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Consustanciales a los Estados complejos y signados por las divisiones jerárquicas, los censos se han efectuado a lo largo del mundo desde la antigüedad. Los antiguos Estados de Mesopotamia, Egipto, China, India y Roma llevaban adelante censos de manera periódica, en lapsos de diez años como en Egipto, y de cinco años, como en Roma.

Justamente es a la cultura romana a la que le debemos la terminología vinculada a los censos: la misma palabra censo, que proviene del indoeuropeo kens, con el sentido de proclamar, hablar solemnemente, pero también estimar, dar una opinión. Para Mommsen, ‘censo’ significa juicio o examen, y presupone el conocimiento de cuántas personas habitan un lugar en un momento dado, y, como dice Cañas Navarro, se trata “de un acto preparatorio a la formación de un ejército mediante una leva, a la celebración de unas elecciones y a la exacción de los impuestos directos, por tanto, fue considerado, y con razón, como un atributo originario de la magistratura suprema”.  El vínculo con lo militar estaba presente desde los primeros censos, tanto con el mundo de la venta de cosas (la mancipatio), como del catastro y los derechos reales. También servía, al conocer las propiedades de cada ciudadano, para ubicarlos según tribus o centurias, es decir, en clases.  Es decir que los censos, si bien eran recuentos periódicos de ciudadanos romanos (patefamiliae con sus respectivos dependientes), tenían funciones militares, de enclasamiento, de registro de propiedades, y claro, servía para la planificación de quiénes podían votar. 

En la familia léxica de censo está el término y cargo del censor, aquel magistrado romano que tenía a su cargo el llevar adelante los censos, pero también la misión de controlar las conductas, la cura morum, “vigilar la moralidad de los ciudadanos y sancionar los comportamientos indebidos”, como señala el DLE. De ahí nuestro concepto de censura: esa vigilancia represiva sobre lo permitido y lo prohibido, que proviene de la función de los censores romanos. Censura y censo, conceptos próximos… con una actualidad sorprendente en un país como Bolivia.

Pero además de este papel regulador y muy vinculado con el origen del derecho romano, el mundo de las leyes y regulaciones sociales que constituirán las sociedades occidentales, el censor tenía, como su nombre ya lo remarcaba, el deber de organizar los censos, que, en Roma, desde tiempos de Servio Tulio, se ejecutaban cada cinco años. A tiempo de presentar los resultados que un censor determinado había llevado adelante, se organizaba un rito clave de la cultura romana –aunque también de la griega—, que se llamaba lustratio, lustrum, equivalente a la κάθαρσις griega, la catarsis: una ceremonia de purificación.

Cada cinco años, como acto final antes de dejar su cargo, el censor organizaba el lustrum, un complejo ritual que servía para purificar a la sociedad romana, no tanto para expiar la comisión de crímenes o faltas, sino para solicitar la bendición y protección de los dioses. Estos ritos implicaban sacrificios de animales, porque la purificación viene acompañada de sacrificios expiatorios. Así, la lustración implicaba la culminación y el inicio de un nuevo ciclo social, un momento importante de renovación de la sociedad en su conjunto, y, de manera muy significativa, vinculada al conocimiento de los datos contenidos en las tablas censales: una amalgama entre lo técnico estatal y lo luminoso de lo ritual.

Pues bien, sólo en Bolivia los censos se vinculan, entonces, a lo contrario: a la calamidad que las lustraciones querían evitar, a los malos presagios. Sólo en Bolivia un Estado se opone a la ejecución oportuna de un censo –porque esto es fundamental desde tiempo antiguos: deben ser realizados a tiempo y con regularidad—. Sólo en Bolivia la población reclama censo, pero el gobierno busca pretextos para retrasarlo o, si pudiera, extinguirlo.

No se trata solamente de un recuento de habitantes elaborado conforme a los conocimientos precisos con los que hoy cuentan las ciencias demográficas. Se trata, por su origen, de un momento donde una sociedad podría purificarse, de manera muy parecida a los rituales de la ch’alla andina. Pero está visto que esta vez no es así. Que, en vez de catarsis, limpieza, purificación, renovación, lo que hay es corrupción, degradación. Y aunque vivimos en tiempos seculares, donde lo religioso y lo sacral no se vinculan a los actos de Estado como en la antigua Roma, no está demás recordar el origen ritual de los periodos fijos para la realización de los censos –los lustros actuales—.

En Bolivia, donde sólo se verificó un censo después de 75 años de creada la república (en 1900, en manos de los malhadados, hoy por hoy,  “liberales”). En Bolivia, donde se materializó el segundo censo 50 años después del primero, en 1950, cuando ya las Naciones Unidas recomendaban el cumplimiento de censos cada diez años… cuando a duras penas el siguiente censo vino 26 años después (algo es algo)… y el siguiente 16 años después… y por alguna extraña razón, en tiempos “neoliberales”, el próximo censo llegó ¡nueve años después! por única vez en nuestra historia, cumpliendo las recomendaciones internacionales e incluso adelantándose a lo expectable. Tiempos entonces, fastos, es decir, con el favor de los dioses. Si bien el último censo fue en 2012 (un lapso aceptable, sólo 11 años después del anterior), hoy no sabemos qué pasará. Llegaron, entonces, los tiempos nefastos: sacrílegos, desafortunados. Postergar a propósito el censo es jugar con los augurios y es señal de decadencia y ruina de un modelo social y estatal. 

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