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La salud, sí, ¡la salud! Palabra fundamental, la posibilidad de estar vivos y en toda la plenitud del uso de nuestras potencias vitales. Es decir, la potencia de simplemente ser, la arrogancia, el hecho de que nada se interponga entre yo y el mundo porque sólo es así, y el sentir que cada uno puede hacer lo que quiera con su cuerpo. ¿Lo que queramos? ¿tanto poderío tenemos? ¿Pero eso es la salud: una omnipotencia? Creo, definitivamente, que no.

Gran dilema milenario: ¿Tenemos algo llamado cuerpo? O, por el contrario, ¿sólo somos eso, un cuerpo? Si creemos que lo tenemos, que es una propiedad, una posesión con la que podemos hacer lo que nos de la gana, fallamos, porque la salud, justamente la salud, y su falta, la vulnerabilidad de todo cuerpo vivo, nos demuestra que no existe ninguna propiedad, ninguna seguridad.

Si creemos que sólo somo un cuerpo más, entonces la aceptación de la vida es más cruda, pero más sincera y humilde: sólo existimos porque la fuerza de la evolución aquí nos trajo, al punto de hacernos creer que tenemos un cuerpo y que de él usufructuamos algo… ¿qué? La vida. Esa máxima ilusión que, sin embargo, es solo eso: una ilusión perfectamente construida por nuestro equipo físico extremadamente complejo, que posee tantas cosas increíbles llamadas órganos y sistemas, y que, gracias a nuestro extraordinario cerebro, parece ser puro poder, pura fuerza, pura voluntad.

Pero la salud, ese sutil equilibrio del que no somos conscientes, ese olvido de tener cuerpo y solo vivir, es extraordinariamente frágil. En el transcurso de la vida de cualquiera de nosotros, en cualquier momento, en cualquier hora o incluso en minutos, se quebranta, se daña, se pierde momentánea o definitivamente. Tendemos a la homeostasis, es verdad. Nuestros organismos se regulan solos, están en un equilibrio dinámico en todo momento, regenerándose, reponiéndose, reubicándose ante un medio que suele ser hostil, y no solamente el medio físico, el ambiental, sino también el construido por los otros seres humanos que tan capaces son de vulnerar a sus semejantes, queriendo o sin querer. Entonces sabemos que vivir es en realidad una suerte de permanente recomposición, una cuerda floja por la que hay que pasar y la salud parece ser la seguridad de nunca caer al abismo. Pero no: la salud es la cuerda. Y al abismo no le importa quién cae en él.

Por eso tener salud sigue siendo lo más importante de los seres vivos, y por eso, las palabras benéficas que nos decimos a tiempo de encontrarnos unos con otros y que son heredadas de Roma, se llaman saludos, deseos de salud, de entereza, sol- y holos, cualidad de ser enteros. Es como el italiano salve, también saludo romano, que, asociado a salvar, es también desear salud. Ave en las mañanas, salve en las tardes, saludaban los romanos como los griegos se decían jáire, “alégrate”, o hygiáine, “ten salud”, como recuerda el filólogo Francisco Gómez Ortín. La salud produce alegría, y es cierto, la falta de salud, tristeza, pesar. El paraíso es salud, vitalidad, alegría, el infierno dolor, asociado a la enfermedad, la muerte, la disminución. Así entonces y para despedirse, como señala Gómez Ortín, los romanos usaban el verbo vale, “sé fuerte”, una fórmula que aparece en este epitafio de Cátulo: “in perpetuum, frater, ave atque vale, es decir, “hermano, te saludo y despido para siempre”, o aún más, “te saludo y sé fuerte para siempre”.

Por todo esto, y si valen estas palabras en este momento, nunca estaré, ni estaremos, lo suficientemente agradecidos con los médicos, esos cuidadores, guardianes de la cura, restablecedores de la salud. Es una tarea titánica porque la entropía nos tira hacia la muerte, el caos, la desintegración, pero la medicina batalla contra esos titanes. Los médicos son, y los que no, deberían ser, quijotes, es decir, entregados a la batalla contra la enfermedad y ese amor por la salud de todos sin más retribución que el bien hecho, tal como pide su juramento, de vivir y practicar su arte “de forma santa y pura”, o  “con conciencia y dignidad”, teniendo como su primera preocupación “la salud y la vida del enfermo”. El respeto absoluto por la vida humana: pero también la vida en cualquiera de sus formas, el don más alto de la evolución sobre este planeta Tierra. En tiempos de pandemia, nunca estaremos suficientemente agradecidos a los que practican la cura de la salud. Y siempre, como ahora que escribo, debemos recordar que sin salud nada vale, todo es frágil, todo es polvo en el viento…fantasma, ilusión de lo que fue, lo que pudo ser, o de lo que será.

Somos frágiles, decía Sting. Como repiten las gotas de lluvia, que se rompen al caer. En el triunfo romano, la soberbia, la vanidad del general triunfador se combatía con las palabras que un sirviente le decía al oído: “respice pos te! Hominem te esse memento!”: “¡mira detrás de ti! ¡recuerda que eres un hombre!” Ser vivo es ser mortal. La salud no es más que ese equilibrio intermedio, solamente una ventana, como decía Ángel Quintero, “que entre la vida y la muerte abre sus alas”. Pero la pérdida de la salud, por pequeña que sea, sirve para no olvidar que ese pequeño hilo en el que nos equilibramos vale la pena de ser vivido. Salve…

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