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Un problema político fundamental en los tiempos democráticos y en el activismo cívico de hoy es la “instrumentalización de las relaciones sociales”. ¿Qué significa esto?: la utilización de los seres humanos como si fueran instrumentos o como si fueran conductos de una intrincada máquina para conseguir, en algún momento, beneficios materiales, dinero, prestigio y todo aquello que alimenta, con preferencia, al ego y al yo profundamente hedonista. Es por esto que cuando analizamos la búsqueda de seguridad en las relaciones interpersonales y afectivas, las personas tienden a sustituir la seguridad emocional y subjetiva por otro tipo de seguridades más materialistas que respondan a un razonamiento de costo y beneficio.

La instrumentalización refuerza el miedo a comprometerse con otros seres humanos porque se presentaría la difícil decisión de lograr seguridad emocional, frente a otra decisión de renunciar a una parte de la libertad individual. Muchos hombres y mujeres prefieren sacrificar su seguridad emocional y ética para proteger sus libertades de autonomía e independencia que les beneficie en un mercado abierto con satisfacción utilitaria e instantánea. Esto también conduce a la desaparición de los valores como el bien público y los compromisos con la sociedad, la política y aquello que solía entenderse como la pertenencia a la patria o la nación. Lo público se va disolviendo, mientras que la nación se convierte en una ilusión donde la política va adquiriendo la tonalidad del egoísmo y la satisfacción de los intereses personales. No existen ideologías porque el yo las ha reemplazado dentro de los nuevos marcos del derecho al placer y al individualismo, ansioso por protegerse a sí mismo.

Los nuevos mapas del hedonismo y las relaciones instrumentales conducen a lo que el sociólogo británico Zygmunt Bauman denominó como amar en forma líquida. En la actualidad, las relaciones de pareja e interpersonales se caracterizan por las lógicas egoístas y utilitarias de una sociedad irremediablemente capitalista. Triunfa lo de siempre: el consumo a como dé lugar, la confusión de tratar a las personas como a cosas y a las cosas como a personas. La fragilidad de las relaciones humanas se expresa por medio de una crisis socioemocional donde casi nadie quiere arriesgarse afectivamente y donde resalta la iniquidad extrema con la trata de personas.

Es necesaria, por lo tanto, una discusión sobre hacia dónde nos está conduciendo la modernidad, el capitalismo y los amores líquidos, especialmente para comprender a las nuevas generaciones y los procesos sociológicos de una red de relaciones, profundamente contagiada por las satisfacciones y los placeres de carácter momentáneo, como si fuera lo único a conquistar en la vida. La familia, el matrimonio, la nación y la afectividad relacionada con lo político están en peligro de extinción.

En la mayoría de los países occidentales y latinoamericanos con procesos acelerados de modernización, dominan el individualismo, el consumo costoso, la rebelión en contra de cualquier control estatal y la mercantilización de la cultura en gran escala, poniendo en marcha nuevas reglas de juego o costumbres. Se trata ahora de la irrupción de la “privacidad individual” postmoderna. Emerge lo antipolítico, aquello que destruye la democracia y promueve un tipo de sociedad y Estado anómicos, carente de reglas fuertes porque se incrementa la posibilidad de crear una incertidumbre generalizada que atenta contra cualquier conexión entre las motivaciones individuales y un orden colectivo pacífico; se debilitan las relaciones entre la confianza ciudadana en las instituciones y la protección de la seguridad humana; el ego hedonista e instrumental quiere aumentar las incertidumbres entre el castigo del crimen y la defensa de la justicia que privilegia los derechos humanos.

Nuestra instrumentalista puede describirse como un desenfreno donde los individualismos se apoderan de todos los instintos. Dar rienda suelta a cualquier apetito, sobre todo resaltando el placer y los instintos de dominación, constituye una especie de fuerza sobrenatural que muchos no pueden resistir, aprovechando, sobre todo, las ofertas sexuales, sin ponerse a pensar que éstas puedan romper con los derechos humanos de las víctimas de trata y tráfico. La prostitución se acrecienta y tiende a legalizarse o, lo que parece ser lo mismo: las relaciones sociales tienden a prostituirse por cualquier plato de lentejas.

Múltiples situaciones empiezan a cambiar, no en términos de una sociedad más justa y libre –en el sentido de una comunidad política con derechos que se desarrollan junto a las responsabilidades de individuos comprometidos con la colectividad y la democracia– sino como una explosión particularista que favorece las pulsiones más profundas, pues se considera fundamental vivir el presente, antes que esperar un futuro incierto ligado a una ética de sacrificios en beneficio de la sociedad como conjunto protector.

En el siglo XXI, el presente es entendido como la necesidad de sobrevivir, de conseguir el sustento de cada día, de avanzar bajo la sombra del dolor diario y reconocer que existe una sola vida, posible de ser vivida, siempre y cuando se haga todo lo posible para alcanzar algunos objetivos individualistas. Así se destaca la libre expresión del yo, que de manera general puede ser definido como la consciencia de cualquier individuo sobre su propia identidad. Por lo tanto, es más importante la satisfacción del placer personal, antes que las responsabilidades con la sociedad y la construcción de un conjunto de libertades políticas.

La fuerza del yo irrumpe hoy como un huracán, afectando a todas las clases sociales y culturas. La propaganda y las tendencias del consumo de masas transmiten constantemente, de manera especial en el ámbito de las grandes metrópolis, la obsesión de lograr el placer a toda costa, ya sea por medio de la posesión de mercancías o a través del dominio sobre la sexualidad de otras personas. Aprovechar la ocasión, siempre implica dejar a un lado los prejuicios morales y lanzarse en picada hacia la obtención del máximo placer o beneficio deseable. Esta ola de impulsos echa por tierra, sin embargo, la poca solidaridad que subsiste a duras penas en la postmodernidad del presente y va aguijoneando los elementos subjetivos del Estado y la sociedad anómicos.

No es raro verificar que el consumo masivo de drogas blandas y duras no se haya reducido en los últimos veinte años. El alcohol, la diversidad de barbitúricos, estimulantes, diversos tipos de efedrina y publicidad sexual, prácticamente redujeron el periodo de tránsito de la pubertad hacia la juventud y la adultez. Todos quieren ser mayores de edad cuanto antes, primero para justificar el uso pleno en el ejercicio de la sexualidad placentera a toda costa, y luego para tentar al riesgo involucrándose en cualquier actividad donde destaquen el dinero fácil y el gran salto al éxito inmediato. Las tendencias transgresoras dominan por encima de cualquier derecho y principio de orden limitante.

La contradicción principal de este yo instrumentalizado y sus deseos de placer, radica en el aumento de la inseguridad en todo tipo de actividades. Trata de personas y violaciones esclavizadoras, epidemias como el Sida, y la proliferación vertiginosa de enfermedades de transmisión sexual en los jóvenes de secundaria en todo el hemisferio occidental, hacen ver que la fuerza del yo en una sociedad anómica, conduce a procesos mucho más rápidos de autodestrucción. El aumento de alcoholismo en las universidades, señala, asimismo, que el yo se impone por encima de los niveles de educación o la instrucción mínima en ciertos códigos moralistas.

El yo alimentado del presente ilimitado que impone vivir el momento, encuentra también una contradicción social profunda. Como todo es posible con tal de aprovechar la oportunidad, es muy fácil desembocar en sistemas políticos en los cuales la corrupción y la desinstitucionalización son imposibles de ser combatidas. Es más, pueden surgir circunstancias que hagan ver a cualquier corrupto como un héroe astuto con un lugar privilegiado en el mundo. Lo que debe preocuparnos es cómo las estructuras del yo en el siglo XXI transmiten la idea que uno tiene de sí mismo, completamente separado de un compromiso con los demás y del mundo externo. Una fuerza fija, capaz de llegar a justificar la transgresión de la ley y el imperio del placer como algo primordial, hasta cometer el exceso más extremo. En este caso, el límite a la libertad del placer es el crimen, aunque la contradicción principal tropiece con la propia autodestrucción. Este es el basamento psico-sociológico que alienta la conformación de redes delincuenciales de tratantes, traficantes de droga, armas y de la actitud política desideologizada donde se espera llegar al poder para abusar y, sencillamente, robar los recursos públicos.

Es también aquí donde las actitudes hacia la violencia estructural también han cambiado pues ésta se convirtió en un hecho social más radical porque a la gente le gusta ganar dinero fácilmente, considerando válido el pasar de un deseo o expectativa hacia los vínculos con grupos de narcotráfico, sicarios, tráfico humano y otros generadores de violencia. Además, en medio de condiciones de pobreza, desempleo y destrucción familiar, el abuso a los derechos humanos pone las semillas para que, tanto la explotación sexual como laboral sean socialmente aceptadas e inclusive faciliten situaciones en las que diferentes personas pobres colaboran en el incumplimiento de sus mismos derechos porque no pueden defenderse de manera directa, al ver que el Estado de Derechos no funciona debidamente. Es increíble ver en las noticias reportajes especiales que muestran entrevistas a los grandes narcotraficantes que se ocultan y quieren evadir la justicia, mostrando que ellos no tienen responsabilidad de nada, que son una especie de antihéroes y protagonistas del “aprovecha tu oportunidad”.

Así se fortalecen los caminos que conducen a una sociedad y Estado anómicos. La ley es parte de los problemas de fondo y nunca puede ser la solución. Si bien varios derechos se ven vulnerados por la falta de respeto y acción de las instituciones llamadas a precautelar los Derechos Humanos, es la pobreza social y económica que también lleva hacia el desarrollo adicional de mayor violencia, al no satisfacerse las necesidades de subsistencia de las personas y al existir condiciones rígidas que ofuscan el convencimiento sobre el ejercicio normal de los derechos. Los sistemas judiciales en muchos países parecen confirmar las influencias del “úsalo y luego deséchalo”. Es ahora más que antes, que se necesita reconstruir lo político como compromiso colectivo y donde se requiere educar en el valor de preocuparnos por los demás que sufren o son manipulados para comprar diferentes instrumentalizaciones que solamente conducen al abismo.

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