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La institucionalidad democrática es la base que sostiene los derechos y libertades fundamentales en cualquier sociedad. Supone la separación e independencia de poderes, elecciones libres y justas, un régimen plural de partidos, transparencia en la gestión pública y la plena vigencia del estado de derecho. Sin embargo, en Bolivia, estos pilares muestran señales preocupantes de debilitamiento.

De acuerdo al Observatorio de Defensores de Unitas, entre 2023 y 2024 se registraron en promedio 76 vulneraciones por mes —alrededor de 2,5 por día— contra distintas categorías de derechos monitoreadas. Estas cifras reflejan no sólo hechos aislados, sino un patrón que amenaza la estabilidad democrática.

Uno de los aspectos más alarmantes es el incremento de casos relacionados con corrupción en altas esferas del poder. En 2024, se documentaron 48 casos de corrupción que involucran a autoridades de alto nivel, lo que representa un aumento del 109 por ciento respecto a 2023, cuando se registraron 23. Estos datos, que sólo incluyen a autoridades con procesos penales abiertos, revelan la magnitud de un fenómeno que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones.

A esto se suman vulneraciones a la presunción de inocencia, actos y declaraciones arbitrarios de autoridades y acoso político. Además, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha advertido sobre un preocupante retroceso en varios países de la región, caracterizado por la concentración de poder, la falta de independencia judicial y la reducción de espacios democráticos de participación. Bolivia no es ajena a esta tendencia.

Las libertades de expresión y de asociación también se han visto afectadas, con un aumento de amenazas, agresiones físicas y detenciones arbitrarias hacia personas defensoras de derechos humanos y periodistas. Los discursos estigmatizantes y discriminatorios desde instancias de poder profundizan un ambiente hostil que debilita aún más el tejido democrático.

Todo esto ocurre en un contexto especialmente complejo, donde las secuelas económicas de la pandemia se han visto agravadas por una crisis económica sostenida, caracterizada por la inflación, el desempleo y el deterioro del poder adquisitivo. Estas condiciones afectan de manera más severa a los grupos históricamente vulnerables, profundizando desigualdades y tensiones sociales. En este escenario, la corrupción, la impunidad y la fragilidad institucional se combinan para generar un círculo vicioso que debilita la confianza ciudadana y compromete el Estado de derecho.

La vigencia de la institucionalidad democrática exige que las leyes estén por encima de la voluntad de los gobernantes, que exista un efectivo control judicial y que las políticas públicas estén orientadas a garantizar la dignidad humana, la igualdad y la justicia. Pero esto sólo será posible si las instituciones son fuertes, independientes y transparentes, y si la ciudadanía ejerce un rol activo y vigilante.

Los datos están ahí: las vulneraciones son diarias, las señales de deterioro son evidentes y el riesgo es real. Defender la institucionalidad democrática no es una tarea exclusiva del Estado, sino un desafío colectivo que demanda atención urgente. La democracia no puede darse por sentada; hay que protegerla, fortalecerla y exigir su respeto cada día.

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