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En su reciente libro publicado por la Fundación Vortex (Bogotá, 2021): Súper red  de corrupción  en Venezuela: Cleptocracia, nepotismo  y violación de derechos humanos, Eduardo Salcedo-Albarán y Luis Garay-Salamanca sostienen que la corrupción en Venezuela ha llegado a niveles absolutamente inauditos en el mundo: el país sudamericano “se ha convertido en lo que posiblemente es el caso más grave de corrupción no sólo a nivel regional sino mundial; esta gravedad se refleja en la complejidad de sus estructuras y en la magnitud de los recursos públicos comprometidos”. Es un nivel tan alto de macro-corrupción y de cooptación institucional, que no dudan en llamarla una “súper red”, “cuyos impactos no tienen precedentes”, ni en la historia venezolana (país ya corrupto desde su misma creación, como todos los países latinoamericanos), ni en la historia mundial.

Utilizando un potente modelo de análisis de las macro-redes criminales, el régimen político de Venezuela sería mucho más que una red de macro-corrupción, porque implica una “grave situación de debilidad institucional, corrupción e impunidad generalizada en el sistema de justicia”, tanto como “por el alcance de la ilegalidad y de la corrupción registradas, y por su conexión con delitos transnacionales como el narcotráfico”. En fin: el agudo diagnóstico de Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca parecería que puede aplicarse, con una asombrosa facilidad, a lo que ocurre en Bolivia.

Sin embargo, como todo análisis de caso, hay muchas diferencias. Por ejemplo, existen procesos judiciales internacionales contra venezolanos del régimen madurista por lavado de dinero, corrupción o narcotráfico en una proporción mayor o no comparable con Bolivia. Tampoco el nepotismo es tan fuerte como en Venezuela, si bien existe en Bolivia. A diferencia de la mayoritaria reprobación del régimen madurista a nivel mundial, los diferentes gobiernos del MAS en Bolivia han sido vistos de manera bastante ambigua en el concierto internacional de las naciones: se ha preferido celebrar los éxitos de estos gobiernos, antes que criticar abiertamente los abusos de poder y atentados contra los derechos humanos cometidos en Bolivia por el MAS.

A pesar de las diferencias, podemos encontrar preocupantes similitudes entre el proceso venezolano y el boliviano, con ayuda del estudio de Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca.  Por ejemplo, gracias a la “concepción patrimonialista del gobierno”, que, tanto en Venezuela desde la llegada al poder del chavismo, como en Bolivia desde la llegada al poder del MAS, se ha reforzado un sistema de agudo clientelismo, el que viene de la mano de un pronunciado “deterioro institucional”, como sostienen los autores.  El modelo es el mismo en ambos países: con los altos recursos disponibles gracias a las altas rentas hidrocarburíferas, se han comprado favores políticos, tejiendo así redes clientelares aún más profundas que las ya preexistentes entre el Estado y la sociedad civil.

En este sentido, “[e]stos criterios clientelistas en la distribución de rentas no se derivan de un verdadero ejercicio democrático en el marco de una democracia sustantiva, sino en una formal, no por ello legítima, usualmente sustentada en procesos electorales ampliamente cuestionados”, sostienen (Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca 2021:36-37).  En estos momentos en que Bolivia se apresta a llevar adelante elecciones subnacionales, queda más que patente esta extrema manipulación de los mecanismos electorales para favorecer, incluso de manera abusiva y ventajista, el poder de un solo partido, o a un partido en el poder.

Por otra parte, el Estado y sus múltiples instituciones son vistos como un botín del que hay que apropiarse de manera total, no importando los medios para lograrlo, forzando de manera tramposa el orden jurídico o la ética. Así, tanto en Venezuela como en Bolivia se produce una “cooptación total de las instituciones”, con lo que se crea “una súper estructura articulada mediante numerosos individuos, personas jurídicas, e instituciones públicas”, tanto en uno como en otro país. Por eso no existe ni puede existir “independencia” de los diferentes poderes del Estado: están todos, o se les fuerza a estar, cooptados por una gran red de poder.

En Bolivia así mismo, la cooptación se extiende a los dirigentes y estructuras de representación de los diferentes cuerpos sociales, dado que Bolivia es probablemente el país más corporativo de América Latina. Justamente donde no hay cooptación, surgen los conflictos más graves con los gobiernos del MAS, sean los indígenas del Tipnis, sean los cocaleros nucleados en Adepcoca, sean los médicos y personal de salud. Allá donde la cooptación es exitosa, entonces se articula, justamente, una red de corrupción y, añado, de abuso de poder, como está ocurriendo, por ejemplo, con la COB, los sindicatos campesinos y otros niveles corporativos que se han convertido en otros tantos tentáculos de esta red de poder y corrupción estatal.

El tema da para largo, pero me basta aquí citar cómo Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca definen el concepto de macro-corrupción y cooptación institucional. Ellos sostienen que se trata de un proceso, y que se caracteriza “ ‘por la participación sistémica, planeada y coordinada de múltiples agentes que pueden ser (i) públicos y privados, (ii) individuos y organizaciones tales como  empresas privadas, y (iii) legales, ilegales o ´grises´, para ejecutar diversas acciones, actividades, relaciones o acuerdos (que) usualmente implican la manipulación de normas y procedimientos, tales como los procesos de contratación pública, el lavado de dinero a través de operaciones financieras nacionales y transnacionales (…), no sólo para obtener ganancias a corto plazo, sino también para cooptar instituciones y establecer relaciones estables con partidos políticos y sus líderes mediante el financiamiento de campañas electorales, por ejemplo, con la consecuente selección, cooperación y permanencia estratégica de determinados funcionarios públicos de alto rango en empresas estatales e instituciones públicas clave’, para asegurar la permanencia del esquema de cooptación de procesos públicos como la contratación pública” (Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca 2021:19-20). En fin: el concepto es muy rico, y perfectamente aplicable a lo que ocurre en Bolivia.

Todas las formas de ventajismo, de cooptación institucional, de redes de clientelismo, de manipulación de jueces, de irrespeto a normas y leyes (incluso a la propia Constitución) a través de triquiñuelas legales, de persecución judicializada a los “enemigos” políticos, de utilización de los recursos del Estado para favorecer las macro-redes de poder y corrupción, en fin, toda una serie de operaciones encubiertas, ilegales o ilegítimas, se desenvuelve también en Bolivia con sus características específicas que merecen estudios particulares sobre esta otra “súper red de corrupción”.

Aunque disfrazada de valores e ideales “progresistas”, en favor de los más pobres, de los indígenas, de la “madre Tierra” o cosas así, la realidad es muy distinta. Se trata del montaje de una red gigantesca de conexiones clientelares, que rondan con lo ilegal, y que se parece mucho al operar de las mafias. Pero todo esto, lamentablemente, genera no sólo deterioro institucional y junto a ella, “la consecuente impunidad generalizada” (para retomar las palabras de Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca), sino también graves violaciones de los Derechos Humanos, una alta victimización y daños muy profundos en el tejido social, en la paz y el Estado de derecho. Así,  y al igual que Venezuela, “[u]na de las principales consecuencias es, entonces, la imposibilidad de impartir justicia imparcial y expedita pues, por el contrario, el sistema de justicia tiende a convertirse en un instrumento adicional para reproducir y profundizar la cooptación institucional promovida por el régimen; es decir, la impunidad tiende a ser cada vez más estructural y permanente, al punto de distorsionar el espíritu institucional de la justicia” (Salcedo-Albarán y Garay-Salamanca 2021:110).

En ese escenario “de impunidad estructural”, sostienen los autores, se vulneran los derechos humanos permanentemente, y estas vulneraciones no son atendidas y sancionadas, sino más bien “se posibilita el uso permanente de la coerción para garantizar y agilizar la realización de intereses excluyentes e ilícitos del régimen cleptocrático y despótico de turno” (ibid.:111). Por todo esto, se trata de “dinámicas perversas” en las cuales “la violación sistemática de derechos humanos y el deterioro de ámbitos sociales y económicos, son simultáneamente causa y consecuencia de la profunda distorsión institucional registrada” (ibid.).

Así estamos. Creo que también Bolivia es otra “súper red de corrupción y de cooptación institucional”. Hacen falta claro, investigaciones puntuales y rigurosas, como las de Eduardo Salcedo-Albarán y Luis Garay-Salamanca para el caso venezolano. Sin embargo, las pruebas están delante de nuestros ojos. La reciente inquina contra los candidatos opositores que pueden ganar las elecciones subnacionales, y la cooptación patente de las instituciones jurídicas, como de las instituciones electorales, además de la propagación de falsas noticias a través de las redes sociales, etc., nos muestra un panorama de degradación (un sinónimo de corrupción) no solo de la política, sino de la vida social en su conjunto. Se trata, así, de un deterioro paulatino del Estado de derecho y de un aumento de la victimización social. Pero siempre es posible revertir este proceso, que ya no es “de cambio”, sino de creciente corrupción. Nada es para siempre.

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