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Desde hace unos años es habitual observar en las calles o a través de medios de información distintas formas de manifestación individuales o colectivas reclamando o exigiendo justicia. Lamentablemente, estas expresiones responden a la desconfianza que tiene la población sobre el sistema judicial en nuestro país. Poco a poco nuestro sistema ha ido mermando su credibilidad y se ha sumergido en una crisis profunda de la cual, tarde o temprano, tendremos que ocuparnos como sociedad.

Un claro ejemplo de esta situación ha sido el caso de Andrea Aramayo, quien en agosto del 2015 perdió la vida dejando huérfana a su pequeña niña. En atención a las circunstancias en las que falleció, su expareja William Kushner fue acusado, procesado y sentenciado por feminicidio; en una de sus primeras declaraciones dijo: “Espero que el cuarto poder (la prensa) no sea más poderosa que la ley”. En respuesta a estas declaraciones, la madre de la víctima Helen Álvarez señaló: “Yo espero que el poder de su dinero y de sus influencias políticas no sean más fuertes que la justicia”. Desde que ocurrió este lamentable hecho, hemos sido testigos de las distintas acciones asumidas por ambas familias exigiendo justicia y ha conmovido ver durante estos siete años a dos madres clamando que esta sea imparcial y oportuna. Sin duda, nadie quisiera estar en su lugar.

Cuando estudiaba en la universidad, en los años 90, la mayor preocupación sobre este poder del Estado era la retardación de justicia en materia penal y el consecuente hacinamiento carcelario que generaba; por supuesto que también la corrupción era un aspecto de preocupación, pero en menor medida puesto que de manera general la credibilidad y la confianza hacia el sistema se mantenían y era excepcional conocer manifestaciones que ponían en duda la credibilidad de su labor.

De las clases de Derecho Penal tengo muy presentes en mi mente dos premisas que el Dr. René Blattman Bauer nos repetía sin cesar: “La justicia inoportuna no es justicia” y “el ejercicio de la función punitiva del Estado debe reflejar la vigencia y respeto pleno de los derechos y garantías fundamentales de las personas, sean estas víctimas o imputadas”. Cuando el Dr. Blattman asumió como Ministro de Justicia (1993-1997) fue alentador observar que estas premisas, junto a otras, guiaron la reforma judicial que en su momento encaró. Esta iniciativa fue apoyada tanto por organizaciones nacionales como internacionales, sobre todo porque implicó no sólo una reforma normativa, sino una transformación profunda de enfoque y estructura que se tradujo en un conjunto de acciones que incidían en el fortalecimiento institucional, entre las cuales se pueden mencionar: cambio del sistema inquisitivo escrito a uno acusatorio oral; la creación de la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y el Tribunal Constitucional; la cualificación de la labor del Ministerio Público y la Defensa Pública; y finalmente –cómo no ponderar– la capacitación especializada de sus miembros.  Como toda reforma estatal, la misma implica, para mostrar sus resultados, la implementación de procesos que por su naturaleza requieren un tiempo considerable. Lamentablemente todo este esfuerzo se desvaneció ante los acontecimientos y determinaciones políticas generadas en estas dos últimas décadas, como la elección de las autoridades judiciales a través del voto, hecho que en la realidad no ha contribuido en nada al fortalecimiento del Órgano Judicial.

Durante estos últimos años, hemos conocido casos que rebasan lo insólito y lo único que demuestran es que la crisis en la que se halla inmersa la justicia boliviana se ha profundizado: un médico que fue procesado y sentenciado con base en pruebas inexistentes (de acuerdo a la propia jueza que estuvo a cargo del proceso), el asesinato impune de una concejala por ejercer sus derechos políticos, la liberación de un asesino serial en la ciudad de El Alto, personas que denuncian hechos de corrupción y terminan siendo ellas las detenidas y procesadas, el proceso sin avances de campesinos torturados y humillados en la plaza principal de Chuquisaca, ex autoridades o líderes políticos que tuvieron y tienen que afrontar no uno sino diez o más procesos a la vez, y la lista puede seguir.

Recordar estos casos permite que las premisas que el Dr. Blattman nos repetía en las aulas tengan más sentido que nunca y me hacen pensar en la necesidad de que la tan esperada reforma judicial se encare lo más antes posible con la participación plena de la sociedad civil. Así también, y en atención a que la misma tomará su tiempo en organizarse e implementarse, es importante que las actuales autoridades encargadas de impartir justicia asuman la obligación de recuperar, a través de su accionar, la credibilidad y confianza de la población. Aún están a tiempo.

Las personas que se hallan sometidas a un proceso penal y las familias de las víctimas deben tener la certeza de que se juzgan y condenan hechos tipificados como delitos de manera previa en la ley (acciones u omisiones); que se presumirá la inocencia del imputado hasta que se pruebe lo contrario; que se cumplirán los procedimientos establecidos en la ley para detención y procesamiento, caso contrario, pueden ser considerados nulos; que la sanción sea resultado de un análisis técnico y objetivo del hecho y de su intencionalidad (dolo o culpa) y que por lo tanto es proporcional y tiene una finalidad distinta a la venganza y finalmente, tienen el derecho que el Estado garantice una justicia imparcial y oportuna.

Hasta el momento han sido varios los intentos de llevar adelante una reforma judicial en el país, incluso impulsados por el actual gobierno, los que lamentablemente fracasaron. El martes pasado se difundió la noticia de que la Iglesia Católica y otras organizaciones vinculadas a ella se sumarán a la iniciativa de un grupo de juristas independientes para la recolección de firmas a efectos de realizar un referéndum con este propósito. Esperemos que esta iniciativa se haga realidad y que en el momento de proyectar las reformas se piense en todas y todos los bolivianos que reclaman justicia.

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