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En los últimos años han aparecido un sinfín de aplicaciones y páginas de internet con contenidos que aparentemente son muy útiles porque te explican y te guían paso a paso para realizar diferentes acciones de la vida cotidiana.

Es común encontrar artículos y tutoriales con títulos como: “¿Qué tan seguido deberías lavar tu sostén y cómo hacerlo?”, “Cómo escribir un mensaje de cumpleaños”, o aplicaciones tan absurdas como Sombrica que te avisa dónde hay lugares de sombra para parquear tu auto.

Pero, ¿realmente necesitamos que alguien, una página, una aplicación, nos diga cómo hacer estas cosas? A mi parecer, muchas de estas páginas simplemente ponen por escrito lo obvio, lo que ya sabemos, o deberíamos saber por puro sentido común o porque lo aprendimos de nuestras madres y abuelas.

Hace unos días abrí mi Facebook y entre la cantidad de publicidades que siempre me salen, una de ellas me llamó la atención por ser terriblemente absurda. Decía lo siguiente: “Hola, somos fabulosos. Y usamos la ciencia para mejorar tu bienestar.” A continuación, se veía el siguiente post, no solo con letras a todo color y casillas para hacer un cheklist, sino también con una serie de elementos, de forma y contenido que realmente no pude dejar de notar y describo a continuación.

CÓMO ORDENAR TU SALA

  1. Limpia los pisos
  2. Deshágase de los desechables
  3. Pregúntese ¿Qué no pertenece aquí?
  4. Arregla tus cojines
  5. ¡Riega esas plantas!
  6. Limpia tus superficies
  7. ¡Pasa la aspiradora!
  8. Prepara una taza de té (Emoticón de carita feliz J)

Los puntos siete y cinco de la lista tienen signos de admiración –no sé si están remarcados porque esas son las tareas más importantes a la hora de ordenar una sala, aquellas que la aplicación cree que podría pasar por alto u olvidarme, o las que debo leer escuchando la voz de mi mamá regañándome: “¡Riega esas plantas!” , “¡pasa la aspiradora!”.

Uso indistinto de las voces. A veces la aplicación me trata de tú y otras de usted. Puedo pensar que es una pésima traducción al español o imaginarme que al algoritmo de Facebook le genero las mismas dudas que a varios mortales, y que, por más que lee mis publicaciones, tiene acceso a mis conversaciones, mira mis fotos, averigua mi edad, mis hobbies y está al tanto de mis emprendimientos, viajes y ocupaciones, aún no identifica si mi perfil corresponde al de una muchachita aventurera y soñadora, o al de una señora, muy aseñorada –con muchos remiendos sin una pulgada– cuyo principal propósito en la vida es tener la sala siempre limpia y arreglada, por si llegan visitas inesperadas.

En fin, pensé que no me haría ningún daño probar cómo sería ordenar mi sala siguiendo escrupulosamente esta guía para Dummies.

Limpié el piso. Con mi escobita nueva barrí todos los rincones, debajo de la mesa y los sillones. Barrí también algunas de mis pecas y unas mentiras pequeñas.

Luego intenté deshacerme de los desechables, pero no encontré ninguno alrededor, es más, tuve que preguntarme: ¿A qué se refiere esta aplicación con los desechables? Supuse que a los recipientes de plástico y cartón que quedan de recuerdo cuando uno ha terminado de comer sus fideos chinos o su hamburguesa frente al televisor. Lamentablemente, ese punto no aplica en mi vida y menos en mi sala, porque soy de esas personas que todavía prefieren cenar en la mesa del comedor, ya sea sola o en compañía, que frente al televisor.

El tercer punto fue bastante difícil de llevar a cabo, porque cuando me hice la pregunta: ¿Qué no pertenece aquí?, se abrió y se apresuró a responder cantando mi corazón. No me quedó más remedio que preparar la taza de té del punto ocho con anticipación y sentarme a escuchar su canción. Me cantó un par de tangos nostálgicos, una salsa cubana y una bachata enamorada.

Con su pequeño ukelele y los acordes graves de su voz, me llevó, sin equipaje y sin mayor explicación, a una noche húmeda y cerrada, a orillas del Río Negro en Cundinamarca, donde cantaban las cigarras, el río corría más rápido que deprisa y la brisa llegaba suave, oliendo a selva, oliendo a vida.

Después de esos cantos de la memoria, me costó mucho volver a la tarea original, tan pesada y aburridora. De todas maneras, desperté del ensueño y llevé los legos de mi hijo a su habitación y las horquillas de mi cabello a la latita rosada que un día contuvo pequeños dulces de menta y ahora habita en mi tocador.

Arreglé fácilmente mis cojines de Frida, dándoles unos golpecitos con mucho cuidado para no desbaratar las trenzas y flores de su hermoso tocado. Y aunque la aplicación no me lo dijo, doblé también las mantas y mantillas que me abrazan y me abrigan en las noches más frías. Enrollé cuidadosamente mi mat de yoga. Guardé mis palillos y ovillos de lana en la canastilla. Añoré por un instante poder regocijarme en el calor y el fuego de una chimenea.

Regué mis plantas. Aunque a los cactus todavía no les tocaba, mi planta de café y mi palmera estrella me sonrieron complacientes al escuchar el agua. Aproveché también de regar algunas ideas. Dejé a un lado la regadera. Me senté con un bolígrafo y un cuadernito en la mano y empecé a hacer garabatos. Entre notas, palabras sueltas, dibujos, rayones y borrones, se me fue la tarde entera. ¡Cada vez se me hace más difícil retomar la faena!

Con un atardecer precioso de fondo, limpié con un trapo las superficies, mis superficies. Di una vuelta minuciosa por la sala y aproveché de darla también por mi alma. Desempolvé la mesita de café, la cajita con lavanda, el florero de cerámica, y el “san router” que no puede faltar en ninguna casa. Pasé el trapo por el televisor, La Noche Estrellada de Van Gogh y ese platito pintado a mano que me recuerda a La Habana y a un amor que rápidamente naufragó.

Desempolvando con empeño, llegué al gran ventanal. Me quedé mirando la noche y las lucecitas amarillas trepando rápidamente y sin tregua por las laderas de la ciudad. Me invadió un sentimiento de vacío y desolación. Una incertidumbre tan clara como esa luna blanca colgada en el cielo. Tuve ganas de llorar.

Revisé mi lista y verifiqué que ya tan solo me faltaban dos puntos. Me imaginé que pasar la aspiradora, a estas alturas, cuando ya había barrido el piso y desempolvado los muebles y recuerdos, serviría, tan solo para desaparecerlo todo. Lo desaparecí todo: muebles, cuadros, lágrimas, polvo, recuerdos, pensamientos insensatos, horquillas, amores, desamores y cabellos enredados.

Cuando la sala estuvo completamente desaparecida, tomé un largo y hondo suspiro de alivio. Repetí el punto número ocho, mi punto favorito, sin ningún reparo. Me preparé una taza de té, me senté en el piso, junto al fuego de mi chimenea imaginada y me sumergí en el vapor perfumado de té negro y aceite de bergamota.

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