Por Verónica Ormachea para Guardiana (Bolivia)
I
¿Por qué hemos tenido que ser víctimas de esta situación? ¿Por qué nos tuvo que tocar a nosotros, a mí, a mí familia, a mí generación más aún cuando vivíamos felices? Nosotros vivíamos tan tranquilos y seguros, que pensábamos que nada nos ocurriría ni faltaría. No sé por qué, siempre vivimos con la sensación de que nunca nada nos va a pasar. Y, no es que nos creamos inmortales, si no, intocables. De pronto, sin embargo, la vida nos sorprendió.
De la noche a la mañana, nos vimos con la muerte rondándonos, tocándonos la puerta a cada minuto. La humanidad fue atacada por un virus mortal: la Covid – 19, una peste desconocida que no se ha podido controlar y de la que han surgido nuevas cepas también mortales.
Para evitar los contagios y muertes, el gobierno nos ha obligado a quedarnos en casa donde vivimos encerrados, asfixiados, desesperados, dándonos cabeza con cabeza y viviendo una tensión insostenible. Ayer saqué a mi perro a pasear, y en mi barrio, encontré un tanque del ejército con hombres armados vestidos con traje de campaña que de un grito me hicieron volver a mi casa.
¿Cuánto tiempo más podremos aguantar esta situación? Solo podemos salir una vez por semana al supermercado y cuando lo hacemos debemos ponernos un traje parecido al de los astronautas y tomar estrictas medidas de seguridad. Esa es nuestra “gran” salida semanal ya que tenemos terror a contagiarnos. No nos queda otra alternativa que adaptarnos a la nueva realidad.
Las noticias son escalofriantes. Miles mueren al día. Los hospitales no dan abasto. Incluso países del norte han habilitado canchas de fútbol como clínicas.
Desde que estalló la pandemia, no puedo dejar de leer y ver las informaciones, incluso cuando voy a la casa de mis padres, lugar donde mi madre me dice: “Paula, no seas obsesiva”. Mis amigos me comentan que prefieren estar desinformados que vivir aún más deprimidos de lo que estamos todos.
Según la Biblia, las pestes llegan al mundo cada cien años. Y es cierto. La última fue la Gripe Española que mató a cincuenta millones de personas, cinco veces más que cuando la primera guerra mundial. ¿Nos pasará algo parecido?
El coronavirus nos está atacando sin piedad. Es como la muerte, que ante ella todos somos iguales. No respeta condición, sexo, dinero, edad, raza, a nada ni a nadie. Te contagias y puedes morir en pocos días. Es un enemigo silencioso, así como el cáncer. Pocos se salvan o son inmunes y muchos son asintomáticos que sin darse cuenta pueden contagiar a los demás. Incluso se comenta que la peste traerá hambruna. Lo único que sé, es que vivimos en una constante e incontrolable amenaza.
El mundo se paralizó y nosotros con él. Nunca fuimos tan vulnerables ni frágiles. Nunca tuvimos tanto miedo. Empezamos a conocer el miedo, la inseguridad, la incertidumbre. Algo que no habíamos experimentado antes porque creíamos que teníamos todo bajo control.
Ahora me doy cuenta de que no controlo nada; ni a mí misma. ¿Hay peor sentimiento que el no saber lo que va a ocurrir, más aún cuando tu vida y la de tus seres queridos están al borde del precipicio? Tampoco sabemos cuánto tiempo va a durar este mal. Incluso no sabemos si con la inoculación de la vacuna volveremos a la normalidad de antes. ¿Qué será de nosotros? ¿Seremos los mismos después de este castigo? ¿La sociedad, el mundo serán los mismos?
Estoy segura de que no. Prefiero blanco o negro, pero no gris, donde uno no sabe a qué atenerse.
No solo nuestra vida está en juego, sino que nuestro entorno es incierto. Las empresas están cerrando y echando a millones a la calle. La gente se está reinventando como sea, por el desasosiego a raíz de la falta de ingresos. ¿Mi padre y yo nos veremos obligados a reinventarnos? Porque parece que esta situación tira para largo, más aún porque vivimos en un país del tercer mundo y el gobierno es tan ineficiente y ha demostrado tanta indiferencia con el pueblo, que ignoramos cómo administrará la peste. En realidad nadie sabe nada ante esta situación inédita. Ni los gobiernos de los países del primer mundo.
Desde que trabajo en una compañía de publicidad, alquilo un pequeño estudio muy cerca de la casa de mis padres. Es pequeño, pero soy independiente y estoy contenta viviendo en él, lo cual me da independencia para estar con Pablo, mi novio, que es médico, aunque lo veo poco porque está anclado en el hospital. Vivir sola es lo que corresponde, más aún si lo hice cuando hacía mis estudios universitarios en Argentina.
Mi madre, sin embargo, me pide que vaya a vivir con ellos por la pandemia; pero principalmente por la situación de mi hermano menor al que le han diagnosticado sospechas de cáncer y aquello nos tiene muy angustiados. Unos médicos nos dicen que tiene un linfoma y otros dicen que no. Si así fuera, los que tienen esa enfermedad innombrable, tienen una condición y son más vulnerables a contraer el virus, por tanto vivimos con la Espada de Damocles, en una eterna amenaza. Es por esto, que paso mucho tiempo en la casa de mis padres para ayudar y acompañarlos. Incluso trabajo desde allí por vía internet. En las noches, sin embargo, vuelvo a mi estudio.
Mis padres y hermanos menores viven en una casa con jardín y dos perros. Tenemos una vida privilegiada gracias al trabajo de mi padre que es dueño de una empresa constructora que hace casas y edificios por doquier porque hay una suerte de boom de la construcción; aunque durante la pandemia, los obreros han dejado de trabajar.
II
Pasó un año desde que se inició la pandemia y los laboratorios fabricaron la vacuna en tiempo récord. El mundo se sintió aliviado y se llenó de esperanza. No había persona que no hubiera perdido un familiar o un amigo.
La vacuna llegó a Bolivia meses después y el gobierno empezó a vacunar por edades. Primero a los mayores y ahora les toca a los de mi edad.
Luego de leer en internet todo lo que hallé sobre el coronavirus, decidí que era parte del movimiento antivacunas. Que no sería conejillo de indias de nadie.
Tras tomar mi decisión fui a la casa de mis padres y les comuniqué que no me haría vacunar.
Se armó un lío familiar. Mi madre lloraba, mi padre trató de que cambie de opinión, pero les dije que confiaba en mi genética. Que si hasta la fecha no me había contagiado, no me pasaría nada.
- Hija, -dijo mi padre con autoridad-. Yo sé que eres mayor de edad y que eres dueña de tus decisiones y acciones. Pero no entiendo cómo no ves las cosas con claridad. Además, hay sospechas de que tu hermano está con cáncer, y, a pesar de que lo han vacunado, se puede contagiar.
- ¿Dices que puedo contagiar a mi hermano o a ustedes? Pero… si no salgo ni a la esquina.
- Es cierto, pero debes aprovechar que están vacunando a los de tu edad. La vacuna te protegerá de caer en el hospital. ¿Acaso no te das cuenta de que hemos esperado durante un año y medio que lleguen las vacunas? Llegan y no quieres ir a vacunarte. Hay gente dispuesta a pagar lo que sea o viajar donde sea a vacunarse y tú te niegas a hacerlo. Te ruego, que vayas a hacer la cola. Sé razonable.
- Lo que haga la gente con sus vidas, me tiene sin cuidado. No iré porque me puedo contagiar en la fila. Prefiero tomar las medidas de seguridad que puedo controlar. Además, si me inyectan la Astrazeneca, me pueden dar coágulos y contraer un efecto secundario. Aun no se sabe mucho de las vacunas.
- Pero, ¡aquí están poniendo la Sinopharm! ¡Es más arriesgado no vacunarse, hija! Hasta Pablo nos ha comentado que algunos médicos que han recibido las dos dosis, han muerto.
Pablo encontró unas horas libres y fue a ver a Paula a su estudio y como de costumbre la besó.
Pasaron unos días y a Paula le empezaron los dolores de cabeza, le dolían las articulaciones, la garganta, tosía sin parar, estaba con una fiebre muy alta y le costaba respirar. Tomaba paracetamol a mansalva, pero se seguía sintiendo muy mal. Estaba segura de que tenía un resfrío muy fuerte y se quedó en cama. Cuando se lo comentó a Pablo, fue de inmediato a verla. Ella recién tomó conciencia de la situación. Su novio la auscultó, identificó los síntomas, avisó a sus padres, y rápidamente la llevó a terapia intensiva donde pudo conseguir una cama en un pasillo. Pero ya era tarde.
VERÓNICA ORMACHEA
Es escritora y periodista boliviana. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua correspondiente de la Real Española (RAE). Silla M. Escribió Los infames, Los Ingenuos. Con este libro fue finalista del Premio Nacional de Novela de Bolivia y merecedora de la Mención de Honor, Entierro sin muerte- El secuestro de Doria Medina por el MRTA. coautora de El Che (miradas personales con otros escritores bolivianos). Recibió el premio Franz Tamayo a la Creación Intelectual del Premio Nacional de Periodismo; a la Escritora más Destacada del Ministerio de Culturas de Bolivia, entre otros. Fue jurado del Premio Cervantes; del Premio de poesía en Bolivia de la Fundación Neruda; Premio Nacional de Periodismo escrito y de otros premios literarios. Se graduó de American University, (Wash, DC.) Realizó estudios superiores en la Universidad de San Simón, la Sorbona y Harvard (Kennedy School of Government). Desde 1999 es columnista regular de la prensa boliviana e internacional.
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