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La fiesta y el carnaval son consustanciales de las estructuras relacionales de los bolivianos. Es prácticamente imposible entenderlos sin la persistencia, sin el arraigo, sin la obstinación e inmortalidad de la necesidad de fiestas a lo largo de todas nuestras vidas. Es como si naciéramos para participar en fiestas, y de ser posible, se muriera para seguir celebrándolas. Tal es la fijeza de las fiestas: sin ellas, piensan muchos bolivianos, nada somos.

Esta fijación con las fiestas tiene que ver con un rasgo fundamental de las estructuras de personalidad, y las estructuras relacionales de los bolivianos: la necesidad prácticamente absoluta de la vida social, de la sociabilidad, de los espacios y tiempos dedicados exclusivamente a la socialización de grupo.

La necesidad de pertenecer a un grupo es universal en los seres humanos, aparte de ser una condición para la subsistencia de los individuos y de la especie en su conjunto: somos una especie social por antonomasia. Sí, esto es así, pero esta universalidad no es absoluta, y conoce de gradaciones y especificidades locales. A lo largo de la historia, podemos observar estructuras de relaciones interpersonales que le dan una importancia mayúscula a la dependencia y la sumisión del individuo al grupo, como otras estructuras relacionales que le dan una importancia menor, y que estimulan, más bien, la independencia o la autonomía de la persona individual. Esto es lo típico de las sociedades modernas contemporáneas: el esfuerzo y los méritos personales, pero también los disfrutes, placeres y engreimientos personales, son altamente valorados. Se podría decir que vivimos en una época donde la “realización” personal es lo más importante, signifique esto lo que signifique: enriquecimiento fácil, hedonismo, egoísmo, caprichos, y términos así.

Las sociedades que implican la sumisión al grupo, en cambio, han sido más bien la norma de los tiempos antiguos. El comunitarismo, el corporativismo, la subordinación a la corporación, a la orden, a la nación, al regimiento, a la familia, al clan, al linaje, al gremio, en fin, al grupo, ha sido, durante milenios, casi una condición “natural”, o, al menos, legitimada como si así lo fuera. Aquellos que se oponían al grupo, entonces, fueron vistos como traidores, herejes, apóstatas, renegados, ingratos, desertores, etc.: los adjetivos para designar a los que van en contra de su propio grupo, son muchísimos. Básteme señalar aquí que, en las sociedades tradicionales y premodernas, no había mayor oprobio que el ser echado del grupo: desterrado, despojado de nombre, de nacionalidad, de prerrogativas provenientes de la pertenencia a un grupo, pero también de la aceptación de su poder sobre uno. Tal como ahora está haciendo la tiranía de Ortega y Murillo en Nicaragua: despojar de la nacionalidad y la identidad a sus opositores, es convertirlos en nadie…de manera muy parecida a los insepultos por fuera de las murallas de las polis griegas: se trata, en realidad, de negar el derecho a pertenecer a un grupo, para terminar con la existencia del individuo.

¿Qué tiene que ver esto con la devoción por las fiestas y carnavales de los bolivianos? Muchísimo, porque el vivir para las fiestas es el vivir por y para el grupo. Es la excesiva necesidad de pertenecer, de ser aceptado, de manera obsesiva y considerada como “normal”. El no estar en las fiestas es una especie de muerte civil: los bolivianos, o una gran mayoría, no saben qué hacer si están solos. La soledad a la boliviana no es un asunto de introspección y profundo ensimismamiento, deseado o no: es vista como el resultado no deseado de no ser aceptado por un grupo: es el rechazo, más que la soledad.

Así como ocurría en las sociedades cortesanas de todo el mundo, sean estas prehispánicas, o sean éstas ibéricas (nuestras dos raíces culturales-sociales), las grandes fiestas públicas nunca fueron un gasto, un dispendio de tiempo, un ocio, sino más bien, uno de los mecanismos centrales para garantizar la sumisión al grupo y al orden jerárquico de grupos (cada quien en su lugar), pero también para el mantenimiento perpetuo de la estructura social, con todas sus desigualdades y jerarquías incuestionables.  Siglos de organización cortesana de las relaciones sociales, pero también de las personalidades, continuaron existiendo, otros tantos siglos, en la sociedad republicana boliviana, hasta el día de hoy. Esto nunca cambió, y no importa si se trata de una comunidad indígena, de una clase de nuevos ricos de El Alto o de Oruro, o de las familias tradicionales y acomodadas de las elites económicas cruceñas: pobres y ricos, mestizos e indios, gordos y flacos, todos dependen de sus fiestas para ser alguien.

De esto se puede hablar mucho, pero poco se dice de manera profunda y veraz. Cada vez que celebramos nuestra “cultura”, nuestras “tradiciones” y nuestro “folklore”, estamos, simplemente, legitimando un rasgo perimido de la sociedad boliviana: su inagotable necesidad de buscar reconocimiento social. Y esto, claro, hace que nuestra principal industria sean las fiestas, la embriaguez, el exceso, como dije en algunas investigaciones que escribí antes. Como decía García Hamilton: se trata de nuestra herencia improductiva, que no sólo debemos achacarla a la sociedad colonial, o al dominio católico: también es una herencia indígena, especialmente montada en las complejas sociedades andinas prehispánicas.

Siempre estaremos en la gran disyuntiva de los bolivianos, algunos de los cuales, como Juan Salvador Gaviota, nos equilibramos en el difícil borde entre el pertenecer y obedecer al grupo saliendo a festejar carnavales, compadres, comadres, misachicos, procesiones, fiestas y más fiestas, o el buscar un camino de satisfacción personal, para volar más alto y mejor que cualquier gaviota de la bandada.

Pero bandada se parece mucho a banda. Y ya suenan las bandas, y los bolivianos escenifican, una vez más, y para siempre, su inútilmente atractivo carnaval.

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