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Si en gran parte del siglo XX una estructura social estaba caracterizada por el trabajo, el salario, la primacía del Estado para construir la identidad nacional, y el desarrollo de una serie de actividades cotidianas con el fin de comprometer diferentes valores sociales de integración y reconocimiento recíproco, en el siglo XXI todo ha cambiado drásticamente. El papel del Estado se transformó de múltiples formas y enfrenta varias dificultades para promover la cohesión social, el imperio de la ley y la regulación equilibrada de las relaciones sociales.

Definitivamente, el Estado en muchas regiones del mundo está imposibilitado de transmitir preceptos morales colectivos porque los universos simbólicos y la cultura ahora estarían determinados por el post-deber, donde las viejas obligaciones hacia la familia, el orden estatal, la patria o la nación colapsaron para abrir las puertas a una estructura más permisible que endiosa los “placeres” en la construcción del ego, el cual está orientado, al mismo tiempo, hacia el estímulo de condiciones anómicas, es decir, hacia el descontrol donde prima la ausencia de normas, instituciones y se rompe con el derecho como un conjunto de reglas de obediencia obligatoria.

La libre determinación del ego parece ser la marca principal en la globalización actual. Lo curioso y contradictorio radica en que dicho ego insubordinado, impulsa la creación de nuevos derechos y algunas posibilidades como la legalización de las drogas, el aborto, el matrimonio gay, la promoción abierta para comercializar células madre, los derechos de las minorías sexuales, la legalización de la prostitución y el reconocimiento de una sociedad más cosmopolita. El “derecho a todo” destruye también las mínimas condiciones de orden y del Estado de Derecho. Empero, esta supuesta apertura democrática hacia un mayor número de derechos, oculta también la aparición de un tipo social de psicópata que no es considerado enfermo mental, sino un tipo de persona que busca el poder para dañar a los otros, un psicópata que no tiene restricciones para nada. Los que impulsan el derecho a todo, no le temen al Estado ni a la ley, sino que son capaces de desbordarlo todo. La sociedad postmoderna trajo esta contradicción entre el acceso a varios derechos y el lanzamiento del ego que disfraza conductas psicopáticas y muchos trastornos de personalidad.

Para el sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1994), vivimos una época donde reina la sociedad pos-moralista; es decir, una colectividad que repudia la retórica del deber austero y la moral chauvinista, coronando los derechos individuales a la autonomía, al deseo y a la felicidad según la lógica de un egoísmo racional. Así se desterrarían las prédicas extremistas y se otorgaría crédito a las normas indoloras de una ética individualista fuertemente transgresora. Esta perspectiva coincide con la economía de mercado, espacio donde la oferta y la demanda constituyen el patrón para dirimir y solucionar las necesidades cuantitativas de una sociedad que entroniza al individuo con capacidad para elegir y auto-realizarse en un mar abierto de opciones, inclusive al margen, o en contra, de la ley.

¿Cómo se relacionan estas transformaciones con una serie de delitos como la trata y tráfico de personas, por ejemplo? La relación es directa porque poner el privilegio en la construcción del ego estaría considerando que los derechos de uno, no terminan donde comienzan los derechos de un tercer sujeto, sino que éste es visto como una cosa, instrumento, vía de satisfacción, oportunidad material aprovechable y competidor amenazante al cual es necesario anular o someter constantemente. Los efectos de una época post-moralista liquidan las viejas convicciones sobre la preeminencia de los Derechos Humanos. Si dejamos que la comercialización y explotación de las personas proliferen o estén sometidas al juego mercantil, entonces surge un violento choque entre ética y mercado, debido a que el exceso de permisividad junto con la violencia estructural y el Estado anómicos, suprimirían cualquier límite que es necesario establecer para normar las acciones de los individuos en la práctica.

En la sociedad del post-deber se vulneran los derechos de terceros una y otra vez, apareciendo impresionantes maniobras en torno a la prostitución, el consumo de drogas, alcohol y toda manifestación que no pone freno a la construcción del ego hambriento de placer y capaz de todo. Esto tiende, hipotéticamente, a incrementar el número de varios delitos y la convicción de que cualquier intento por reprimir las pasiones, los gustos y las decisiones del individuo son algo inútil. El derecho a todo es una estupidez y falacia democrática que debería demolerse.

Asimismo, la sociedad posmoderna marca una influencia directa en el tipo de aventuras amorosas. Hoy, hombres y mujeres enfrentan cambios importantes en sus roles sociales, de tal manera que las relaciones sexo-amorosas se caracterizan por la fragilidad, fugacidad, la ausencia o el temor a comprometerse y, al mismo tiempo, los seres humanos del post-deber están afectados por las dudas respecto a cómo manejar sus libertades y gozar de seguridad emocional. La actual sociedad de consumo utilitario convierte a las relaciones amorosas en un conjunto de afectos transitorios y líquidos, es decir, pasajeros, desechables y, en gran medida, reemplazables. Esto es lo que atiza el fuego de la prostitución, así como el uso indiscriminado de relaciones delictivas como la trata de seres humanos.

Bien lo dijo el sociólogo británico Zygmunt Bauman (2004), cuando consideraba que el amor líquido, totalmente vacío, cambiante e irresponsable es la expresión clara de la sociedad de consumo existente. Afirmaba también que la modernidad del post-deber impacta fuertemente en las relaciones de pareja o aquellas vinculadas con lo que consideramos es el prójimo. Si bien los seres humanos quieren relacionarse sentimentalmente por miedo a la soledad, esto no quiere decir que traten a su mundo afectivo como algo duradero y vinculado con el compromiso o la responsabilidad necesaria para asumir el mundo afectivo como una totalidad de certezas psicológicas. Por el contrario, el relativismo, la incertidumbre y el instrumentalismo se imponen para privilegiar la individualidad que, muchas veces, rechaza la confianza en otras personas, a quienes ya no se valora como seres humanos, sino como objetos de explotación y dispendio, tal como lo muestra el delito de trata y tráfico.

De igual manera, el matrimonio como institución social reconocida, por ejemplo, se encuentra en una crisis debido al aumento de separaciones, divorcios o la solicitud de novias por correo que la trata estimula en sociedades con alto nivel de ingreso. Esto muestra que las personas prefieren anteponer sus intereses personales, placeres, expectativas profesionales y búsquedas de satisfacción utilitaria, casi exactamente igual a los patrones consumistas de una serie de mercancías. En el fondo, hoy parece que podrían desecharse muchas parejas, relaciones y personas.

El amor líquido también observa que los roles de la mujer cambiaron de manera substancial. Actualmente las mujeres tienen en sus manos la capacidad de tomar múltiples decisiones que afectan a su vida diaria: el tamaño de su familia, su comportamiento reproductivo autónomo, la participación en el mercado laboral, el mejoramiento de sus conocimientos y estudios, la vida sentimental ligada al matrimonio u otras formas de convivencia y, sin duda, las mujeres están claramente modificando sus patrones de comportamiento en el ámbito de la plena independencia económica. Estos cambios de rol no solamente se manifiestan en las sociedades altamente industrializadas, sino que también existen datos para identificar los mismos cambios en casi todo el mundo. Las mujeres parecería que prefieren amar en forma líquida, los hombres actúan como un líquido en sus búsquedas afectivas y el conjunto de las relaciones sentimentales se convierte en una fluidez que, poco a poco, desprecia toda estabilidad.

Para el caso de América Latina, podemos afirmar que las mujeres aún están en un proceso para romper una serie de barreras impuestas por la cultura machista. Prevalecen todavía las amenazas de la discriminación en diferentes ámbitos como el trabajo y la misma familia, debido a que sus ingresos normalmente son más bajos. Al mismo tiempo, las relaciones sentimentales continúan siendo influenciadas por la violencia, lo cual genera una serie de obstáculos para una autonomía satisfactoria y el ejercicio activo de sus derechos. La mujer aún es una presa utilizable y aprovechable para los placeres del varón, lo cual exacerba el negocio de la trata de seres humanos.

Las características del amor líquido pueden aplicarse a la realidad contemporánea porque las mujeres al iniciar una relación sexo-sentimental buscan apoyo y confianza, pero, simultáneamente, están más predispuestas y conscientes de la necesidad de mejorar su posicionamiento en varios cargos públicos y privados de importancia. Por lo tanto, las mujeres evitan involucrarse en varios compromisos que perjudiquen, en el mediano y largo plazo, la consolidación de sus planes profesionales, personales y materialistas. Al otro lado de la medalla, los hombres individualistas y posesivos tienden a buscar lazos efímeros, enfatizando en el prejuicio de una mujer explotable para el placer, lo cual disemina la idea de un mercado, inclusive ilegal, de mujeres como víctimas de trata.

En una cultura machista y patriarcal, para hombres y mujeres es más atractiva la búsqueda de distintas alternativas sobre una pareja, antes de tomar decisiones más duraderas. El machismo ha deformado las concepciones sobre lo que significa el amor porque lo convirtió en una búsqueda únicamente hedonista. Tanto para los hombres como para las mujeres, el machismo los conduce al deseo de imponer voluntades, deseo de poseer al otro, exactamente como si se tratara de poseer una mercancía cualquiera. El machismo y la cultura de consumo se refuerzan mutuamente, alentando en muchos casos las acciones delincuenciales de la trata y tráfico de seres humanos.

Las sociedades contemporáneas de Europa han desarrollado muchas condiciones que favorecen diferentes opciones libres para las personas. Específicamente, las naciones democráticas permiten reproducir múltiples derechos y libertades; sin embargo, la sociedad industrial nos hace creer que dichas libertades se caracterizan únicamente por las decisiones para comprar o acceder a bienes materiales. Muchas personas que quieren relacionarse unas con otras llegan a considerar que la libertad de elección para escoger una mercancía, tiene el mismo estatus que cuando se elige un conjunto de personas con quienes relacionarse.

En síntesis, hoy da la impresión de que es más importante la libertad de consumir y reemplazar una serie de productos en función de las satisfacciones materiales, antes que las satisfacciones morales y sentimentales de corte tradicional. Esto perturba la calidad de las relaciones humanas porque muestra de qué manera las personas utilizan sus libertades con objetivos más oscuros e instrumentales, descartando otro tipo de metas éticas. La posibilidad de ejercer compromisos éticos es una de las deficiencias de la modernidad líquida donde todo es efímero, artificial y movible rápidamente porque las personas, constantemente, tienen miedo de arriesgar sus afectos por medio de relaciones afectivas y beneficiosas para tomar decisiones más éticas. Es necesario defender la ética, entendida como la posibilidad de vivir una vida humanizada, lejos del consumismo y cerca de valores de sacrificio y sentimientos ligados al universo espiritual para convertirnos en seres humanos verdaderamente íntegros y con límites frente al desenfreno del enfermizo derecho a “todo”.

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