población civil, discriminando a algunas personas o grupos de personas, en este caso por sus ideas políticas, sus opiniones o creencias, peor aun cuando se trata de su origen étnico o por el lugar donde nacieron.

Recordemos que el artículo 114.I. de la Constitución boliviana prohíbe toda forma de violencia física o moral, y dispone: "Las servidoras públicas y los servidores públicos o las autoridades públicas que las apliquen, instiguen o consientan, serán destituidas y destituidos, sin perjuicio de las sanciones determinadas por la ley".

Por otra parte, se tiene que tomar en cuenta que el Estado no es el único perpetrador de violaciones a los derechos de reunión pacífica, expresión y asociación. Las acciones de actores no estatales –como son estos grupos de choque– pueden ocasionar afectaciones negativas en el disfrute de los derechos y libertades de aquellas personas que protestan o reclaman frente al gobierno, además de restringir el espacio libre y democrático para ejercer sus derechos, con frecuencia a través de actitudes patriarcales, estereotipos, prejuicios y acciones de violencia contra ciertas manifestaciones sociales, buscando que esos grupos estén al margen de las decisiones públicas.

Al respecto, las obligaciones internacionales del Estado se extienden más allá del respeto y garantía de los derechos a la protección y seguridad de quienes protestan, sino que tambien incluyen esos deberes frente a las violaciones y abusos por parte de terceros. Al ponderar sobre la necesidad de restringir una contramanifestación, esto incluye el deber de tomar medidas positivas para evitar que un grupo de manifestantes sea amenazado o amedrentado por terceros u otros grupos sociales en la defensa de sus derechos.

Las fuerzas del orden público deben tener en cuenta la protección específica que debe otorgarse a los sectores que se movilizan públicamente mediante medidas de prevención, contención y disuasión frente a otros grupos sociales que busquen amenazarlos o amedrentarlos por ejercer su derecho a la protesta.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su Informe sobre Protesta y Derechos Humanos de 2019, ha dejado establecido que “el Estado tiene la obligación de proteger a los participantes de una manifestación contra la violencia física por parte de terceros y actores no estatales, inclusive personas que puedan sostener opiniones opuestas” (párr.109). El accionar violento de manifestantes o de terceros que pongan en riesgo la vida o la integridad física de personas que participan de la protesta obliga al Estado a realizar las acciones proporcionadas para prevenir y evitar estos hechos (párr 82).

Asimismo, las amenazas o el accionar de contra-manifestantes, actores estatales o de terceros a la manifestación que pongan en riesgo la vida o la integridad física de personas que participan o no de la protesta obligan al Estado a realizar acciones para prevenirlas. En este supuesto, el uso de la fuerza puede resultar necesario, dentro de los límites de la legalidad y proporcionalidad en los casos en que existan amenazas que pongan en riesgo cierto la vida o la integridad física de personas presentes que participen en la protesta. Así, los Estados tienen la obligación de adoptar todas las medidas necesarias y medios posibles para proteger la vida y la integridad física de las personas en el contexto de protestas, ya sea de actos cometidos por agentes públicos o por terceros.

Finalmente, erradicar la promoción del odio, la apología de la discriminación, la hostilidad o la incitación a la violencia debe implicar un alto compromiso de los servidores públicos, en especial de los dignatarios más altos del Estado, que con su silencio no deben contribuir a la normalización de estos ataques y violaciones. De hecho, el GIEI Bolivia, en su informe final, entre sus recomendaciones apuntó la necesidad de que los líderes políticos y sociales se abstengan de utilizar la problemática del racismo para generar discursos de odio, estigmatización o violencia.

A excepción de una alocución pública de la Viceministra de Comunicación con relación a las agresiones a la prensa, el Presidente, el Vicepresidente, sus ministros y asambleístas no han dado un mensaje claro de rechazo a estas acciones de acoso, hostilidad y violencia cometidos por actores no estatales, contribuyendo por omisión y tolerancia a la normalización de estos episodios de violencia.


Ramiro Orias es abogado, Oficial de Programa Senior de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF)

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