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El último fin de semana de febrero volvió la fiesta del Carnaval entre trajes multicolores, música y danzas típicas, comparsas, juegos con agua y reuniones familiares después de dos años de suspensión por la pandemia, en un nuevo intento por recuperar nuestra cultura, identidad y la plenitud de la vida. El Carnaval de Oruro siempre ha sido definido como la máxima expresión de cultura, fe y devoción en Bolivia; pero, esta fiesta compite con la alegría del Corso de Corsos en Cochabamba, la tradición del Jisk’a Anata en La Paz, el Carnaval o “Fiesta Grande” en Santa Cruz, el Carnaval de Antaño en Sucre o el Carnaval de los chapacos en Tarija. Menos conocidos son el Carnaval Minero o la Bajada del Tata K'ajchu en Potosí, el Carnaval Trinitario en el Beni y el Carnaval en Cobija del que se habla muy poco en el resto del país.

En el caso concreto del Carnaval de Oruro ha sido el único reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural e Intangible hasta ahora. La idea de un patrimonio cultural común fue alentada desde los estados, ya que aportaba un sustrato material a la construcción de las “tradiciones nacionales”, reforzando la nacionalidad y contribuyendo, de este modo, a la cohesión y a la unificación territorial. En ese sentido, el patrimonio cultural, en sus inicios, estuvo fuertemente ligado con la construcción de la identidad nacional y representaba un testimonio unívoco y estático de una cultura pretérita, o de un pasado glorioso e irreversible (Mariano y Endere, 2017).

En medio de la fiesta del Carnaval 2022 y en la mayoría de los casos debido al excesivo consumo de alcohol, hasta el domingo 27 de febrero al menos una decena de personas perdieron la vida en accidentes de tránsito reportados en Santa Cruz, Cochabamba y la carretera al Desaguadero, según reportes periodísticos. Por otro lado, la Fuerza Especial de Lucha Contra la Violencia (FELCV) reportó 5 personas muertas el último fin de semana. Desafortunadamente muy a menudo la alegría del Carnaval deriva en violencia, desenfreno y luto.

En Bolivia, luego de dos años de la crisis política y sanitaria por la pandemia, las y los bolivianos vivieron los carnavales como un desahogo al estrés, ansiedad y depresión. El Carnaval renació como la ocasión de volver a reunirnos como familias y amigos, la alegría de abrazar y reír juntos; sin embargo, no faltaron esos momentos en que la mirada se perdió y en los que escapó una lágrima al sentir la ausencia de los que han partido en la pandemia, esos seres queridos que no tuvieron la ocasión de acceder a una vacuna, a terapia intensiva, ni a tratamientos costosos.

A pesar del Carnaval efímero y a instantes disonante, persiste la incertidumbre sobre el futuro inmediato, el desempleo, la fragilidad económica de nuestro país o las sombras de la muerte y el dolor que siguen preocupando ante las cifras de contagio y los vientos de guerra en el mundo.

Más allá del Carnaval, la casi normalidad de la actividad laboral y productiva y lo inmediato, aún está pendiente el retorno a clases de niños, niñas, adolescentes y jóvenes universitarios, cuya formación es vital para el desarrollo y el ejercicio pleno de su derecho a la educación. Todavía es necesaria una política pública desde el Ministerio de Educación que —más allá de haber anunciado el paulatino retorno a clases presenciales en todo el país— planifique e informe mejor sobre los niveles de vacunación entre estudiantes; las condiciones de bioseguridad en las unidades educativas y las universidades y la forma en que dará su apoyo de forma efectiva.  Según el último Censo de Población y Vivienda 2012 del Instituto Nacional de Estadística (INE), el 44 por ciento del total de la población boliviana son niños, niñas y adolescentes, y otro 23,4 por ciento son jóvenes de 16 a 28 años (proyección a 2018); por tanto, ambos sectores poblacionales representan el 67,4 por ciento, cifra más que representativa que debería ser prioritaria en términos de ejercicio de derechos y bienestar a largo plazo.

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