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América Latina, Bolivia, Cochabamba, estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes: sumidos en un torbellino de explicaciones fantasiosas, dominados por ideologías, por sinrazones, por dogmas sectarios, por falsas ideas de lo que la historia, el ser humano, el mundo, la realidad, son, o se cree obstinadamente que deben ser. Atrapados por las mentiras que no sólo nos contamos a nosotros mismos, sino por las mentiras que, de manera muy convenienciera, administran los mercaderes de las ilusiones violentas: los políticos, los caudillos y mafiosos capos mandamases de nuestras tierras.

Es tierra de tropelías y embustes, América Latina, Bolivia, Cochabamba, estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes. ¿Lo son otros lugares del mundo? También. No es original, no es excepcional. Pero en América Latina amamos las mentiras políticas, fabricadas, contadas, distribuidas e implantadas en cerebros y almas rotas con tanta seguridad, con tanta impunidad, que hacemos de su culto el sentido de las cosas.

La violencia. Ella podría ser el sinónimo de América Latina, Bolivia, Cochabamba, estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes. Y no es que todo sea violento e irascible en nuestras tierras: por supuesto que no, porque el proceso de la civilización, que aquí sólo diré que produce paz, autocontroles y comedimientos hacia el otro, existe también en América Latina. No somos bárbaros: pero no siempre, no en todos lados, no en todas las reacciones y requerimientos diarios. Violentos y civilizados, pacíficos e intolerantes, energúmenos pero callados: todo tipo de mezclas raras y de contradicciones son posibles en estos suelos latinoamericanos y bolivianos.

Amamos los mitos: pero los mitos no son mentiras, no son falsedades: operan en otro plano de la verdad, del conocimiento humano, y, al igual que el buen arte, los poemas y los cuentos maestros, son capaces de generar discernimiento más allá de sus ficcionales recursos. No hablo, por eso, de los mitos, aquellos que, a golpe de generaciones y percepciones alteradas, pero ajustadas, de la realidad del mundo, hemos construido a través de los siglos. No hablo de los mitos: hablo de las tradiciones inventadas, de los discursos de odio, de los dogmas políticos, de las pseudoexplicaciones “científicas” del orden social y sus derroteros. Es algo más prosaico: unos cuantos dirigentes o intelectuales presuntuosos decidiendo lo que debemos pensar y cómo debemos obrar, disponiendo, desde el poder, que esto se cuele en las aulas escolares y universitarias, en los medios de comunicación, en la propaganda de gobierno, en las conversaciones un tanto descarriadas de aquellos que se refuerzan mutuamente, a suerte de sesgos de confirmación, sus incongruencias mentales, que se manifiestan como intolerancia, fanatismo, imposición, agresividad: en suma, violencia.

Si América Latina, Bolivia, Cochabamba, estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes, siempre fue así (con valorables matices, porque nunca nada es absoluto, y digo esto solamente con fines retóricos), parecería que hoy las cosas van empeorando. El poder de los medios sociales digitales facilita la transmisión inmediata, irreflexiva y colérica de todo tipo de invenciones y rencores descontrolados. El acceso a estos mensajes coléricos y furibundos está al alcance de cualquiera a través de los celulares, y el contagio energúmeno crece y crece, especialmente entre los sectores menos educados de la población. Se suma a esto todas las formas de pobreza, de niñeces difíciles y maltratadas, de carencias materiales, pero también de estímulos intelectuales en las tempranas infancias, cosas que generan adultos renegados, autojustificados en el ejercicio de sus violencias, soliviantados por el poder adquirido en la masa, en el influjo del grupo enardecido: es la mentalidad del linchamiento diario, de la soberbia vacía del efecto Dunning- Kruger, de las políticas de Procusto. En pocas palabras: la arrogancia, la ignorancia atrevida, la envidia y las pequeñas venganzas de aquellos que, venidos a menos, se sienten máximos, y no sólo con derechos (lo cual es valorable), sino con privilegios. “Muy bien: ¿ustedes tuvieron privilegios antes? Ahora nos toca a nosotros tenerlos, y hacer uso y abuso de ellos”, parecen razonar y justificar sus odios y agresiones.

El cerebro humano es terreno fértil para sembrar de todo: siembra disparates, y tendrás disparatados; siembra ideas, y tendrás personas que piensan. Siembra sensibilidad, tendrás personas sensibles; siembra simpatía, y tendrás personas simpáticas, es decir, que sintonizan emocionalmente con otras. (Y no digo “empatía”, porque aprendí esto de mi admirado Marco Aurelio Denegri: es simpatía, exactamente). Es lo que cambia las sociedades, y que solemos llamar, de manera un tanto esquemática, educación. Pero bueno: en América Latina, Bolivia, Cochabamba, en estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes, parecería que esa educación auténtica, profunda y transformadora para una suma positiva, cada vez más, escasea.

América Latina, Bolivia, Cochabamba, estos campos, estos barrios, estas calles, estas gentes, aunque tierras de prodigios y de milagros, son, tristemente, también tierra de dolores y sufrimientos causados por aquellos que suponen que luchan contra dichos dolores y sufrimientos, y por el poder de sus fanatismos, no sólo no los extinguen, sino que consiguen generar más y más nuevos dolores y sufrimientos humanos, y luego verse atrapados por sus propios odios y venganzas sin encontrar más salidas que no sea incrementar su odio y espíritu de venganza. Y no hay remedio, como decía hace más de 400 años, el buen Felipe. ¡Y parece que no hay más remedio!… ¿o lo habrá? Siempre podría haberlo. Amanecerá, y veremos.

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