A menudo somos testigos de cómo se pone precio a nuestras vidas y a las de otras personas. Me refiero en especial a aquellas circunstancias en las que se comercializa la dignidad y la integridad de niños, niñas, adolescentes y jóvenes en particular.
Mirando hacia atrás y siendo más consciente ―a nivel personal de lo que conozco y he vivido― percibo que existieron siempre múltiples limitaciones al ejercicio propio y ajeno a una vida plena, voy a mencionar solo cuatro:
Por un lado, una sociedad patriarcal y adultocentrista nos educó para ser “niñas bien” o “niñas decentes” que deben ser madres o esposas como opción aceptable de existencia, a ser amas de casa antes que tener una profesión. El valor de la vida de una mujer siempre ha sido medido a partir de su rol tradicional asignado, casi nunca a partir de su capacidad intelectual, física, deportiva, artística o sueños personales. Prueba de ello, por ejemplo, muchas mujeres continúan siendo discriminadas por ser “madres solteras” como si no debiera reconocérseles doblemente su fortaleza y valía para sacar adelante a su familia. Sé que han transcurrido décadas desde que esta situación ha ido cambiando, pero en la “programación mental” de millones de mujeres persiste ese tipo de pensamiento socialmente aceptado que seguramente se sigue enseñando a hijas e hijos.
En segundo lugar, a medida que fuimos creciendo observamos que faltaban espacios de liderazgo y protagonismos para las y los jóvenes a través del fomento al deporte, al baile, al teatro o la danza, en fin, espacios lúdicos, creativos y artísticos muy alejados de la “tradicional educación bancaria” en escuelas, colegios y universidades donde los maestros-adultos y los adultos-autoridades cierran la posibilidad de pensar por sí mismos porque “es peligroso” que conozcan demasiado. Claro, conociendo sus derechos y accediendo a información pueden reclamar y exigir justicia, mientras más “mansos” sean es mejor tenerlos controlados. Una vieja lógica que sigue funcionando, en especial en colegios con “mejor educación”, muchos católicos o evangélicos ―salvo excepciones― donde la religión es utilizada para controlar cualquier posibilidad de rebeldía, liderazgo o independencia mental más que como formación en valores de respeto e integridad para la humanidad.
En tercer lugar, persiste una violencia institucional que ignora o discrimina a niños, niñas, adolescentes y jóvenes porque se les asigna presupuesto bajísimo o ningún fondo económico para propiciar cursos de capacitación en habilidades para la vida, liderazgos o derechos humanos, ni para acciones de gestión cultural, artística o incidencia en sus propios colectivos. Difícil pensar en que tomen en cuenta su alfabetización mediática e informacional para prevenir la desinformación, los discursos de odio, el gromming y el ciberbullying. Esta población es dos o tres veces más vulnerable que otras porque son niñas, adolescentes o mujeres jóvenes, ni qué decir si son indígenas, afrodescendientes, pobres o miembros de la comunidad LGBTI+. ¿Por qué valen menos sus vidas que se decide no invertir recursos económicos en fomentar su empoderamiento como ciudadanas y ciudadanos de este país?
Solo para acortar esta clasificación que es mucho más amplia, quiero mencionar un último, pero no menos importante aspecto que es la violencia sexual. Como resultado de una doble moral de nuestra sociedad que condena a los proxenetas, pero no hace nada con los consumidores de sexo pagado que compran la virginidad de una niña o adolescente. El Movimiento vuela libre ha realizado y publicado en línea varios estudios sobre violencia sexual, como por ejemplo aquel relativo a la “venta de virginidad” como resultado de procesos de explotación sexual comercial o víctima de trata y tráfico de personas con fines de explotación sexual. En algunos casos, son los mismos progenitores o familiares que venden a sus hijas por un elevado monto de dinero, luego las prostituyen como rebaño de animales o como cualquier objeto de valor de cambio, cuyo precio varía según la competencia en el mercado.
Como se aprecia, solo mencioné algunos de los muchos factores sociales que le asignan “valor económico y social” a la vida de niñas, adolescentes, jóvenes y mujeres adultas. Ante esos antecedentes pregunto: ¿Cuál es el precio de cada vida?, ¿por qué nos empecinamos en ponerle precio a lo que no lo tiene? Cada ser humano es invaluable, al parecer se nos está olvidando.
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