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Hace unos días, a fines del mes de abril y comienzos del mes de mayo, se conoció la noticia sobre un sacerdote jesuita de nacionalidad española que habría confesado en su diario personal los abusos cometidos contra niños y adolescentes durante el tiempo que radicó en Bolivia.

De acuerdo a lo que se fue difundiendo en los medios de comunicación, el sobrino de este sacerdote encontró su diario y luego de leer su estremecedor contenido, decidió hacer público estos hechos a través del periódico El País de España. Otros datos que se conocieron en los medios fueron que el sacerdote llegó a Bolivia en los años 60; en la ciudad de La Paz trabajó por una década en varios colegios e incluso en un centro correccional juvenil; en los años 70 se fue a Cochabamba donde fue subdirector de un establecimiento educativo; luego en Oruro, prestó servicios en la mina y en el seminario; después de unos años retornó a Cochabamba a cumplir nuevamente funciones en el mismo colegio. Se conoció también que sus víctimas llegarían a unas 80, entre niños, jóvenes y novicios; que estos hechos habrían sido de conocimiento de algunas autoridades y miembros de la organización religiosa a la que pertenecía; que pese a las denuncias existentes no se habría actuado como se debía y finalmente, que el sacerdote murió de cáncer en Cochabamba en el año 2009.

A raíz de esta terrorífica noticia, salen nuevamente a la luz casos de otros sacerdotes sobre los cuales también pesaron denuncias de hechos similares cometidos en otros países y en Bolivia. Así también se tuvo conocimiento, a través de la prensa, de casos donde algunos de estos sacerdotes fueron sancionados por sus organizaciones, por iguales hechos, con una suspensión temporal o su transferencia a otros países, como Bolivia. Conocer estas historias realmente estremecen el cuerpo y el alma y nos provocan indignación, pero lo que enfurece más en estos casos es que no se haya logrado llevar a estas personas ante una instancia competente para esclarecer la verdad de los hechos y en su caso, imponerles las sanciones que correspondan.

El acoso y la violación sexual, sobre todo de niños, son sin duda delitos atroces, pues en ellos se evidencia el uso abusivo del poder y el ejercicio de la violencia en sus manifestaciones más crueles y que mayores traumas generan en la vida de las personas que los sufren.

El hecho de que una persona adulta, valiéndose de su posición o de la confianza que le otorgan (progenitor, sacerdote, maestro, docente, tutor, familiar u otro similar), se aproveche de un niño indefenso y vulnerable; le arrebate su inocencia, su alegría, su armonía e incluso su equilibrio emocional; le pisotee su dignidad, le destruya sus sueños e ilusiones y para colmo le genere vergüenza y culpa, es una situación reprochable y desde todo punto de vista censurable; pero también lo son su encubrimiento y la impunidad en la que muchas veces estos casos quedan.

Es imposible entender qué pasa por la mente y el corazón de las personas que cometen este tipo de delitos al igual que de las personas que pese a tener conocimiento de ellos no actúan y permiten que no se haga justicia para las víctimas. En este caso el sacerdote aludido falleció hace más de una década, pero habrá que encarar una investigación seria y objetiva para esclarecer estos hechos y no dejarlos como historias de terror; para conocer si en ese tiempo hubo denuncias y ante quiénes se plantearon; para establecer si se asumieron medidas, acciones y sanciones dentro de su organización y si estas denuncias fueron remitidas a la justicia ordinaria, como corresponde.

Tenemos que reconocer que la práctica de “dejar hacer y dejar pasar” no sólo se da dentro de organizaciones religiosas, se ha dado y se da también en organizaciones políticas, en instituciones educativas y de formación superior, en instancias de la administración pública, en instituciones militares y policiales y en otras similares donde el común denominador son las estructuras basadas en jerarquías de poder, donde el que se encuentra en una posición superior no se hace responsable de sus actos, cree tener la facultad de librar de responsabilidad al que cometió una falta o delito o que tiene la potestad de anteponer el nombre, la imagen o los intereses de la institución u organización por encima de los derechos de las personas, vulnerando las leyes vigentes. Es esto lo que como sociedad no podemos permitir y tolerar que ocurra. Son estas malas prácticas de abuso del poder y de uso de influencias que dan lugar al encubrimiento y a la impunidad.

Por mi profesión y por el área de trabajo en la que me he desenvuelto, durante muchos años he tenido la oportunidad de conocer a autoridades y miembros de la Compañía de Jesús y de valorar el trabajo que desarrollan a través del sistema educativo de Fe y Alegría en favor de la niñez y la juventud boliviana, por ello me apena que, en estos momentos, por culpa de algunos de sus miembros, ya sea por comisión u omisión, se encuentren en esta compleja y difícil situación. Estoy convencida de que los valores que inspiran su labor les permitirán afrontar este mal momento y tomar las decisiones necesarias para coadyuvar en toda iniciativa y acción orientadas a esclarecer estos hechos e imponer las sanciones respectivas a los culpables y a los que callaron o no actuaron en su oportunidad.

Esperemos que este caso sirva para sentar un verdadero precedente de justicia en favor de las personas que hubieran sido víctimas de los delitos mencionados y para erradicar estas prácticas abusivas y arbitrarias dentro de las organizaciones e instituciones del país que lo único que generan es impunidad.

Que se haga justicia para, de alguna manera, reparar el daño ocasionado y ayudar a las víctimas a superar el dolor y los traumas provocados y, no para estigmatizar o censurar a una organización o desatar una “cacería de brujas" contra sus miembros.

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