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Hace unos días, como comentario a mis artículos “El gigante que nos lleva en sus brazos” y “Amor a la inteligencia artificial”, Rodrigo Alejandro Solares Acevey me dejó el siguiente comentario en Facebook, por el que me encuentro muy agradecido:

¿Qué puede saber sobre el amor una caja negra de determinación aleatoria y contingente? Me da la impresión que se pide mucho a una máquina que pega y cola retazos de lo que humanos con alma hablaron alguna vez sobre el amor. Pero ¿habla acaso esa máquina desde algún sufrimiento amoroso, desde una pasión de amor? Habría que pensar y repensar el asunto, pero consultar por el amor a algo que en absoluto tiene una experiencia siquiera cercana a lo que llamamos 'amor' me parece fuera de lugar e ingenuo. Y ni siquiera es que sea un asunto de las IA. Bien podríamos haber hecho el mismo ejercicio cortando y pegando pedazos de enciclopedias y diccionarios. No se necesita la 'IA' para vivir como máquinas. Del amor, como de otras pasiones, solamente se puede hablar por la experiencia, a través del alma.

El comentario de Rodrigo Alejandro me parece enormemente sugestivo, por lo que quiero otorgarle una respuesta detenida y sentida.

Estoy completamente de acuerdo contigo, Rodrigo, sobre la inmensurable importancia y profundidad del amor. Sólo haré una precisión: el ensayo encargado sobre el amor a Chat GPT, que luego publiqué y comenté en mi columna, no tenía por objetivo el amor en sí mismo: simplemente fue un ejercicio para saber cómo responde la IA a un tema, como tantos y tantos otros temas, respuestas, ensayos y columnas que se están escribiendo de esta manera. El amor era el pretexto para reflexionar sobre la inteligencia artificial, pero no cualquier pretexto: pensé que sería uno especial, necesario, y que las respuestas del chatbot podrían ser –o no— una inspiración, una ayuda. Del pretexto de prueba pasé a la admiración: como tantos otros cientos de miles de respuestas, la IA me dijo cosas plausibles, reflexivas, quizás no con la profundidad que implica “algún sufrimiento amoroso” o una “pasión de amor”. Un chatbot no tiene alma: ¿cómo puede sentir, y si quiera entender, aquello que sólo es posible cuando el alma tiembla en el encuentro de dos que, al mirarse, descubren el “dulce veneno” y el tormento feliz, y se aman?

Las cosas no aman, las inteligencias artificiales que son cosas, no aman. Por supuesto que no pueden responder qué es el amor, como ya le pasaba al Leñador de Hojalata, que luego de estar gimiendo más de un año sin que lo oyera nadie, aceitado por Dorothy y ayudado por el Espantapájaros, les contó que también quería ir donde el Mago de Oz, para que le pusiera un nuevo corazón en su cuerpo de lata. El Espantapájaros le dice que el elige tener un cerebro, pero el Hombre de Hojalata, quien ya tuvo cerebro y corazón, prefiere este último, porque, luego de haberse convertido paulatinamente en un hombre de hojalata,  ya no podía sentir el amor que un día sintió por su amada, la joven Munchkin, porque perdió su corazón:

“Fue terrible mi sufrimiento, pero durante el año que pasé allí tuve tiempo para pensar que la pérdida más grande que había soportado era la carencia de corazón. Mientras estaba enamorado fui el hombre más feliz de la tierra; pero el que no tiene corazón no puede amar, y por eso decidí ir a pedir a Oz que me dé uno. Si lo hace, volveré a buscar a la niña Munchkin y me casaré con ella”.

Tal vez la lección de Chat GPT es la misma que nos da el Leñador de Hojalata.  El Espantapájaros, con su cabeza llena de paja, sueña con tener un cerebro, porque “un tonto sin sesos no sabría qué hacer con su corazón si lo tuviera”. Pero el Leñador le replica: “Yo prefiero el corazón, porque el cerebro no lo hace a uno feliz, y la felicidad es lo mejor que hay en el mundo”.

Como Dorothy, guardamos silencio ante esta difícil disyuntiva: ¿cerebro o corazón? Ambos son importantes, pero, ¿cuál lo es más? Dorothy “ignoraba cuál de sus dos amigos tenía la razón”. El Leñador se cuida de no ser cruel y no hacer daño a nadie, por la ausencia de su cordial órgano. En cambio, los que tienen corazón “tienen algo que los guía y no necesitan equivocarse”. Pero el que habla, el Leñador, es ya, a esas alturas, una cosa: un hombre cosa, un hombre de hojalata. Pero, al igual que el chatbot, nos enseña a los que, a diferencia de él y su triste suerte, sí poseemos ese “saltador” (por su raíz sánscrita), esa gacela interior que reacciona desde nuestro pecho con emoción y sensibilidad, por tanto, con amor.

Así comienzo a responder el motivador comentario de Rodrigo Alejandro Solares Acevey. No se trata de pegar pedazos de enciclopedias, como de pedazos de lata estaba hecho el Leñador. Tampoco es una pregunta “fuera de lugar” o “ingenua”, como la conversación del Espantapájaros que prefiere tener sesos, porque también ese pobre hombre sin alma, sin corazón, (porque el corazón también es el alma), es capaz de respondernos a los que sí tenemos inima, como se llama el corazón en rumano, palabra que viene del latín anima, el alma.

Pero Rodrigo concluye: “Del amor, como de otras pasiones, solamente se puede hablar por la experiencia, a través del alma”. O quizás se puede hablar, y más aún, experimentar amor –¡porque de eso se trata!: ¡no de pensarlo, si no sentirlo!—, como el Leñador que perdió todo su cuerpo, y que, después de realizar una larga travesía sin corazón, es capaz de recuperarlo y volver a sentir ese amor que un día palpitó en el centro mismo del alma.

Por eso aprendí del chatbot. Como aprendimos del Hombre sin Corazón, porque quizás, también nosotros perdemos, en la vida, el alma. Pero el verdadero amor aparece, se revela, cuando en nuestro maltrecho y oxidado cuerpo de lata, vuelve a brillar un corazón, lleno de vida y de emoción, de colores, a través del alma.

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