0

Las doctoras en Ciencias Jurídicas Isabel C. Jaramillo Sierra y Lina F. Buchely Ibarra nos dicen hoy: Los últimos años han sido el escenario de feroces denuncias sobre la violencia sexual. La revista Time reconoció al movimiento #MeToo como personaje del año 2017 por su impacto en redes sociales y su capacidad para desestabilizar los mercados laborales en los Estados Unidos (Zacharek, Dockterman y Edwards, 2017). Las actrices de Hollywood se vistieron de negro en la ceremonia de los Globos de Oro en enero del 2018 para denunciar el acoso sexual en sus trabajos (Lee, 2018). Las actrices francesas, a su vez, consideraron las quejas sobre acoso, abuso y consentimiento en el cine gringo como un ademán puritano y conservador, y reivindicaron a la mujer como agente de deseo (Poirier, 2018). Las periodistas colombianas y argentinas se sumaron a la movilización y denunciaron acosos múltiples dentro de los medios de comunicación, en los que varias de ellas habían recibido ofertas de trabajo o ascensos a cambio de sexo. Ese mismo enero del 2018, varias parejas de personajes famosos denunciaron la violencia de género y retiraron luego la denuncia, en una acción predecible dentro de los ciclos de este tipo de agresiones. Finalmente, una periodista norteamericana, a mediados del año pasado, reivindicó el derecho al silencio y nos puso a pensar si existía o no una obligación de denuncia pública en estos casos.

¿Deben las víctimas hablarnos sobre los escenarios de hostigamiento sexual y descubrir a los victimarios como parte de una acción colectiva por la conciencia y el repudio sobre el fenómeno?

En el 2019 las denuncias públicas no tuvieron freno. En noviembre, justo para la conmemoración del día de las no violencias de género, el colectivo chileno Las Tesis puso de moda el sketch “Un violador en tu camino”. El resultado fue igual de potente al #MeToo: mujeres en diversos países denunciaron la violencia a la que son sometidas a diario. En todas las manifestaciones, el número de denuncias ha sido apabullante.

El movimiento #MeToo es entonces global. Levanta las voces y rompe el silencio de las mujeres alrededor del mundo En el corazón de esta movilización está el interrogante sobre la capacidad del sistema jurídico de reconocer, sancionar y reparar la violencia de género, y particularmente la violencia sexual en los espacios laborales.

El significado específico de #MeToo fue el de la solidaridad en el reclamo para que la experiencia de las mujeres pudiera ser validada. #MeToo reitera que, si a las mujeres se les va a arrebatar la posibilidad de hablar de lo “objetivo”, al menos les queda decir la verdad por cantidad y repetición. Si sus voces son calladas por no tener la “razón”, al menos el detalle de los incidentes puede ser la verdad de su experiencia. Recurrir a las redes sociales para enviar estos mensajes, entonces, señala de manera insistente la incapacidad que ha tenido lo jurídico para tramitar los reclamos individuales. Usarlas de manera anónima, como ha empezado a ocurrir, indica que el sistema jurídico es tan poco confiable que ni siquiera la cantidad y el detalle van a ser suficientes.

Las estudiantes universitarias en muchos países del mundo han entendido que este llamado a denunciar la violencia sexual también las convoca a ellas. Con horror se han dado cuenta de que los ambientes en los que han vivido están llenos de una violencia que les han enseñado a soportar estas circunstancias. Están descubriendo que, si no se detiene este tipo de violencia en todos los escenarios, no habrá nada después de la familia y la escuela. Al cuestionarse sobre su ciudadanía en los espacios educativos, se han encontrado con ausencias en las regulaciones e incapacidades de los mecanismos regulares para tomar decisiones. En sus denuncias sobre agresores específicos, se han encontrado con las mismas preguntas y afirmaciones que históricamente han aparecido en el sistema jurídico: “¿alguien más vio?”, “¿qué quiere que yo haga?”, “la sanción es desproporcionada”, “él es un caballero, ¿cómo voy a dañar su vida así?”. De la sorpresa frente a las respuestas, que pensábamos serían “esto no puede ser”, “su bienestar es lo más importante ahora”, “cómo ha podido esta persona dañar así su vida”, se ha pasado sistemáticamente a reclamar, insistir y perseguir. En un país tras otro, una universidad tras otra, se han expedido regulaciones para abordar la violencia de género en el campus.

Para comprender a cabalidad la historia de estas regulaciones, sin embargo, hay que entender la movilización global de estudiantes en torno a la violencia sexual en el campus y la movilización específica de las profesoras de derecho en torno a la introducción de la perspectiva de género en la educación legal.

En efecto, el debate sobre la violencia de género en las universidades fue parte de las movilizaciones feministas de los años setenta y ochenta, especialmente en los Estados Unidos. En ese país, desde temprano en los años ochenta, se venía llamando la atención sobre la pasividad de las universidades en materia de prevención de la violencia basada en género, especialmente en relación con el desbordado uso de alcohol y drogas. El caso de la violación y homicidio de Jeanne Clery en su habitación en la Universidad Lehigh en 1986 marcó un hito legal y de movilización que llevó a identificar la magnitud del problema y a reaccionar con regulaciones de muchos tipos para intentar prevenir y sancionar la violencia sexual en el campus (Gross y Fine, 1990). Como consecuencia de la intensa campaña legal de los padres de la joven, se expidió una ley federal que obliga a las universidades a informar a los estudiantes sobre las estadísticas de crimen y sobre las acciones de las universidades para prevenir y sancionar los delitos cometidos en el campus.

Esta preocupación inicial por la violencia sexual, centrada en las estudiantes y los crímenes “reales”, fue seguida de reflexiones más profundas sobre el uso del sexo como moneda de cambio en escenarios académicos y, específicamente, sobre el abuso de poder de profesores e instructores en las universidades. Las facultades de derecho de ese país lideraron la discusión en la década de los noventa y propiciaron la introducción de una definición de acoso sexual en las regulaciones de las universidades y mecanismos para abordarlo (Connolly y Marshall, 1988; Forell, 1997; Gillespie, 1994; Greer, 1997; Hutchens, 2003; Mack, 1999; Melsheimer, Stodghill y Faust, 1993; Subotnik, 1997; Young, 1995).

El gesto fue replicado en otros países, si bien las revisiones sobre su desarrollo en los Estados Unidos no parecían alentadoras. Las evaluaciones sobre la experiencia de las universidades públicas revelaban un excesivo uso del mecanismo para objetivos distintos a los de prevenir la violencia basada en género, mientras que en las universidades privadas daban cuenta de una ignorancia cultivada: los profesores lograban comprar el silencio de sus sanciones y se evidenciaba la insistencia en usar mecanismos de mediación en lugar de mecanismos disciplinarios (National Association of Independent Colleges and Universities, s.f.). Para enfrentar estas preocupaciones, la administración de Barack Obama creó en el 2014 un equipo de investigación sobre la violencia sexual en las universidades y en el 2015 les envió una advertencia sobre la importancia de cumplir con los estándares federales sobre investigación de la violencia sexual en el campus (Flaherty, 2018). La reacción de las universidades a este llamado dio lugar a nuevas e intensas movilizaciones que pueden verse como un precursor cercano del #MeToo y de la apropiación que las estudiantes de todo el mundo han hecho de esta etiqueta.

Ahora bien, no fue una coincidencia que las facultades de derecho de los Estados Unidos lideraran la reflexión sobre acoso sexual. El trabajo de las académicas legales de ese país había sido crucial para develar las maneras en las que el derecho penal y el constitucional siguen perjudicando a las mujeres y en insistir en la reforma legal para atacar la violencia sexual. Catherine MacKinnon, en particular, había llevado estas banderas para defender a las mujeres trabajadoras frente al acoso sexual y para impugnar el papel de la pornografía en producir el mundo en el que la violencia sexual es “normal” o incluso la forma aceptable de obtener placer (MacKinnon, 1979). Sin estas elaboraciones doctrinales y sin la fuerza de los argumentos sobre la experiencia de las mujeres que académicas como MacKinnon habían ayudado a crear, la reforma de las normas y prácticas en las universidades sería impensable.

La historia en América Latina ha tenido temporalidades diferentes, pero no es completamente ajena a este patrón. La brutalidad de la fuerza que ejercieron los gobiernos sobre el sistema educativo en la región durante las décadas de los setenta y los ochenta silenció muchas movilizaciones. Aunque el feminismo latinoamericano se “cuenta” a sí mismo como una invención de esta época, y la mayoría de sus participantes eran jóvenes universitarias, entendió que sus preocupaciones seguían ubicadas más en los lugares públicos y la vida adulta. Sus discusiones se centraron por mucho tiempo en la pregunta por la relación con el régimen de turno y los partidos políticos, en la defensa de mujeres víctimas de violencia doméstica y violencia por extraños, así como en la salvación de las mujeres más pobres (Beltrán y Puga, 2019). El impacto de este feminismo en la academia legal fue importante a nivel teórico, pero muy limitado a nivel institucional: las universidades no fueron la casa de las grandes teóricas de la década final del siglo XX  ni de la primera del siglo XXI. Las líderes intelectuales se empeñaron en que la reforma legal se construía afuera: Alda Facio trabajó en las organizaciones internacionales, Lorena Fries fundó Humanas en Chile y Alicia Ruiz se trasladó a la rama judicial en Argentina.

La experiencia reciente en nuestros países, sin embargo, ha seguido un rumbo distinto. En la calma hipócrita de las débiles democracias en las que vivimos, finalmente se ha logrado volver la mirada a la cotidianidad de las universidades para interrogar sus prácticas de poder. La Red Alas (Red de Académicas Latinoamericanas que trabajan en temas de género y sexualidad: www.redalas.net) fue creada en el 2004 para apoyar la transformación de las facultades de derecho desde una perspectiva de género. Hoy en día, más de sesenta profesores y profesoras latinoamericanos hacen parte de esta red, que busca producir teorías y doctrinas sobre la reproducción del género en la legislación y la práctica legal. Su trabajo ha sido crucial para proporcionar vocabularios e ideas regulatorias en el contexto de la movilización de estudiantes.

Este libro, patrocinado por la Red Alas, es un primer esfuerzo por sistematizar las reacciones que se han dado en la región en los últimos cinco años a partir de las movilizaciones estudiantiles. Hemos organizado las contribuciones en dos partes. En la primera, se incluyen ocho trabajos que presentan casos de desarrollo de marcos regulatorios para el acoso sexual y la violencia de género en seis países de la región: Perú, Chile, Ecuador, Brasil, Argentina y Colombia. La segunda reúne, por un lado, dos trabajos que ilustran las dudas y ambivalencias que las profesoras de derecho de distintos países han experimentado en relación con las reacciones de las universidades

y, por otro, los resultados de dos investigaciones sobre la manera en la que la perspectiva de género ha penetrado el trabajo de la academia legal colombiana.

En el primer capítulo, Cristina Blanco, Renata Bregaglio, Marcela Huaita, Flavia Martínez y Lucía Santos relatan las experiencias en la construcción de un plan frente al hostigamiento sexual en el ámbito universitario en el Perú. En el segundo, Mónica González Contró se refiere a las experiencias de regulación de la violencia basada en género en la Universidad Nacional Autónoma de México. En el tercero, Silvana Tapia Tapia narra la experiencia ecuatoriana en la construcción de protocolos sobre este tema en la Universidad de Cuenca. Lo mismo hace Carolina Moreno para la experiencia de la

Universidad de los Andes (Bogotá) en el capítulo cuarto, y Erika Márquez, María Camila Hernández y Ana María Agredo para el caso de la Universidad Icesi (Cali) en el quinto.

En el capítulo seis, Liliana Ronconi hace lo propio para la Universidad de Buenos Aires. Angélica Cocomá, María Ximena Dávila y Nora Picasso reconstruyen la experiencia del movimiento No Es Normal en Bogotá en el capítulo siete. Cierran esta primera parte Carmen Hein de Campos y Márcia Nina Bernardes, con la historia de construcción de  protocolos de acoso en dos universidades brasileras: Universidad Pontificia Católica de São Paulo y de la Universidad de São Paulo Ribeirião Preto.

La segunda parte se centra en la implementación de estrategias pedagógicas más sustantivas para combatir la violencia basada en género. Ximena Gauché Marchetti, en el capítulo nueve, analiza los estereotipos en la enseñanza del derecho en la Universidad de Concepción en Chile. Marisol Fernández y Valeria Mandujano, en el capítulo diez, cuestionan la falsa dicotomía entre agencia y victimización en el tratamiento de las violencias de género en ámbitos universitarios. Esta parte también incluye dos trabajos que dan cuenta de los otros caminos que han buscado los temas de género en la academia jurídica. Así, en el capítulo once, Isabel C. Jaramillo Sierra, Helena Alviar y Luz Carvajal presentan los hallazgos de una investigación reciente sobre la enseñanza de los derechos sexuales y reproductivos en las facultades de derecho en Colombia.

En el último capítulo, Lina Buchely Ibarra, María Victoria Castro y Giovanna Uribe Vásquez reportan los resultados de un análisis bibliométrico sobre la producción de las profesoras que trabajan derecho y género en las universidades colombianas.

Las metodologías que se usan son diversas. Algunos capítulos refieren casos singulares de regulación (Perú, México, Argentina, Colombia), otros analizan experiencias paralelas con lentes comparados (Brasil), varios ubican sus reflexiones en contextos culturales particulares (Cali, Colombia) y otros más reportan hallazgos de investigaciones en el campo del derecho y el género, retomando el mismo objeto o lugar social de análisis: las universidades. Tenemos capítulos teóricos y descriptivos, textos que abordan la regulación de casos graves y otros la de casos simples, así como otros que discuten o el enfoque preventivo o el punitivo.

Dentro de esta diversidad, ubicamos los aportes del libro en tres dimensiones. En la dimensión metodológica, brinda herramientas para pensar la reforma legal de manera local (en cada universidad), así como metodologías para investigar el impacto del trabajo de las feministas en la academia jurídica. No solo incluimos una sección con los protocolos y políticas adoptados en las universidades a las que se hace mención aquí, sino que al narrar las historias de la reforma legal se insinúan estrategias que podrían trasladarse a otros contextos para producir resultados con las mismas tendencias. Con esto, intentamos replicar en parte lo que el activismo feminista latinoamericano lleva haciendo por décadas: regionalizar el conocimiento sobre fórmulas legislativas y estrategias políticas (Alviar y Jaramillo, 2012). De la misma manera, los trabajos de investigación presentados en la tercera parte sugieren que podemos empezar a hacernos preguntas sobre el efecto de lo que venimos reclamando hace años en materia de reforma de la educación legal y afinar las estrategias con base en datos concretos.

En la dimensión política, el libro ahonda en la creación de un campo de conocimiento jurídico y acción legal propiamente latinoamericano y revela algunas de las divisiones y tensiones en este campo. No es obvio en ningún sentido hablar de un derecho latinoamericano. Para quienes siguen enfatizando la legislación en la comprensión del fenómeno jurídico, las incipientes intervenciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de algunos otros cuerpos regionales de producción de reglas no alcanzan a tener la entidad suficiente ni siquiera para dedicarles un curso facultativo en las universidades. Para quienes pensamos en el derecho como prácticas y narrativas sobre esas prácticas, sin embargo, hay muchas formas en las que hemos estado conectados: un proceso colonial similar, una lengua y una religión mayoritarias compartidas, y autores en común para la lectura de los procesos locales (Alviar y Jaramillo, 2012). Si bien de muchas maneras esta conciencia de lo común se viene trabajando hace varias décadas, pocas veces hemos reflexionado sobre las prácticas institucionales en las que se inscribe la producción de conocimiento en nuestros países y el papel que tenemos los profesores en esas prácticas. Tampoco hemos reflexionado mucho sobre las posibles fracturas entre quienes tenemos proyectos progresistas en la región.

En este libro aparecen subrepticiamente dos fuentes posibles de tensión. La primera se ubica entre el proyecto de la universidad pública y el proyecto de la universidad privada. Los capítulos de este libro expresan diferencias importantes en los procesos políticos y regulatorios dependiendo del extremo en el que se inscribe la universidad. En las grandes universidades públicas de la región (Universidad Nacional Autónoma de México y Universidad de Buenos Aires), la reforma fue propiciada por movilizaciones estudiantiles y el resultado fueron políticas de equidad de género más que soluciones puntuales a los casos. En las universidades privadas, la reforma surgió de casos particulares con víctimas específicas y su impacto solamente llega a la creación de protocolos para la violencia de género. Ningún capítulo explora a profundidad estas diferencias, pero, dada la historia de la región, parece importante que las pensemos de nuevo.

La segunda tensión aparece entre las profesoras de derechos humanos y las profesoras feministas. Aunque todos los capítulos son críticos de la institucionalidad y de lo que se ha logrado, se deja ver que algunas profesoras tienen algo más de confianza en lo que puede lograrse con la reforma legal (las profesoras de derechos humanos), mientras que otras deciden ponerse del lado de las estudiantes para defenderlas en procesos que todavía ven como incipientes y dominados por lógicas masculinas (las profesoras feministas).

Finalmente, pensamos que el libro hace valiosos aportes en la dimensión teórica al abordar el problema de la reforma legal feminista en materia de violencia basada en género. El primero tiene que ver con la diferencia entre la solución individual y la  solución estructural a la violencia sexual como expresión del sistema sexo/género. En este sentido, varios capítulos expresan la desconfianza en las sanciones individuales de los agresores y reflexionan sobre la importancia de transformar el currículo explícito y el oculto de las universidades a través de ejercicios como los de la educación sobre estereotipos (Universidad de Concepción), el rastreo de las mujeres en las conferencias y cursos (Universidad de Buenos Aires) o la puesta en evidencia de actitudes sexistas de profesores y alumnos (Universidad de los Andes). Un segundo aporte se relaciona con la manera en la que los estereotipos sobre la violencia sexual se replican en los procesos dentro de las universidades usando argumentos como el debido proceso o el derecho al buen nombre. Una de las razones de las estudiantes para acudir a los procesos dentro de las universidades ha sido que sus reclamos puedan ser leídos bajo la óptica de principios diferentes a los del derecho penal. Sin embargo, el derecho penal se “cuela” constantemente para volver dudosos los reclamos. Un tercer aporte ha sido ilustrar cómo las instituciones educativas siguen cultivando su ignorancia bajo el lema de la “neutralidad” o de la “autonomía universitaria”.

Esperamos que como lectores disfruten este libro tanto como nosotras gozamos escribiéndolo. Recibimos apoyo de la Red Alas para convocar a las autoras, si bien no todas hacen parte de la Red, y para reunirnos a discutir borradores. Intentamos trabajar “en caliente” y sacar el producto “rápido” a la luz de estándares de trabajo académico.

Pensamos que es el inicio de muchas obras que nos quedan por escribir sobre nuestros esfuerzos colectivos en la academia. Esperamos que cada vez sean más quienes nos acompañen en este esfuerzo.

Publicado en “Perspectivas de género en la educación superior Una mirada Latinoamericana”

Mitos y verdades sobre la lactancia materna

Noticia Anterior

Desaparición forzada, un crimen sin solución en Bolivia

Siguiente Noticia

Comentarios

Deja un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *