Los graves escándalos de pederastia, abuso a menores de edad y escapismo para no asumir la debida responsabilidad penal y moral es lo que está destruyendo las bases mismas del catolicismo. Así es, la Iglesia Católica no solamente atraviesa por una crisis de legitimidad y credibilidad, sino también por una profunda crisis política. El Papa Francisco, sus visiones doctrinarias y su liderazgo dejan, progresivamente, de ser respetados y, al mismo tiempo, caen atrapados en el agujero sin fondo de los delitos sexuales perpetrados por cientos de pederastas, la gran mayoría, curas que impunemente escaparon a la justicia en diferentes continentes del mundo.
Siempre escuchamos que sólo Dios sabe lo que realmente ocurre en el corazón de los hombres. Inescrutable muchas veces, ambigua, conflictiva y temeraria en otras, la vida de cada uno de los mortales transcurre en medio del horror, los delirios de grandeza y la posibilidad de cometer las atrocidades más grandes dignas de vergüenza.
Esto es lo que sucede con la Iglesia Católica, el ejemplo de la antipolítica para sus enseñanzas contenidas en los evangelios: traición a sus preceptos básicos, abuso de niños, encubrimiento y mentiras. Así como se traicionó y condenó a Jesucristo, hoy día es casi imparable la gran cantidad de calumnias y acciones disfrazadas de sepulcros blanqueados en la conducta de cientos de sacerdotes alrededor del mundo. ¿En qué momento llega la reconciliación entre esta mortal humanidad y aquella fuerza divina o sobrenatural que nos confirma nuestra pequeñez, permitiéndonos reconocer la supremacía de Dios para después acurrucarnos apaciblemente en la fe, el perdón de los pecados y la inexplicable convicción de que pertenecemos a un más allá o a un origen enigmático?
Los conflictos entre el corazón y el espíritu, entre la tentación del placer, el poder y la salvación eterna, constituyen los nudos centrales en cualquier religión. Por esto, la crisis de la Iglesia Católica no solamente expresa un serio conflicto legal con aquellos sacerdotes acusados de pederastia y violaciones, sino que refleja despiadadamente el tiempo actual en el que vivimos donde, prácticamente, es imposible vivir conforme a las enseñanzas de Jesucristo o mantener firme una fe que, en la actualidad, resulta carente de sentido pues acaba convirtiéndose en un concepto vacío y en una tensión angustiosa. La iglesia sólo quiso mantener su poder terrenal, material y político, acabando por convertirse en un signo antipolítico del cristianismo ancestral.
Es inútil minimizar los extremos despreciables a los que llegan los escándalos sexuales de la Iglesia Católica. Las noticias con miles de denuncias empezaron a inundar las páginas del New York Times y el Washington Post desde octubre de 2001. El patológico caso del sacerdote John J. Geoghan en Boston no fue el único como pretenden afirmar algunos curas, al referirse a los abusos sexuales de “un solo” clérigo pervertido, como si fueran casos excepcionales. El abogado Jeffrey Anderson se convirtió en la figura más notoria que ha representado a 490 personas como víctimas de acoso sexual y pedofilia perpetrados por clérigos. El jugoso caudal por reparación de daños y perjuicios también ha permitido que Anderson acumule más de 60 millones de dólares, directamente desembolsados por la iglesia. Cómo entender que las raíces podridas se extienden hacia todo el continente; en Bolivia, el caso del jesuita Alfonso Pedrajas echa por la borda las letanías supuestamente revolucionarias de los sacerdotes comprometidos con los pobres y, al mismo tiempo, involucrados con el sucio encubrimiento para evitar que se haga justicia con las víctimas: niños y adolescentes.
Las reuniones entre los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco con diferentes cardenales estadounidenses han provocado un intenso debate sobre si se debe poner en marcha la política de “cero” tolerancia para los sacerdotes implicados, o dejar la puerta abierta para el “perdón” de algunos, conforme a las enseñanzas del evangelio, el arrepentimiento y una segunda oportunidad a favor de quien se ponga en penitencia. Sin embargo, esto no ha mostrado sino la hipocresía de la jerarquía eclesiástica cuya oculta finalidad es “hacer creer” que se está haciendo algo correcto cuando, en el fondo, solamente se trata de no tocar las viejas estructuras eclesiales. Los casos de pederastia cometidos por sacerdotes católicos están regados por todo el mundo y en pleno 2024, casi todo queda en nada o en turbios acuerdos como si el dinero o una compensación económica discreta pudiera lavar el prestigio de una Iglesia Católica que, prácticamente, ha dejado de ser una iglesia histórica con la convicción incólume del ejemplo de Jesucristo.
La noción de cero tolerancia revela también que en algún momento sí se disimuló, sin miramientos, la sucia conducta de muchos sacerdotes, encubiertos inclusive por varios obispos. Esto, de hecho, pone fin a cualquier debate significativo para encontrar soluciones a la crisis. El obispo Thomas Daily, el cardenal Bernard Law, ambos de Boston, y el cardenal Edward Megan de Nueva York callaron no sólo las denuncias de aquellas familias cuyos hijos fueron abusados, sino que ratificaron en sus cargos a los clérigos delincuentes, aún a pesar de que representaban un peligro para los niños e incluso conociendo informes psiquiátricos sobre el comportamiento desviado de varios depredadores sexuales. Lo mismo sucedió con varios obispos en América Latina, que no hicieron nada para cambiar la conducta enfermiza de aquellos célibes, convertidos al calor de la degeneración, en adoradores del placer sexual a como dé lugar.
Muchos curas pederastas afirmaron que no renunciarían a sus cargos después de tal “negligencia”, cuando había que referirse a estos hechos como “delitos”. El conflicto entre el espíritu y la carne se resuelve una vez más en beneficio de lo terreno, a favor del poder, el prestigio y la autoridad de aquellos ilustrísimos que en ningún momento practicaron el temor de Dios para evitar semejantes encubrimientos. El catolicismo tampoco promueve un debate teológico que permita repensar el valor del perdón, la vocación de renuncia, el sacrificio en el ministerio sacerdotal, ni la protección de la fe de millones, decepcionados e inermes frente al hielo abstracto de sus convicciones.
Todas las discusiones sobre una eventual modernización de la iglesia giran en torno a higienizar su imagen, recuperar credibilidad doctrinaria, evitar perder millones en contribuciones (dinero) y gentilezas de caridad provenientes de los ricos, permitir el ingreso de homosexuales, abandonar el celibato y los cuentos chinos sobre la virginidad. Cuán poco se dice acerca de la imposibilidad de reconciliar la fe cristiana con la complejidad de un mundo que destruyó para siempre la dualidad entre infierno y paraíso, libertad terrenal y redención divina, indulgencia y venganza. Lo único que queda por hacer es contemplar con desengaño la frase que, posiblemente, Cristo mismo pronunció desde en la cruz: Padre, perdónalos porque la iglesia no sabe lo que hace. El catolicismo es, en el siglo XXI, el vergonzoso trayecto antipolítico de enseñar una cosa y pervertir el espíritu por medio de la debilidad de la carne. Mientras tanto, en Bolivia, las denuncias sobre lo perpetrado por Pedrasas y otros quedan en la nada, a la luz de colegios calixtinos y otros centros educativos que, cada vez más, se asemejan a los laberintos de Dante en la Divina Comedia: el infierno son los otros, los sacerdotes sobrepasados por sus propias debilidades, sin convicción y con extrema lascivia.
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