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Se supone que los seres humanos somos racionales. Lo somos, pero a veces. El título de “sapiens”, si bien correcto, suena como una gran ironía: a lo largo de la historia, no es la sabiduría la que ha primado o conducido a las personas para actuar; no es la razón, no es la reflexión calmada y contenida. Es la irracionalidad, el fanatismo, la sorda aceptación de los prejuicios, creencias o ideologías los que nos mueven.

Se suponía también, y quizás lo pensamos alguna vez en el siglo XX, que este siglo XXI, el gran siglo del progreso, de los avances tecnológicos, de las nuevas luces, sería el siglo más racional de todos, el gran siglo del futuro. Pero el futuro llegó, y ¡ay! la irracionalidad no se fue.

Pero lo que debemos pensar es que los equivocados fuimos aquellos que soñamos con un mundo feliz de personas racionales: tal vez las conductas irracionales no se irán nunca, seguirán ahí, porque son constitutivas de los seres humanos.

Y no digo que esté mal ni bien: es parte de nuestra naturaleza. Actuar sin pensar, incluso hablar sin pensar. No solo es algo necesario, es como realmente opera nuestro cerebro, porque toma sus propias decisiones aún antes de que un pensamiento “racional”, consciente, tome el mando o decida pausadamente si hacer o no hacer algo.

Si no fuera así, sucumbiríamos ante la duda, ante la parálisis de tanto pensar para nunca tener la certeza de qué hacer o no hacer. Sí, la irracionalidad, llamada de muchas otras formas (instinto, rapidez mental, decisión de actuar, impulso, etcétera) es necesaria para actuar y para sobrevivir.

Pero a pesar de que es inevitable el actuar sin pensar, y es una clave de la supervivencia, también sabemos que las conductas humanas no son todas del mismo tipo, y que a lo largo de la historia y de la geografía del mundo, miles, centenas de miles o millones de conductas y de respuestas humanas ante los fenómenos de la vida son posibles.

Algunos actuarán pacíficamente y otros lo harán violentamente. Y entre los dos extremos: la inacción absoluta y, por tanto, el pacifismo extremo, y la acción desenfrenada absoluta, y por tanto la agresividad extrema (aunque no solamente: también la euforia, el éxtasis, la pasión extremos), se desenvuelve una casi infinita cantidad de graduaciones de conducta. Es tarea de los sociólogos, justamente, el estudiarlas.

Pero aquí no escribo tanto como sociólogo, sino simplemente como alguien que empieza a vivir la tercera década del siglo XXI, y que se encuentra azorado no solo por la vigencia de las conductas violentas y extremadamente irracionales, sino por el grado de su expansión a lo largo del mundo.

En Alemania mucha gente (no todos los alemanes) marcha contra las cuarentenas porque asegura que Bill Gates es parte de una conspiración mundial, y que esta conspiración se expresa en la pandemia y en la imposición de cuarentenas. Por eso, según ellos, “el fin de la pandemia” será “el día de la libertad”, mientras cantan que “la mayor teoría conspirativa es la pandemia de coronavirus”.

A su turno, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no para de denunciar conspiraciones por todo lado, además de haber negado sistemáticamente la gravedad de la pandemia, y de echarle la culpa a la China de todos los males. Pero los chinos no se quedan atrás, y acusan a Estados Unidos de haber inventado el Sars-CoV- 2.

Si las dos potencias más grandes del mundo ingresan en semejante guerra de declaraciones alarmistas e irracionales, ¿qué podemos esperar del resto del mundo?

Muchos en muchas regiones lanzan el grito al cielo suponiendo que la tecnología 5G, apenas instalada en pocos lugares, es un factor de propagación de la Covid-19, confundiendo el mundo de las ondas electromagnéticas con el de los organismos biológicos.

¿Será que si escucho la radio me contagiaré de viruela? O si veo televisión, ¿me contagie de lepra? Sí, hay personas que no solo no saben algo, sino que no quieren saber, o que creen en una falsa verdad apocalíptica que se acomoda mejor a sus fantasías.

Ya en marzo de 2020 la periodista de CNN Angela Dewan sostenía que la pandemia de coronavirus “está sacando lo peor de la humanidad”, y ahora que escribo en agosto, le doy aún más la razón: el lado más oscuro de los seres humanos parece campear a sus anchas a lo largo y ancho del mundo.

 Dewan se refería a una mujer que en Australia en un forcejeo por papel higiénico le clavó un cuchillo a un hombre. A un estudiante de Singapur, de origen chino, que fue masacrado en las calles de Londres y luego abandonado con el rostro fracturado. O a los cruceros que en la isla Reunión eran atacados con insultos mientras se les lanzaba rocas. Y no importó, añade Dewan, que ninguna de estas personas tuviera algo que ver con la pandemia de Covid-19.

Dewan concluía: “Los incidentes irracionales y egoístas como estos son probablemente la excepción, no la regla, pero una mentalidad de todo para sí mismos, o para cada familia, incluso cada país, parece estar creciendo, poniendo en tela de juicio la capacidad del mundo para unirse y frenar la propagación del coronavirus”. Pasados cuatro meses, daría la impresión de que la excepción se está volviendo la regla en muchos sectores de la población mundial.

En abril, el abogado argentino José Luis Laquidara escribía: “El egoísmo, la falta de solidaridad y la especulación sin límites, sumados al desinterés por el prójimo, son el caldo de cultivo de las peores enfermedades sociales, frente a los cuales cualquier virus puede resultar inofensivo a largo plazo”. Más allá de ser una enfermedad social, es un estado de cosas: muchas personas o no pueden contener sus actitudes agresivas, o simplemente no quieren hacerlo.

En agosto de 2020, en Bolivia no solo que el número de contagios con Covid-19 crece cada día: también crece la intolerancia de muchas personas, especialmente pertenecientes a los sectores populares, notoriamente impulsadas por sus dirigentes corporativos.

Un bloqueo de calles y carreteras, decidido por la Central Obrera Boliviana, federaciones y sindicatos, no solo impide la circulación de automóviles, sino que implica violencia. Los ataques contra ambulancias y personal de salud, que ya comenzaron en 2012, se potenciaron a fines de 2019, hoy son permanentes: las ambulancias son apedreadas, asaltadas, embestidas, destruidas. Los carros que transportan garrafas de oxígeno, tan necesarias para salvar la vida a los enfermos graves de Covid-19, son violentados y detenidos. En Cochabamba, una vez más se impide a los carros basureros llevar la basura al botadero municipal.

Los motivos de estos ataques podrían ser entendibles, por cuanto las condiciones de pobreza, de falta de buena atención en salud, de trabajo y otras necesidades sociales implican una postergación de amplios colectivos humanos. Sí, pero esta vez no se bloquean los caminos por eso: se pide, más bien, la realización de elecciones el 6 de septiembre, cuando se sabe que el nivel de contagios de Covid-19 puede dispararse aún más que la curva ascendente que ya se despliega. En fin: la irracionalidad de estos bloqueos y estos ataques nunca ha sido vista, porque el motivo de la revuelta es muy difícilmente justificable.

La irracionalidad de las conductas humanas y sus consecuencias violentas no están circunscritas a una clase social o a un solo tipo de personas. Pueden florecer en entornos sociales donde unos y otros se dan cuerda, propagan rumores y aumentan el pánico, cuando los imaginarios de miedo, de frustración, de temores fantasiosos, desencadenan conductas desenfrenadas, como ya lo estudió Bronislaw Baczko.  

En el momento en que escribo, hay personas que justifican los bloqueos diciendo que no importan que mueran personas, con tal de que las elecciones se realicen el 6 de septiembre, porque según estas “es un sacrificio que hay que hacer”. ¿Tan importantes son unas elecciones? ¿Tan importante es el sueño del poder? La irracionalidad humana en el 2020 parece no tener límites: para muchos, las vidas no importan nada… y sí importan sus fantasías.

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