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El título de esta columna puede sonar fatalista, pero luego de lo visto y vivido en este tiempo, podría afirmar que estamos dando pasos agigantados a que tremendo horror ocurra. Algo que hace algún tiempo parecía imposible dada la magnificencia y aparente inexpugnabilidad de la selva amazónica, no había sido así, porque el ser humano tendría una tendencia increíble a la destrucción y autodestrucción, porque dar fin con este valioso hábitat nos va a pasar factura no sólo a los países que compartimos la Amazonía, sino a todo el mundo.

Es triste observar que los esfuerzos de los pueblos indígenas por mantener su “casa grande” con la ayuda de instituciones de la sociedad civil y activistas se derrumban cual castillos de naipes, ante los poderosos vientos de sectores depredadores como los mineros, interculturales, petroleros, empresas madereras y, por qué no decirlo, en varias oportunidades de ellos mismos que se ven obligados a engancharse a las corrientes económicas actuales y van cambiando su cosmovisión y actividades, convirtiéndose en aquello que prometieron hacer retroceder.

Se informaba hace poco que Bolivia ocupa el tercer lugar entre los países que sufrieron más deforestación en el mundo, sólo por detrás de Brasil y el Congo. La Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN), con apoyo de la Red Amazónica de Información Socioambiental (RAISG), señala que entre 2020 y 2022, nuestro país perdió casi 800 mil hectáreas de bosque, alcanzándose el año 2022 un récord con 429.000 hectáreas.

Para  ponerse en contexto y darnos cuenta de la dimensión de las cifras señaladas, sólo observar que el área urbana de la ciudad de La Paz, sede de gobierno, es de aproximadamente 47.200 hectáreas, es decir que el año 2022, los bolivianos y bolivianas hemos destruido el bosque equivalente a nueve veces el territorio de la urbe paceña, y uso el plural porque debemos considerarnos todos y todas culpables de esa depredación, unos  por ser los artífices de un capitalismo salvaje y los demás por no protestar, no alzar la voz por distintos medios y formas. Sólo cuando el humo llegó a varias ciudades del país, poniéndonos en cierto riesgo, hubo reacción. Imaginemos cómo están los pueblos y poblaciones cercanos a los focos de calor, pero no son escuchados.

Hace unos días, comunidades Tacanas del norte de La Paz fueron alcanzadas por el fuego. Varias casas se quemaron y las familias que allá habitaban lo perdieron todo. El presidente del Consejo Indígena del Pueblo Tacana (CIPTA), Jorge Canamari, dijo a los medios de comunicación: “Desgraciadamente, el fuego rebasó nuestra comunidad” y agregó desesperado: “¡Qué esperan para actuar! ¿Qué esperan para venir y defender el territorio! ¡Qué esperan para venir y salvar las vidas de los indígenas! ¡Se nos están quemando viviendas! ¡Se nos ha quemado nuestra producción!”.

La Constitución Política del Estado señala en su artículo 390 que la cuenca amazónica “constituye un espacio estratégico de especial protección para el desarrollo integral del país por su elevada sensibilidad ambiental, diversidad existente, recursos hídricos y por las ecorregiones” y agrega el artículo 392: “El Estado implementará políticas especiales en beneficio de las naciones y pueblos indígena originario campesinos de la región para general las condiciones necesarias para la reactivación, incentivo, industrialización, comercialización, protección y conservación de los productos extractivos tradicionales”. Sin embargo, como nos tienen acostumbrados, las entidades gubernamentales incumplen la normativa constitucional.

El Gobierno de Bolivia sabía que pasaríamos una sequía porque el fenómeno de El Niño ocurre cada siete años y la última vez estuvo presente en 2016, ¿qué estaba esperando entonces para prepararse, actuar y evitar los chaqueos indiscriminados que acabaron en incendios forestales?, ¿qué esperaba para prepararse para los eventuales focos de calor que inevitablemente iban a estar en los lugares donde no se cultiva, pero que ahora son un peligro para las comunidades indígenas y también urbanas por el humo que deteriora la calidad del aire?, ¿dónde están las instituciones que deben controlar esta temática?, ¿por qué no cumplen sus deberes?

De paso, los mineros cooperativistas le ponen un aditamento a la destrucción de la Amazonía boliviana, solicitando ingresar a áreas protegidas, donde ya se encuentran muchos de ellos principalmente sobre los ríos Tuichi, Tequeje, Quiquibey, Madre de Dios y Beni, con graves consecuencias para estos sectores sensibles y de alto valor biológico, natural y social. Esperemos que el Gobierno tenga dos dedos de frente y más bien expulse a las mineras que ya están en las áreas protegidas, así como a los forestales e interculturales que desean esos sectores. Sabemos que es mucho pedir, pero no perdamos la esperanza de cierta coherencia.

No debemos olvidar que el año 2010, en esos arranques de consecuencia que tuvo el Movimiento al Socialismo, promulgó la Ley 701 de Derechos de la Madre Tierra, la cual considera a ésta no como un objeto o cosa, sino una entidad con derechos que hay que defender, buscando el equilibrio entre los sistemas de vida humana con la vida natural, dicho de otro modo, un balance perfecto entre derechos humanos y derechos de la naturaleza. Esta norma señala que “El Estado y cualquier persona individual o colectiva respetan, protegen y garantizan los derechos de la Madre Tierra para el Vivir Bien de las generaciones actuales y las futuras”, pero al parecer estamos en contraruta. ¡Adiós Amazonía!, perdona nuestra ceguera.

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