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Nuevamente (y casi de la misma manera que en noviembre de 2019), durante este mes de agosto hemos pasado por un conflicto complejo que ha mostrado diversas facetas de lo peor de la política boliviana.

Por un lado está una facción a la que parece no importarle absolutamente nada por recuperar el poder; que ha perdido cualquier raciocinio, vocación democrática y sobre todo un sentido de humanidad y solidaridad, disfrazando su accionar con una supuesta lucha por la democracia, la vida y la salud. Realmente una impostura y cinismo sin medida, como fue y es su costumbre.

Por el otro lado, sobró el cálculo político, pensando más en las elecciones que en la gestión adecuada del conflicto y la correcta administración pública. Parecía que estaban cuidando la escasa preferencia electoral que les quedará para permanecer vigentes en el escenario público.

Y de ese lado de la acera no parecen haberse dado cuenta de que la cima de la ola desapareció desde el momento en que varios sectores de la ciudadanía se sintieron traicionados por la forzada postulación; que se acabó de caer, por los tantos tropiezos que dieron, por los hechos de corrupción (que no los diferenciaron de los anteriores); por las palabras demasiado amenazantes y rimbombantes de ciertos operadores y finalmente porque la mayoría se dio cuenta de que ciertos actores políticos son mejores empresarios, hacendados e inversionistas que gestores estatales.

Y preocupan los discursos y las acciones que acompañan, que están cada vez más presentes desde octubre hasta ahora, los cuales solo nos muestran el fondo de la lamentable realidad en la que vivimos las y los bolivianos.

Mucha gente podrá poner en alto los aspectos positivos de nuestra abigarrada sociedad, que son muchos. Sin embargo, pareciera que cada vez se van diluyendo más. Todo lo negativo está confluyendo e ingresando a una olla de presión, que no sabemos en qué momento explotará.

Se creía que luego de décadas de conflictos por los problemas estructurales que nos aquejaban, y que se fueron profundizando a finales de los años 90 del siglo pasado, se tendría un punto de quiebre. En primer lugar a partir de un cambio en los actores gubernamentales, que contaron además con el apoyo de un gran caudal electoral, que mostraba que la gente quería soluciones.

Por otro lado, con la aprobación de una Constitución que, a pesar de todo, parecía que respondía  a la realidad de nuestra sociedad y que se resume en su artículo 1. “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”.

Se abrigaba la esperanza de que nuestro país, a partir de su nuevo comienzo y todo lo que ello sumaba, se encaminaba a nuevos derroteros, a trabajar por romper las viejas estructuras, las taras y pesos que nos anclan a nuestro pasado amargo y derrotista.

La constitucionalización de los derechos humanos nos ponía a la vanguardia no solo en la región, sino en el mundo. La visibilización, integración y reconocimiento de los derechos de las naciones y pueblos indígenas quebrarían las famosas palabras de Felipe Quispe, cuando defendía su lucha armada: “Para que mi hija no sea tu empleada doméstica”. Rompería la servidumbre del pueblo guaraní, haría olvidar el racismo y discriminación que indígenas de tierras bajas y altas sufrían en una sociedad hipócrita e intolerante, atada a su pasado colonial y elitista. Permitiría comenzar a construir una sociedad diversa, pero respetuosa del otro, una sociedad plenamente democrática, en un sentido pleno. Consentiría por fin despegar económicamente para beneficio de todos y todas, respetando a nuestra tierra, nuestra patria.

Empero, no sé en qué momento toda aquella burbuja de jabón explotó en nuestra cara. Y nos mostró una realidad triste, desesperante, frustrante, inexplicable, de la que varios hombres y mujeres seguramente quisieran abstraerse, escapar, porque ven una sociedad fraccionada, casi destruida y un país a poco de ser considerado inviable.

Trompetas de guerra civil han sido tocadas e impulsadas por algunos, sin medir el dolor, la destrucción y el luto que una cosa así traería a nuestra patria. Valdría la pena que alguien les ayude a repasar la historia de luchas fratricidas que la humanidad ha contado por cientos y cuyas resoluciones solo trajeron heridas que hasta ahora no cicatrizan.

Otros han impulsado el uso de la fuerza; pero no con el ánimo de mantener el Estado de Derecho, sino con la intención de eliminar al otro, extinguirlo de la faz de la tierra, acompañando su horrible intención con dolorosas palabras de racismo y discriminación.

Basta hacer un repaso de las publicaciones en redes sociales para asustarse del cruce de adjetivos entre partidarios de unos y otros o monólogos que inclusive llegaron a exaltar figuras de dictadores nacionales e internacionales que buscaron “soluciones finales” contra sus enemigos.

Y para echar más gasolina al fuego, un presidente cívico mostró su faceta extremista sobre la cual ni siquiera rectifica o se avergüenza, sin pensar que en esta lucha no habrá ganadores sino todos y todas seremos perdedores con consecuencias nefastas para el futuro de nuestros hijos e hijas.

No queda más. Debemos ganar todas y todos. Si alguien piensa que su facción vencerá y alguno de los grupos será exterminado para vivir en una presunta paz y armonía, pues se encuentra muy equivocado. Si algún iluso cree que los miembros de los pueblos indígenas de pronto desaparecerán o cambiarán su manera de sentir y pensar o que, de pronto, se restituirá el Tahuantinsuyo que tuvo sus luces y  muchas sombras, y que la historia nos demostró que no fue el paraíso o una panacea de virtudes, pues no, ese al parecer no es el camino, por lo menos no el que respeta los derechos humanos, la democracia  y la dignidad de la persona.

Si los partidos piensan que la extorsión, la violencia, el cálculo o el caos les otorgan mayores adeptos, hay que comunicarles que esa fórmula nos acerca mucho más al peor escenario.

En ese entendido, como señala el título de esta columna, el único camino son los derechos humanos, como base de la conducta de gobernantes y gobernados; la democracia, como el instrumento de diálogo y concertación para el bienestar de todos y todas, y el estado de derecho, no de corte liberal, sino el estado constitucional de derecho, aquel donde la norma fundamental se convierte en la herramienta y la brújula que nos permiten vivir en sociedad y colocan las reglas claras, para que principalmente el poder tenga su límite.

Por ello estamos convencidos de que el siguiente gobierno tendrá la titánica tarea no solo de evitar la vía del desastre, que demasiados anhelan, sino justamente de debatir sobre los grandes problemas estructurales que Bolivia y su gente tienen. Tendrá que encontrar caminos de solución y establecer hojas de ruta para su tratamiento, evitando poner debajo la alfombra todo aquello que generalmente como sociedad, no nos place hablar o poner en evidencia.

Nuevamente tenemos la oportunidad de aprovechar este conflicto para una vez más brotar de las cenizas, pero esta vez esperemos que no nos defrauden nuevamente, y de aquí a unos meses se repitan un noviembre de 2019 o un agosto de 2020.

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