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El contexto de extrema polarización que vivimos desde hace algunos años ha generado una serie de desencuentros y conflictos entre quienes “piensan diferente”. Lamentablemente, el manejo inadecuado de algunos de estos episodios ha dado lugar también a situaciones críticas de alta tensión e incluso violencia, donde se han producido vulneraciones a los derechos humanos.

En la historia de nuestro país se conoce a varias organizaciones e instituciones que han asumido como misión la promoción y defensa de los derechos humanos, sin duda unas han merecido mayor reconocimiento que otras por la labor que han cumplido en ese cometido. Varios son los factores que determinan ese reconocimiento: su origen, los años de servicio, sus integrantes o representantes, su manejo y consistencia técnica, su alcance o cobertura, sus procedimientos, su eficacia en la reparación y otros, pero no podemos negar que su independencia es el factor clave para mantener legitimidad (voto de confianza) ante quienes han sufrido la vulneración de sus derechos y buscan subsanarlos.  

Desde hace varias décadas en el país, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos y la Defensoría del Pueblo han asumido un rol fundamental en la promoción y defensa de los derechos humanos, la primera hace más de 45 años desde la sociedad civil y la segunda hace más de 25 años desde el ámbito estatal. Ambas organizaciones reconocidas y valoradas por su aporte en la reivindicación de los derechos humanos de las y los bolivianos, con altas y bajas en su funcionamiento, con fortalezas y limitaciones en el cumplimiento de su labor, con aciertos y desaciertos en sus intervenciones, brindando su servicio a quien lo requiera, sin importar su origen, su pensamiento político, su formación, nivel económico, creencia religiosa u otro.

En el caso específico de la Defensoría del Pueblo, la eficacia de sus intervenciones y por ende el reconocimiento de su labor han estado estrechamente vinculados a la independencia que estableció su primera titular (Ana María Romero de Campero), con relación a las distintas instancias del poder estatal, constituyéndose la misma en un requisito indispensable para el cumplimiento estricto de sus funciones. Lamentablemente, de aquí a un tiempo atrás, este reconocimiento a esta institución ha ido mermando, ya sea por su acción u omisión, y sobre todo por la cercanía que sus últimas máximas autoridades demostraron con el gobierno de turno, primero David Tezanos y luego Nadia Cruz; De Pedro Callisaya, posesionado en septiembre del 2022, aún se guardan esperanzas de que, a través de su gestión, pueda recuperar la confianza y credibilidad de la población hacia la Defensoría. Resalto que todavía se tienen esperanzas porque luego de más de ocho meses de estar en el cargo, sin haber intervenido o sin haberse pronunciado sobre situaciones de vulneración de derechos suscitadas en ese periodo, hace una semana hizo público un informe en torno al caso del dirigente cocalero César Apaza, en el cual establece que el mismo habría sufrido “un trato cruel y degradante” el momento de su detención por parte de efectivos de la Policía, por lo que recomienda a la Fiscalía investigar los hechos y procesar al Fiscal a cargo del caso. Con este pronunciamiento, la Defensoría del Pueblo podría intentar salir de esa sombra de incertidumbre y desconfianza que en estos momentos la cubre. Pero todo dependerá de que su titular y los funcionarios que lo acompañan logren que las recomendaciones que emitieron a raíz de la investigación que realizaron en este caso sean acatadas por las instancias respectivas, puesto que de lo contrario se confirmará que su actuación no tiene autoridad, valor o peso en las instancias estatales, lo que le irá mermando más y más aún su institucionalidad.

En el caso de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, el reconocimiento a su labor ha estado relacionado también a su independencia en sus intervenciones, y es posible que en estos últimos años, por el contexto que hemos vivido, esa situación le haya cobrado factura, puesto que ante la poca o casi nula actuación de la Defensoría del Pueblo o de otras organizaciones similares, asumió posición en todos aquellos hechos en los que se denunciaba vulneración de derechos por parte de autoridades y funcionarios estatales, por lo que terminó siendo atacada, descalificada y observada. 

En estos momentos, la Asamblea ha sido tomada a la fuerza por un grupo de personas supuestamente afines al gobierno y la Defensoría todavía se encuentra sin lograr recuperar la autoridad moral que emanaba de su independencia. En estas circunstancias, la incertidumbre de cualquier ciudadano, que se ve violentado en sus derechos, es ante quién acudir para asumir su defensa y reparación.

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