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La categoría de género surgió en los setenta y permitió, en su momento, visibilizar que las características femeninas que se asignan a las hembras de las especies (cromosomas XX) y las masculinas de los machos (cromosomas XY) no venían dadas por la naturaleza como se creía hasta ese momento, sino por la cultura.

Este descubrimiento estuvo impulsado por científicos de diferentes disciplinas como la sociología, medicina, psicología, psiquiatría. Robert Stoller (1924 – 1991) fue uno de los pioneros en esta materia y basado en sus investigaciones en casos de niños y niñas en los que la asignación de género falló, debido a que las características de sus genitales se prestaban a confusión al nacer, concluyó que la identidad sexual de hombres y mujeres no era el resultado directo del sexo biológico, sino de las pautas de socialización y representación cultural sobre lo que significa ser hombre o mujer en un determinado contexto social.

 Las antropólogas feministas de la época aportaron con estudios que demostraron que aquello que era considerado un atributo o una cualidad “femenina” en una sociedad, era considerado “masculino” en otra. Por lo tanto, no existen comportamientos o características de personalidad exclusivas a uno u otro sexo y, con ello, también echaron para abajo la argumentación biologicista, vigente hasta entonces, de la superioridad del sexo masculino. Así es que la categoría de género, en ese momento histórico, permitió desmantelar el pensamiento biologicista de la opresión femenina.

Actualmente cuando se conocen cada vez más historias de personas tránsgenero, cuando más niños y niñas en edad escolar se cuestionan a qué género pertenecen, cuando Facebook ofrece más de 50 términos diferentes de género a sus usuarios, cuando estamos en un mundo en el que las generaciones más jóvenes cuestionan no solo el género que les fue asignado al nacer, sino la propia identidad binaria de género, ¿qué nos ofrece esta categoría?

La categoría de género nos permite repensar la sociedad fuera del sistema binario conocido y reconocido como “natural” y nos desafía a no solo pensar el género como un intervalo en el que algunas personas caen fuera de las categorías convencionales, sino y, sobre todo, a abrazar la diversidad y complejidad del ser humano que se niega a enmarcarse en categorías y nociones predeterminadas, como el ser hombre o ser mujer.

Hoy, cuando más que nunca se habla de asuntos transgénero y escuchamos categorías emergentes como cisgénero (persona cuya identidad de género coincide con la sexualidad biológica que se le asignó al nacer), género fluido (persona cuya identidad o expresión de género cambia entre lo masculino y femenino), agénero (persona que no se identifica como hombre o mujer, que se considera carente de identidad) y muchas más, nuestro desafío no es simplemente intelectual, al tratar de entender cada una de estas identidades, nuestro desafío es social. Esta nueva manera de redefinir el género y estas nuevas identidades de género deben impulsarnos a reflexionar y plantearnos por lo menos algunas preguntas:

¿Cuál es nuestro papel frente a estas nuevas categorías e identidades de género? ¿Está en nuestras manos disminuir la discriminación, acoso y abusos que tienen que enfrentar estas personas en su día a día? ¿Cómo podemos hacerlo desde el lugar donde estamos? ¿Qué tipo de educación sexual y de género se debería impartir en los colegios? ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos e hijas en estas nuevas y desafiantes nociones?

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