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De tiempo en tiempo, cada vez que el país se horroriza con crímenes graves y violentos, en especial aquellos que vienen del abuso a los menores, mujeres e indefensos, salen en escena ciertos personajes políticos con las soluciones de la inquisición, cual Tomás de Torquemada, munido de la antorcha colonial llevando a la hoguera a los herejes, hoy un asambleísta, legislador plurinacional, ha propuesto la pena de muerte para ejecutar a los feminicidas, y además del escarnio público de practicar este rito con infamia cada 6 de agosto, como homenaje al aniversario de fundación de la República.

Lamentablemente, esto no es casual ni aislado, el legado de la leyenda negra de la inquisición también se ha expresado ofertando la cadena perpetua, la castración química y otros tipos de tratos crueles y degradantes que la civilización los califica como formas de tortura. La barbarie no se combate con mayor barbarie.

La humanidad ha avanzado más de 500 años de historia para desarrollar progresivamente un régimen internacional de derechos humanos, que de manera consistente con el derecho a la vida y la dignidad de las personas ha ido proscribiendo este tipo de sanciones penales inhumanas. El artículo cuarto de la Convención Americana de Derechos Humanos dispone de manera expresa, que en aquellos países –como Bolivia– donde se ha abolido “no se restablecerá la pena de muerte”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su jurisprudencia, ha dejado sentado que los Estados tienen el deber de “limitar definitivamente su aplicación y su ámbito, de modo que ésta se vaya reduciendo hasta su supresión final”[1].

Asimismo, la Corte IDH en su Opinión Consultiva sobre Restricciones a la Pena de Muerte de 8 de septiembre de 1983 ha concluido que cuando un Estado ha abolido la pena de muerte de su legislación penal, está prohibido “de modo  absoluto el restablecimiento de  la pena capital para  todo tipo de delito, de tal manera que la decisión de un Estado  Parte en la Convención, cualquiera sea el tiempo en que la haya adoptado, en el sentido de abolir la pena de muerte  se convierte, ipso  jure, en una resolución definitiva e irrevocable”.

De manera concordante con las obligaciones internacionales de derechos humanos, la Constitución boliviana en su artículo 15 señala que: “Toda persona tiene derecho a la vida (...). Nadie será torturado, ni sufrirá tratos crueles, inhumanos, degradantes o humillantes. No existe la pena de muerte”, concordante con el artículo 118°, que además de prohibir la infamia, establece que la máxima sanción penal será de treinta años de privación de libertad, sin derecho a indulto. Asimismo, en su artículo 114° se sanciona con la destitución del cargo a aquellas autoridades públicas que instiguen o consientan cualquier forma de violencia y tortura.

También hay que recordar que la Asamblea Legislativa Plurinacional sancionó la Ley 423 de 16 octubre de 2013, que aprueba la adhesión de Bolivia al “Protocolo de la Convención Americana de Derechos Humanos Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte”, adoptado el 8 de junio de 1990, por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, que compromete al país con la no aplicación de la pena de muerte a ninguna persona sometida a su jurisdicción, con lo que el principio de no regresión queda blindado.

La trilogía que plantea: leyes duras, penas altas y cárcel para todos como respuesta a las crecientes demandas sociales por una mayor seguridad ciudadana, constituye una expresión de lo que se ha venido en llamar el fetichismo legal, por el que se cree que las reformas legales por sí mismas pueden cambiar la realidad del sistema de justicia penal.  Se suele simplificar los problemas de la seguridad pública y la impunidad del delito, bajo el discurso de mano dura se cae en la fácil tentación autoritaria de plantear el incremento de penas, el endurecimiento de los procedimientos y las políticas de encarcelamiento como la mejor respuesta frente al problema de la delincuencia, como si tuvieran per se un efecto preventivo o disuasivo.

No cabe duda de que la situación es difícil y compleja, el país arrastra una crisis judicial de larga data. Se modifican las leyes, pero no se reforman las instituciones; se incrementan las penas, pero no se aumenta el presupuesto público del sector justicia; se crean nuevos delitos, pero se mantiene la vieja forma de funcionar como sistema. Las políticas de mano dura y encarcelamiento solo eluden el corazón del problema, que tiene que ver con la forma cómo se ha venido integrando el cuerpo de servidores judiciales. Las redes y estructuras de corrupción, sumadas a los casos de error judicial, el relajamiento en los controles internos y de los filtros de calidad institucional, sumados a la poca prolijidad y falta de probidad de muchos de sus funcionarios, en un contexto de consagrar mayor punitivismo, solo extenderían el margen de opacidad, arbitrariedad y discrecionalidad, en detrimento de los propios ciudadanos, que estarían más desprotegidos frente al poder penal del Estado.

Ha llegado el momento de una reforma democrática de la justicia, basada en el respeto de las garantías, con las condiciones institucionales y capacidades humanas suficientes para investigar con la debida diligencia y enjuiciar con el debido proceso, con jueces y fiscales probos e independientes. Esto solo será posible si se gestiona un gran acuerdo nacional por la justicia que viabilice un proceso de lustre, depuración y saneamiento de la judicatura y del Ministerio Público, y que siente las bases de una nueva justicia imparcial, remozada y fortalecida para cumplir su rol de garante de los derechos de todos los bolivianos y bolivianas.


Ramiro Orías Arredondo es abogado, Oficial de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF). Las opiniones del autor son de índole personal y no comprometen a las instituciones de las que pertenece.

[1] Corte IDH. Caso Hilaire, Constantine y Benjamin y otros vs. Trinidad y Tobago. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 21 de junio de 2002. Serie C No. 942. 99, y Caso Raxcacó Reyes vs. Guatemala. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 15 de septiembre de 20053 párr. 56.

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