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Como en todos los países del mundo que cuenta con la Defensoría del Pueblo en la estructura del Estado, la elección de su titular es sumamente rigurosa y está guiada sobre todo por los principios de legalidad y legitimidad.    

La Defensora o el Defensor del Pueblo tienen como principal función defender los derechos y las libertades fundamentales (individuales y colectivas) establecidas y reconocidas en la Constitución Política del Estado (CPE), leyes e instrumentos internacionales frente al accionar u omisión del Estado que provoque vulneración de esas prerrogativas. Por eso, en la Constitución boliviana se reconoce claramente como una institución de defensa de la sociedad ante la actividad del sector público e incluso de instituciones privadas que presten servicios públicos.

Es justamente por la naturaleza de su misión institucional que debe tener independencia en el cumplimiento de sus funciones y a momento de emitir su posición frente a cualquier vulneración de derechos, como nos decía Ana María Romero de Campero (+), Primera Defensora del Pueblo de Bolivia: “No somos neutrales, somos parciales con quienes han sufrido vulneración de sus derechos” o “no se dejen intimidar con la autoridad pública que es una responsable de esa vulneración”. Al respecto, nuestra Constitución señala enfáticamente que la Defensoría del Pueblo es una institución que no recibe instrucciones de ningún órgano del Estado.

El pasado viernes 23 de septiembre, fue elegido Defensor del Pueblo de Bolivia el ciudadano Pedro Francisco Callisaya Aro. Su elección fue noticia en todos los medios de comunicación, pero no por sus méritos, que sin duda los tiene, ni por la importancia del cargo o la gran responsabilidad que conlleva, sino por las circunstancias en las que se llevó a cabo su elección, las cuales pusieron en duda tanto la legalidad como la legitimidad de su nombramiento.

En cuanto a la legalidad, pese a quien pese, no se puede negar que el proceso de elección se desarrolló de acuerdo a norma. Pedro Callisaya estaba habilitado, fue el que mejor puntaje obtuvo en el proceso de selección, hubo cinco votaciones entre los cuatro postulantes que pasaron a esta fase, pero en ninguna se obtuvo los votos necesarios para alcanzar los dos tercios establecidos por ley. Fue en la votación del 23 de septiembre que, de acuerdo a la información que se conoce, logró obtener 95 de los 97 votos, es decir fue elegido por la mayoría de los presentes en la Asamblea Legislativa.

En este punto entra en discusión la legitimidad del proceso de elección. La oposición denunció que la votación fue manipulada puesto que la elección de esta autoridad no estaba en el orden del día. También se señaló que la votación fue entre asambleístas del oficialismo que se aprovecharon de la inasistencia a la sesión de asambleístas opositores (con licencia justificada o no) e incluso algunos mencionaron que Callisaya era el postulante del MAS, por lo que concluyeron que se eligió al Defensor del gobierno y no del pueblo.

Más allá de estar de acuerdo o no con los argumentos en favor o en contra que se generaron a raíz de estas circunstancias, es evidente que la forma en la que se desarrolló la votación le restó legitimidad al proceso de elección.

La legitimidad es una cualidad, una característica que se vincula generalmente a lo ético y es moralmente aceptable. En este caso en concreto, al haberse desarrollado la votación en esas circunstancias se terminó opacando el nombramiento y afectando la imagen del nuevo Defensor del Pueblo.

Esta situación trajo a mi memoria el proceso de selección que se realizó cuando Ana María Romero de Campero se postuló para su reelección, una vez que cumplió su primera gestión (2003). Resulta que de manera similar en ese proceso de selección se realizaron varias votaciones, pero en ninguna se logró obtener los dos tercios establecidos. Los congresistas del oficialismo de ese entonces estaban desesperados de obtener más votos para que doña Anita no ganara la votación. Recuerdo muy bien que Hugo Carvajal, ministro de Educación en ese momento, renunció al cargo que ocupaba para habilitarse nuevamente como senador ya que su suplente estaba en otra ciudad y no podía llegar a tiempo para la votación. Hasta ese momento todo el proceso era legal y legítimo, pero con solo esa acción (“maniobra política”) se restó toda credibilidad al proceso y al postulante que salió elegido.

Tuve la oportunidad de conocer al flamante Defensor del Pueblo cuando coincidimos trabajando justamente en la Defensoría del Pueblo durante las gestiones de Ana María Romero de Campero y Waldo Albarracín Sánchez. De acuerdo a mi percepción, es un profesional muy preparado, responsable y con mucha sensibilidad, atributos que personalmente considero fundamentales para el ejercicio de sus funciones.

Lamentablemente, en el caso actual, la forma en la que se desarrolló la votación para la elección y posterior posesión del nuevo Defensor del Pueblo, no fue la más adecuada y al único que perjudicaron fue a Callisaya porque al margen de la gran responsabilidad que conlleva sus funciones, tiene ahora como desafío recuperar la credibilidad de la población hacia la institución y adicionalmente, demostrar su independencia como máxima autoridad defensora de los derechos de la población frente al poder del Estado.

Esperemos que lo que ha ocurrido con esta elección no se repita porque estamos en un contexto donde la población ha perdido la confianza en sus autoridades e instituciones debido sobre todo a la falta de institucionalidad e independencia. Veremos qué ocurre más adelante con la elección del Contralor puesto que no faltó un asambleísta del oficialismo que, tomando como ejemplo lo ocurrido en este caso, advirtió a los asambleístas de la oposición que podría volver a suceder una situación similar.

Quienes tienen la responsabilidad de la elección de autoridades y realizan el debate político para concretarla, deben cuidar que las autoridades elegidas gocen de legalidad y legitimidad, evitando cuestionamientos que opaquen, desde su inicio, el ejercicio de sus funciones.

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