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La Tiza Dorada era el nombre de un premio a la mejor práctica educativa en las escuelas normales de nuestro país. Estoy hablando de hace unos quince años atrás. Cuando lo escuché por primera vez no salía ni del asombro ni de la risa que me causaba semejante denominativo.

Y es que pensar en la tiza y la pizarra inmediatamente me remanda a una concepción educativa en la que el docente es el que sabe y el que transmite el conocimiento, y el estudiante el que copia y repite en el examen. Es lo que Freire llamaba educación bancaria. Sin embargo, la educación está más cerca de la autonomía que de la repetición memorística y obligatoria.

En la búsqueda de la autonomía del estudiante, en aquello que se ha denominado desde los años noventa, aprender a aprender, se han desarrollado una infinidad de tecnologías educativas de todo tipo, desde el franelógrafo y el rotafolios hasta la diversidad de opciones que nos proporcionan las NTIC.

El tema no reside en la cantidad y variedad de tecnologías que el docente aplique, sino en su valor pedagógico dentro de un contexto. Desde hace ya varios años, por ejemplo, en Cochabamba algunas escuelas han venido usando la plataforma Khan Academy con resultados exitosos. También algunas universidades en todo el país han estado usando la famosa plataforma Moodle u otras similares. Sin embargo, no se trata solo de su “uso”, sino de la explotación de sus posibilidades pedagógicas.

Hoy, la pandemia nos está haciendo ver que muchas de las prácticas pedagógicas en escuelas y universidades no respondían a un contexto que pedía a gritos cambios sustanciales, y que muchas tecnologías eran ignoradas o subutilizadas.

Entonces hoy, encerrados en casa, con la educación ralentizada o detenida, nos agarramos la cabeza y nos preguntamos por qué, por qué no luchamos por tener conectividad en cada escuela, por qué nos descuidamos tanto de las computadoras donadas por el gobierno, por qué no aprendimos a usar distintas herramientas tecnológicas, por qué, en fin, no pudimos levantarnos de nuestra cómoda poltrona del siglo XIX.

Pero claro, los educadores, desde nuestro cetro adultocéntrico pensábamos que teníamos todas las respuestas. La situación actual nos hace dar cuenta de que no sabíamos qué estábamos haciendo, dónde estábamos (siglo XXI, por si aún lo ignoramos), y hacia dónde nos dirigíamos.

Me atrevo a decir que a pesar de la situación que estamos pasando, ni siquiera nos estamos formulando las preguntas correctas para redireccionar nuestro actuar educativo. En este contexto, considero que la pregunta más frecuente es aquella que se ha ido desarrollando en este artículo, es decir, ¿cómo educar?

No obstante, existen preguntas de fondo que también deberíamos plantearnos. Las constantes protestas en distintos lugares de nuestro país nos están señalando que debemos educar en el diálogo; el conflicto de los residuos sólidos en Cochabamba hace pocos días y en La Paz el año pasado, nos obligan a educar en el respeto del medio ambiente; los hechos de corrupción en torno a los respiradores nos indican que debemos educar en la transparencia y la honestidad. ¿Cómo lo hacemos? ¿Quiénes se suman? ¿Es solo responsabilidad de la escuela? ¿Lo lograremos usando Google y la suma de todas las Apps disponibles?

También valdría la pena llegar a la pregunta de fondo: para qué educar. Esta pregunta nos debe llevar a pensar qué tipo de país queremos ser en unos años, si queremos quedarnos en la Edad Media, tiempo en el que ha permanecido la ciudad de Trinidad, o si deseamos dar un salto al mundo actual.

La Tiza Dorada no solo fue un despropósito en su tiempo, es todavía hoy una bandera para algunos educadores retrógradas que no están dispuestos a hacerse las preguntas correctas y que, a partir de discursos demagógicos, todavía piensan que poseen todas las respuestas.

Nos queda la esperanza…

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