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  1. Vivimos en una sociedad que es una superposición de un mundo premoderno sobre un mundo moderno. Esto suena simplista, pero, en realidad, es muy complicado de estudiarse, conocerse y entenderse. Esta doble pertenencia al mundo moderno y al premoderno a la vez, implica la coexistencia de la “riqueza cultural” de Bolivia, pero también la permanencia de nuestros rasgos culturales más sórdidos.
  2. Los rasgos premodernos o de la “temprana modernidad” que subsisten son muchos, y Bolivia es un reservorio de ellos. Algunos patrones de comportamiento pueden ser considerados positivamente, y les llamamos costumbres, tradiciones, cultura de los pueblos indígenas; pero también muchas instituciones de la Europa premoderna perduran. Otros, en cambio, son más bien negativos. El decidir si un patrón de conducta que estructura nuestra sociedad es positivo o negativo, depende casi siempre de las valoraciones y pautas emocionales de quien los observa: por eso alguien puede considerar que, por ejemplo, el sacrificio ritual de una llama es un rasgo positivo porque es cultural; pero otra persona podrá valorar este mismo hecho como un salvajismo. ¿Quién tiene la razón? Yo, como persona relativamente moderna, creo que tiene razón aquél que observa una violencia innecesaria en la inmolación y el sufrimiento injustificado de la llama. Y así, probablemente muchos bolivianos observan conductas como esta como un resabio de irracionalidad; otros, en cambio, se niegan a abandonar prácticas así. Y otros, aún más, han sabido aprovechar la permanencia de estas conductas crueles, para encumbrarse socialmente, enriquecerse y henchirse de un pseudo prestigio como si fueran “héroes del pueblo”. Pero esto, sencillamente, se conoce como oportunismo.
  3. Los patrones de conducta premodernos son complejos, y no necesariamente malos, pero tampoco buenos. La historia no es un problema moral: no es el despliegue de un libreto repetitivo, donde unos son los buenos y otros son los malos. No: es mucho más que eso, y es por falta de marcos óptimos de análisis y entendimiento, que solemos reducirla a una historia del bien y del mal. Pero sabemos, todos sabemos, que los seres humanos somos seres contradictorios, plagados de vicios y virtudes, fallas y ejemplaridades. Si a eso se suma que el grupo al que obligatoriamente pertenecemos —por esa condición social por la que, justamente, existe la sociología—, ejerce siempre algún tipo de presión y poder sobre los individuos, podemos entender que no existen grupos buenos y grupos malos por esencia, por definición. Todo grupo humano es las dos cosas a la vez, sino muchas más. Tenían patrones de conducta y de pensamiento extraordinarios tanto los indígenas como los españoles: al mismo tiempo, eran gentes que vivían en mundos sórdidos de intolerancia, violencia y crueldad, que, por otra parte, eran normales en las sociedades premodernas.
  4. Es sólo la Modernidad, y el proceso de civilización que hizo posible su advenimiento, el espacio social y mental que ha hecho posible la pacificación de los grupos humanos, una pacificación que es, ya sea favorable a los individuos, o ya sea favorable a los grupos, sean poderosos o no. Es un aumento de la convivencia pacífica que, como personas nacidas y socializadas en el seno de la Modernidad, valoramos y deberíamos de defender. Reitero: aquí no hago un juicio de valor: la paz y la tolerancia son dos de las más importantes conquistas humanas debidas a la Modernidad, y las críticas al mundo moderno que no quieren aceptarlo, aparte de caer en una contradicción performativa, tienden a legitimar la violencia.
  5. Y ahí está el principal rasgo estructurante de la sociedad boliviana de hoy: la permanencia de múltiples formas de intolerancia, animadversión, odio y violencia entre unos y otros. No es que las sociedades modernas sean completa e inmaculadamente pacíficas: sólo digo, en base a grandes estudiosos de la humanidad y sus derroteros sociales e históricos, como Elias, Pinker o Dux, que las sociedades modernas son más pacíficas que las premodernas, y debemos celebrar todo aquello que contribuya a la convivencia pacífica y el cese de la violencia en todas sus formas de manifestación. Una sociedad de violencia cero nunca será posible: la muerte y el dolor son parte de la vida misma, y, producidos o no por los seres humanos, son inevitables. Pero sí es posible construir entornos sociales y personalidades más pacíficas y tolerantes. Esa es la gran apuesta de la Modernidad.
  6. Vuelvo, entonces, a Bolivia. La violencia no sólo que no disminuye, sino que aumenta, junto con el odio, los sentimientos de envidia, maledicencia, venganza, de satisfacción con el mal ajeno, y cosas así, típicas de nuestros orígenes cortesanos, corporativos y premodernos. Pienso, por ejemplo, en la descripción de Dickens, de cómo los habitantes del pueblo londinense de fines del siglo XVIII, disfrutaban, morbosamente, el espectáculo de los ajusticiamientos sádicos de los condenados por el sistema penal, sean culpables de algún delito o no: así siguió siendo en la Bolivia del siglo XX —mientras duraba la pena de muerte, los fusilamientos eran espectáculos populares—, pero lo es aún en la Bolivia del siglo XXI: ¿qué son sino los linchamientos, y aún más, qué es sino ese sentimiento perverso de catarsis colectiva cuando son apresados y condenados injustamente, los opositores al gobierno? Es el Estado del morbo popular, de los sentimientos negativos legitimados y desatados;  los líderes de la oposición son homo sacer o mulier sacra —como escribí en un ensayo anterior—: están ahí como víctimas sacrificiales de los bajos instintos de odio y venganza de aquel que no puede remontarse más allá de una personalidad dominada por sus emociones más abyectas, como en los linchamientos.  Añado: esto no es exclusivo del pueblo, de los pobres, de los seguidores de la izquierda. Está también presente entre los ricos, los seguidores de las derechas. Son tiempos de azuzamiento y legitimación de los odios y los desenfrenos. 
  7. Por todo esto, creo cada vez más que vivimos, en Bolivia, un proceso descivilizador, que, para sintetizar mucho, significa, básicamente, un aumento de la violencia, y discivilizador, término que se refiere a un aumento de la violencia y la represión desde el Estado, sobre los individuos. Esto también puede llamarse un aumento del autoritarismo, del terrorismo de Estado, pero no se trata solamente de un proceso desde arriba hacia abajo: es la propia gente, especialmente de aquellos sectores de las clases medias, las medias bajas y las bajas, que apoyan, con pasión desmedida, este tipo de políticas de odio y persecución. Pero nada bueno puede salir de una sociedad y un Estado así.  Vivimos, entonces, en tiempos sombríos, y solo la autoconciencia puede permitir que nuestra convivencia social sea cada vez más pacífica y menos violenta y de abuso de los derechos humanos. A esto le solemos llamar “democracia”, y es así. Pero mientras existan personas, y grupos, que piensan que la democracia es la sociedad de la venganza (aunque la llamen “justicia social”), y que solo las imposiciones de los de abajo generarán un mundo mejor (aunque le llamen “dictadura del proletariado”, “nuevo modelo civilizatorio”, “vivir bien”, “socialismo comunitario”, etc., etc.), nada bueno puedo surgir de una sociedad, y repito, de un Estado, así.

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