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“Aunque pequeña es la Patria, uno grande la sueña”, escribió Rubén Darío en el poema Retorno sobre su país natal, Nicaragua, una nación que si bien es más pequeña que Bolivia (tiene 130.370 km²), es la más grande de Centro América y el Caribe, con una población de más de seis millones de personas. Con casi dos siglos de vida independiente, el próximo 19 de julio se conmemorará 42 años del triunfo de la Revolución Popular Sandinista, esa que estuvo absolutamente permeada por los rasgos esenciales de la identidad nicaragüense: el espíritu de lucha por el país amado y el amor por la poesía, parafraseando a la leona Gioconda Belli.

Cuatro décadas después de lo que fue la última revolución armada en la historia de América Latina (desarrollada entre 1979 y 1990), la mística que inspiró a una generación de ciudadanas y ciudadanos “nicas” y las banderas rojinegras ya no infunden orgullo, sino todo lo contrario, provocando además el ninguneo global de una realidad que debilita nuestros sistemas de democracia de la región y a la que toca prestar especial atención y, por supuesto, solidaridad.

Vayamos al grano: en abril de 2018 la violenta represión gubernamental de las manifestaciones populares dejó más de 326 muertos y 2.000 heridos. Muchas más personas fueron encarceladas o forzadas al exilio, cifras y abusos confirmados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), así como por otros expertos independientes.

Desde 2018, el gobierno del presidente Daniel Ortega ha resistido cualquier llamado para realizar elecciones adelantadas o implementar reformas democratizadoras. Al contrario, el Ejecutivo parece haber decidido asegurar que las elecciones previstas para el próximo 7 de noviembre de 2021 se alejen de condiciones democráticas básicas como son la libertad de participar y la independencia de órganos relacionados con la justicia y el sistema electoral.

La violencia y la represión observadas en Nicaragua desde que comenzaron las protestas en abril de 2018 son el producto de la erosión sistemática de los derechos humanos a lo largo de los años y ponen en evidencia la fragilidad general de las instituciones que deben garantizar el Estado de Derecho, ha señalado Zeid Ra’ad Al Hussein, ejecutivo de la ACNUDH, y esta situación explica el epicentro de un contexto que ha tenido diferentes episodios de vulneración aplicados en diferentes territorios nicaragüenses, uno de los últimos eventos se produjo en  junio de 2021 con la detención de cuatro precandidatos presidenciales más visibles de la oposición —Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro— así como miembros de sus equipos y también han sido detenidos líderes del sector empresarial y de la sociedad civil, como José Adán Aguerri, la activista Violeta Granera y el exministro y economista José Pallais.

En este marco, en las últimas jornadas varias expresiones en contra de esta situación se han manifestado como las de académicos e investigadores de la política y de temas sociales de América Latina, a través de la Carta abierta sobre la escalada de represión política en Nicaragua antes de las elecciones de 2021. La ONU también instó a las autoridades a respetar sus obligaciones internacionales de derechos humanos y pidió la liberación inmediata de los líderes opositores, así como la restitución de sus derechos políticos. La CIDH, a través de su Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua (MESENI), y la Oficina para América Central del ACNUDH se sumaron a la condena a la persecución penal de líderes y lideresas de la oposición nicaragüense que hicieron públicas sus aspiraciones políticas.

Muy recientemente, el 15 de junio en la reunión del Consejo Permanente de la OEA, 26 países miembros demandaron elecciones libres, justas, transparentes y observadas en Nicaragua, votaron en contra cuatro representantes de Nicaragua, San Vicente y las Granadinas, y Bolivia; mientras que Honduras, México, Argentina, Belice y República Dominicana se abstuvieron.

A dos años y dos meses de los hechos luctuosos de 2018, el contexto nicaragüense tiene una institucionalidad de sociedad civil con limitaciones en su actuar (de recursos humanos, financieros y de cobertura territorial), para responder ante un escenario altamente polarizado y tenso, por lo que la incertidumbre aún está presente fruto del escenario sociopolítico y a efectos del cambio climático (sequía, tifones, entre otros). Por otro lado, la contracción económica (crecimiento negativo sostenido) coloca a las familias en una situación de mayor exposición a la vulnerabilidad. Esta recesión económica afecta especialmente a los sectores más empobrecidos como son las familias campesinas y quienes habitan en los cordones periféricos urbanos.

Esta situación de alta polarización en la que confluyen posicionamientos encontrados y desafortunadamente medidas represivas, dividen a la sociedad, coadyuvan a que germinen sentimientos irreconciliables, afectando la cohesión y el tejido social nicaragüense. Esta realidad la sentí y viví cuando me tocó trabajar en Nicaragua en 2019. Conocí el territorio, su historia, sus calles, sus carreteras, sus organizaciones, pero especialmente a su gente sencilla, amable y muy respetuosa. Si en algún lugar está el paraíso, sin duda también lo está en tierra "nica" y por eso creo firmemente que este pueblo requiere de nuestra atención y solidaridad.

Que lo injusto no nos sea indiferente, nos recuerda en sus notas Leon Gieco. Las hermanas y hermanos nicaragüenses nos necesitan. No los apoyamos con suficiente fuerza cuando se produjeron las masacres de 2018; pero ahora, con miras a sus elecciones presidenciales de noviembre de 2021, demandan que nuestros ojos estén puestos en el desempeño de su institucionalidad democrática para que se cumpla con parámetros mínimos de transparencia e independencia y, por supuesto, brindar toda la energía posible para establecer una infraestructura de paz con justicia social y verdad. Parafraseando a John Buchan, requerimos apoyar la construcción de paz que es como la pesca, la persecución de algo escurridizo, pero alcanzable, una serie continua de momentos para la esperanza de que otro mundo es posible.

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