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¿Qué ocurre en el mundo hoy? Miles, millones de cosas y acontecimientos, pero me concentraré en reflexionar en un punto clave del siglo XXI: el retorno (¿será que alguna vez se fue?), el recrudecimiento, la profundización del fanatismo, la intolerancia, la agresividad y el odio humanos. Puedo llamarlo de muchas maneras: corrientes de opinión, ideologías, dogmas, fantasías colectivas, imaginarios, mentiras compartidas colectivamente, etc. En todos los casos, me refiero a lo mismo: la inmensa, sino infinita, capacidad de los seres humanos para ser sectarios y exaltados, para creer cualquier cosa que confirme sus creencias previas (el sesgo de confirmación) o les produzca nuevas creencias, por muy basadas en irrealidades y falsedades que estas sean.

Da lo mismo que sean seguidores de Trump, de Putin, de Jong-Un, Iglesias/Errejón, como de Bolsonaro, AMLO, Maduro/Cabello, los Castro o Díaz Canel, Ortega/Murillo,  Fernández y Fernández, Morales/Linera/Quintana/Arce/Choquehuanca y un largo etcétera de personajes llenos de poder. Da lo mismo que sean de izquierda o de derecha o de un continente o de otro. También pueden ser seguidores de celebridades mediáticas que están en contra de las vacunas, que creen en todo tipo de conspiraciones planetarias o galácticas; también pueden creer en todo tipo de fantasías de salvación, sectas o congregaciones religiosas, profesar tendencias new age, activismos que pueden ir de la defensa del rifle al derecho a una infinita gama de orientaciones sexuales, o creer en todo tipo de terrores basados en hechos inexistentes, como el odio a los payasos que cunde en Estados Unidos. En fin:  no se trata –y esto es muy importante que se comprenda—de si estos fervores colectivos del siglo XXI se basan o no en causas justas –que las puede haber, aunque sean difíciles de definir: ¿justas para quién o para qué? ¿dónde está el juez universal?—. Se trata, más bien, del inmenso poder de las emociones y de las versiones tergiversadas de la realidad que los seres humanos podemos poseer y multiplicar.

Conozco muchas personas, muy buenas y bienintencionadas, que podrían enojarse por plantear cosas como esta. A sus creencias las llaman valores, ideales, principios. Casi siempre, y aunque quizás escondan un lado oscuro, están movidas por causas nobles, que buscan el bien, la justicia social, el bienestar, la equidad, los derechos de todos, etc. El punto es que, como se trata de una posición tomada en algún momento de la vida y que funciona para autojustificarse,  opera según el patrón de la disonancia cognitiva, como fue planteado por el psicólogo Leon Festinger. Simplificando mucho, si uno, al declararse seguidor de una causa social, observa que esa causa, una vez convertida en ley o política real de Estado, genera sufrimiento de otros, tiende a justificar dicha crueldad: no importa que una persona sea inocente y que nuestros “principios” le provoquen un gran perjuicio (detenciones arbitrarias, juicios amañados, destierros, persecuciones, muertes civiles e incluso la muerte física). El principio de la disonancia cognitiva nos diría que nosotros somos personas “decentes, justas y razonables”, y que por lo tanto no podemos provocar, y mucho menos legitimar, conductas crueles. Pero, para superar dicha disonancia, entonces tendemos a justificar el acto cruel: esa persona o esas personas “se lo merecen”. Se suman a esto las intensas campañas de justificación de las arbitrariedades, que ahora son posibles gracias a las redes sociales digitales y otros canales de comunicación. “No es venganza”, dicen, “es justicia”. Pero lo único que están haciendo es reducir la disonancia y convertirla, gracias al grupo de adhesión, en una virtud: “estamos haciendo justicia”, “estamos del lado correcto de la historia”, “somos los portadores de la verdad”. Aunque nada de eso sea cierto, y provoque más fanatismo, más odio y justificación de la crueldad.

Hace poco tiempo, un estudiante de la carrera de Historia me decía que el fundamentalismo no mide cuando quiere dañar al otro. No se miden los fundamentalistas, y sus actos violentos son considerados virtuosos. Estábamos hablando del dinamitado de los budas de Bamiyán, por parte de los talibanes, ocurrido en Afganistán en marzo de 2001. ¿Cuántas cosas se están dinamitando ahora, y estos bombazos, estos estallidos (¿será casual que se habla de “estallidos sociales”?) aparecen, a ojos de sus defensores, como actos santificados, glorificados, legitimados. Da lo mismo que sea derribar estatuas de Colón (quien murió en 1506 y mucho no puede defenderse), o atacar periodistas, o invadir países, o condenar con falsos procesos a los rivales políticos. Da lo mismo ser agresivo en grupo y sentirse autorizado para atacar a los que se nos oponen a nombre del pueblo, de la patria, de la justicia, de la verdad o cualquier otra entelequia. El causar daño es una recompensa legitimadora del poder del grupo. ¿Que se trata de personas que fueron discriminadas por siglos, sometidas a todo tipo de explotación y abusos, y que por eso tienen derecho a la violencia? El problema de esto es que entonces se convierten en lo que dicen combatir: los discriminadores y abusivos se vuelven ellos. No es un problema de ser pobre, o ser del pueblo. Es, simplemente, la legitimación de la violencia de los míos como buena, aunque cause dolor, sufrimiento, humillación y muerte a los otros. Y si los otros piensan igual, entonces las sociedades, estos cúmulos de personas interactuando necesariamente (porque se necesitan unos a otros), están condenadas a la intolerancia, el odio, las dilaciones, los ataques, las venganzas, en fin, la violencia.

¿Este es el mundo que queremos? ¿Este es el mundo mejor al que aspiran los “progresistas” del siglo XXI? Un mundo cada vez más orwelliano, como ya se vive en Corea del Norte, Irán, la Federación de Rusia, y más cerca, en Nicaragua, Cuba o Venezuela. Por supuesto, ni siquiera Estados Unidos (país autoconsiderado como el “adalid” de la democracia) se salva: es también el sueño de los seguidores de Trump. Por eso, insisto: no es un problema de izquierdas o de derechas. Es la caída pasmosa de los seres humanos en un mundo de guerra, pillajes, odios, humillaciones; en fin, de desastres causados por los propios seres humanos.

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