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¿Qué nos queda ahora? La esperanza. La que debe hacer tierra en nosotros, y germinar en ella con firmeza de semilla nueva. La esperanza, la “garra suave” de Miguel Hernández, con la que el odio se amortigua detrás de la ventana; el “viático de la vida humana” de Antonio Pérez; aunque también “arcaduz del alma” (“como tanto sube, cuanto baja la humildad humana”), y también “alas para subir y volar sobre los cielos”. La “inmensa esperanza” que “ha cruzado la tierra” de Alfred de Musset; ese “país de la esperanza” que despierta en nuestras costillas, en los ojos de Huidobro. Allá tenemos que estar, y como escribía de Musset, “a pesar nuestro hay que levantar al cielo la mirada”. Sí, la esperanza, pero no a lo tonto. La esperanza también tiene su sapiencia, y aquí trataré de reflexionar un poco sobre ella.  

Rubén Darío otorgaba a los poetas la misión de perseverar por la “mágica esperanza” que un día vencerá a la “pérfida sirena”, es decir, las “duras tempestades” ante las cuales los poetas son “torres de Dios”, “pararrayos celestes” o “rompeolas de las eternidades”… ¡tremenda misión! Y creo que sí, que poetas y poemas  pueden poner “al pabellón sonrisa”, y erigir “una soberbia insinuación de brisa/y una tranquilidad de mar y cielo…”. Los poetas pueden labrar la esperanza, como también los escritores, los que se detienen a pensar, los que buscan entender qué pasa cuando nos enfrentamos a las tenaces tempestades.

Hace más de 100 años, Darío ya se alertaba en su Canto de esperanza de un gran vuelo de cuervos manchando el azul celeste, y que con ellos llegaba “un soplo milenario” trayendo “amagos de peste”. “¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?”, se preguntaba el gran metapeño. Presagios se supieron entonces, se supieron ahora; y por esos presagios y prodigios parecía (y parece) “inminente el retorno de Cristo”. Oh sí, porque la tierra sigue “preñada de dolor tan profundo/que el soñador, imperial meditabundo, / sufre con las angustias del corazón del mundo”. 

Si  Albert Camus pudiera contestarle, le diría que aunque las pestes son comunes entre los hombres, y ha habido tantas en el mundo y por eso son también como las guerras, “pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”. Aunque en el siglo XXI tuvimos “amagos de peste” y no les hicimos caso como siempre, también como siempre estos amagos ya son duras realidades y presencias. 

Darío invocaba el auxilio de Cristo, quien debería venir “para hacer la gloria” de sí mismo, y con su “temblor de estrellas y horror de cataclismo” venir y traer “amor y paz sobre el abismo”. También el amor, y aún más, el “órgano del Amor” –habrá que encontrarlo en algún cuerpo—,  venciendo un gran Apocalipsis, llegaría alado en un Pegaso blanco. Bella visión poética de la esperanza humana, en la fe de tiempos mejores que llegarán un día.

Camus, en cambio, más realista, pero no por eso menos hondo y significativo, recuerda que  cuando estalla una guerra, la gente se dice que eso no puede durar mucho, porque “es demasiado estúpido”. Camus enfatiza que, a pesar de ser estúpida una guerra, puede durar mucho, porque la estupidez es insistente; las personas no se dan cuenta de eso porque sólo piensan en ellas mismas. Por eso no creen en las plagas, porque se sienten superiores como humanidad: la plaga “es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”.

Camus parece describir la situación actual del mundo: ¿cómo podríamos haber pensado que una peste podría suprimir nuestro porvenir, encerrarnos, quitarnos la libertad? Como en el siglo XIX o a lo largo de la historia, la libertad está condicionada, en última instancia, por la ausencia de guerras, y claro, de plagas (añadiré: también de dictaduras). Y si en los siglos pasados aún se podía aceptar, con cierta resignación, el mal apocalíptico de las pestes, desde el último tercio del siglo XX hemos supuesto que somos invencibles, que la medicina moderna y nuestras vidas aseadas hacen imposible cualquier nuevo brote de una plaga, una peste, o como las llamamos hoy, una pandemia.

Pero, ¿qué tiene que ver este pesimismo con la esperanza?, si son términos opuestos; el pesimismo niega el futuro, da pie a ideas apocalípticas, depresión y desesperación, y estos estados de ánimo van en contra del optimismo, la fe, la esperanza. Y probablemente esto resume, un poco esquemáticamente, las dos opciones ante las que nos enfrentamos ahora: o somos ingenuamente optimistas (como en ciertos poemas online, canciones de cien cantantes cada uno desde su casa, memes motivadores, frases de autoayuda que inundan las redes sociales) o somos tristemente pesimistas.

Y quiero volver a Camus, quien reflexiona que los que pasan por una epidemia pueden tener una “paciencia sin porvenir y una paciencia obstinada”. Pero también habrá sitio en el corazón “más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”. 

Aunque la enfermedad retrocediera y aumentara el “deseo de liberación”, la peste enseña a ser prudentes y acostumbra “a contar cada vez menos con un próximo fin de la epidemia”. Pero hay más: “Sin embargo, el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada. Todo lo demás pasaba a segundo plano”. Cuando las estadísticas bajan, “las nuevas víctimas de la peste [tienen] poco peso al lado de ese hecho exorbitante”.  Es decir, contra los que guardan la “tibia esperanza”, están los que creen en tiempos mejores: “Una de las nuevas muestras de que la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste”.

Camus analiza lo que ocurre en una epidemia con claridad meridiana. Si las ciudades parecían iguales después de las pestes, y aunque las personas aparentaban estar menos crispadas y hasta sonreír, en realidad “nadie sonreía por la calle” porque se habría hecho “un desgarrón en el velo opaco que rodeaba a la ciudad desde hacía meses”. El velo iba cediendo poco a poco, el desgarrón crecía y al final “iba a ser posible respirar”; llama a esto Camus “un alivio negativo que todavía no tenía una expresión franca”. Como si viviera hoy, Camus dice que el anuncio de autorizar la circulación de autos puede ser algo que no genere sorpresa como al principio de la epidemia. Y añade: “Era poco, sin duda. Pero este ligero matiz delataba los enormes progresos alcanzados por nuestros conciudadanos en el camino de la esperanza. Se puede decir, por otra parte, que a partir del momento en que la más ínfima esperanza se hizo posible en el ánimo de nuestros conciudadanos, el reinado efectivo de la peste había terminado”.

Tanta precisión abruma…para un libro publicado 73 años antes de esta pandemia colosal.  ¿Sabía leer Camus el alma humana, allá en Orán, sea en Madrid, en Nueva York, en Trinidad o en Cochabamba?  Sí, lo supo, tal vez porque los seres humanos somos todos tan parecidos en el fondo de los miedos…pero también de las esperanzas. Después de todo, saber leer el alma humana es la clave de los grandes pensadores…

También Camus no deja de notar cómo reaccionan las personas al paso de las pestes: “Nuestros conciudadanos tuvieron reacciones contradictorias, pasaron por alternativas de excitación y depresión”. Los confinados por la plaga tratan de escaparle, y se registran así “nuevas tentativas de evasión en el momento mismo en que las estadísticas eran más favorables”. O incluso se escapan con éxito cuando los datos son desfavorables, como en la Bolivia de mayo de 2020, cuando a pesar de que los casos aumentan más y más, muchos trasgreden las normas de cuarentena y aislamiento social. ¿Por qué se evade o trata de evadirse la gente? La respuesta de Camus es clarividente, y la copio en toda su extensión:

 “Pero en realidad las gentes se evadían obedeciendo a sentimientos naturales. En unos, la peste había hecho arraigar un escepticismo profundo del que ya no podían deshacerse. La esperanza no podía prender en ellos. Y aunque el tiempo de la peste había pasado, ellos continuaban viviendo según sus normas. Estaban atrasados con respecto a los acontecimientos. En otros, y éstos se contaban principalmente entre los que habían vivido separados de los seres que querían, después de tanto tiempo de reclusión y abatimiento, el viento de la esperanza que se levantaba había encendido una fiebre y una impaciencia que les privaban del dominio de sí mismos. Les entraba una especie de pánico al pensar que podían morir, ya tan cerca del final, sin ver al ser que querían y sin que su largo sufrimiento fuese recompensado. Así, aunque durante meses con una oscura tenacidad, a pesar de la prisión y el exilio, habían perseverado en la espera, la primera esperanza bastó para destruir lo que el miedo y la desesperación no habían podido atacar. Se precipitaron como locos pretendiendo adelantarse a la peste, incapaces de ir a su paso hasta el último momento”.

Camus sabe conjugar la esperanza y la desesperanza como dos piezas fundamentales de las respuestas humanas a las pestes. Por un lado los escépticos, los que no creen en nada, y que deciden vivir “según sus normas”. Por otro lado, los que se dejan llevar “por el viento de la esperanza” y que los empuja febrilmente con impaciencias y apuros, a precipitarse para vadear la peste. Estos ansiosos, sin embargo, “concebían también esperanzas”, pero las tomaban como “un depósito que dejaban en reserva y al que se proponían no tocar hasta tener verdaderamente derecho”. ¿Entonces qué? En la espera se debatían “a mitad del camino entre la agonía y la alegría”, y esto era “aún más cruel” en medio de aquellos jubilosos que festejaban el fin de la epidemia.

Cuando trenes y barcos partan, camiones, aviones, surubíes y flotas salgan, cuando las ciudades se despabilen, cuando las ciudades se pongan “en marcha con su cargamento de supervivientes”, sufrimiento y alegrías no podrán separarse. Así entonces: “Mucho tiempo después de haber dejado los bulevares, Tarrou y Rieux sentían que esta alegría los perseguía cuando ya estaban en las callejuelas desiertas, pasando bajo las ventanas con persianas cerradas. Y, a causa de su mismo cansancio, no podían separar este sufrimiento, que continuaba detrás de las persianas, de la alegría que llenaba las calles, un poco más lejos. La liberación que se aproximaba tenía una cara en la que se mezclaban las lágrimas y la risa”.

Como le pasaba a Rieux, el esforzado médico que luchó a brazo partido contra la peste, “la esperanza de la liberación definitiva” hacía que se disipe “todo cansancio”. Por eso Rieux “[e]speraba y se complacía en esperar. No se puede tener siempre la voluntad en tensión ni estar continuamente firme; es una gran felicidad poder deshacer, al fin, en la efusión, este haz de fuerzas trenzadas en la lucha. Si el telegrama esperado fuera también favorable, Rieux podría recomenzar. Y su opinión era que todo el mundo recomenzaría”.

Rieux/Camus reflexionan sobre el fin de la pandemia, la peste, la plaga, la crisis, el desastre. Lo importante es “saber qué se ha respondido a la esperanza de los hombres”. ¿Quién gana después, qué se gana después de la peste? Rieux sabe que ha ganado “únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amistad y acordarse de ella, conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día”. Y añade con sabiduría: “Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”.

El pasar la época de la peste no es el tiempo de la rebelión, sino de la liberación: muchos deberían recordarlo ahora. Camus insiste en comparar la victoria (nunca definitiva) contra las pandemias con la liberación, y esto me agrada leerlo en un sentido profundamente humano: una liberación psíquica, existencial, de fondo; no solo política, económica, superficial. Como Rieux, hay que hablar por los que se callan, “testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La alegría estará siempre amenazada, concluye Rieux. El bacilo de la peste, el SARS CoV-2 o cualquier otro ente microscópico  pueden “permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera[n] pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Sí, exactamente: la enseñanza de las epidemias es crucialmente existencial.

Vuelvo a los poetas. A León Felipe, cuando ya se siente acabado por la vejez, cercano a la muerte, su esperanza se levanta, y le dice acongojada: “Otra vez lo haré mejor, Señor, / porque… ¿no es cierto que volvemos a nacer? / ¿No es cierto que de alguna manera volvemos a nacer? /
Creo que Dios nos da siempre otra vida, / otras vidas nuevas, /otros cuerpos con otras herramientas, / con otros instrumentos... Otras cajas sonoras / donde el alma inmortal y viajera se mueva mejor /para ir corrigiendo lentamente, / muy lentamente, a través de los siglos,
nuestros viejos pecados, / nuestros tercos pecados... / para ir eliminando poco a poco /el veneno original de nuestra sangre/ que viene de muy lejos”.

Y prorrumpe Alí Chumacero: “Cuando el rosal se halle en plena muerte, /  perdidas en la nada las sendas y las flores, / y aunque el dolor y el ser no sean más que sueño, / seremos todavía”.  Seremos todavía. Eliminaremos lentamente “el veneno original de nuestra sangre”: quiero repetirlo como mantras. Los poetas, las torres de Dios, los escritores, mejor que los motivadores de la autoayuda (¡otra plaga entre las plagas!) nos dejaron las claves para superar la pandemia, porque ellos son lectores del alma humana. La vieja peste estará, quizás, para siempre entre nosotros. No solo ésta de la Covid-19, sino muchas otras, conocidas o por conocer. Pero lo que cambiará será el cultivo del alma humana…su crecimiento, su superación, también humanas.

Aunque las pestes están aquí “para desgracia y enseñanza de los hombres”, quiero pensar más en la enseñanza, que siembra en nosotros la semilla de la esperanza. Sí, puede haber entre los hombres “más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Depende claro, de cada uno de nosotros, depende de aprender y crecer, de nacer, de renacer como brotes verdes en los calcinados troncos. Huyendo a los optimismos fáciles, pero sin caer en los fatalismos radicales y misantrópicos, creo, como sostiene Steven Pinker, que estos y otros problemas humanos y ambientales “son resolubles con los conocimientos adecuados”. Pero también con la transformación de las sogas que nos ligan unos a otros, cambiándolas por lazos mejores, iluminados por el conocimiento y el recuerdo de no repetir nuestros errores, apostando por el buen progreso,  pero fundamentalmente huyendo de las imposiciones autoritarias y fanatizadas. Entonces sí la esperanza, viático de nuestras almas, podrá abrirse camino hacia un futuro de esplendor.

De calladito se lo había estado repartiendo…

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