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La cultura popular atraviesa nuestras vidas de manera fundadora y fundamental. Esto es así porque vivimos en ciudades y estamos conectados unos con otros a través de los llamados “medios de comunicación masiva” o “medios masivos de comunicación” (los famosos mass media del inglés, una expresión que remonta a mediados de 1920), rasgos estos característicos de las sociedades modernas, de manera cada vez más masiva, justamente, desde el siglo XIX.

Se hablaba ya de cultura de masas en la sociología de comienzos del siglo XX. Y esto porque en el inglés del siglo XVI se empezó a extender el término mass (derivado del latín massa, que es como lo entendemos hasta ahora en español: la masa, por ejemplo, para hacer pan), a la idea de una “gran cantidad”, para luego designar, desde el siglo XVIII, a una “gran cantidad de personas”. Es decir, las masas humanas, las cada vez más crecientes de gentes viviendo juntas en ciudades y países, que derivó en la idea sociológica, ya registrada en inglés para 1916, de “mass culture”, o cultura de masas. Sí, ya no tanto la cultura de los amasadores y panaderos: la cultura que surge en estas nuevas realidades modernizadas, urbanas, tecnificadas, donde el periódico, el telégrafo, los trenes, los cargamentos marítimos, y luego el cine, la radio, la televisión, y hoy por hoy, todos los canales de comunicación posibles gracias a Internet y la digitalización del mundo, nos han sumido en un mundo así, de grandes comunicaciones de masas.

En fin, los sociólogos sabemos –deberíamos saber o tomar seriamente en cuenta– que las sociedades actuales no pueden ser entendidas sin sus mass media. Pero esto no es una repentina aparición del siglo XXI, cuando el impacto de las redes sociales digitales, o social media, parece inaugurar un mundo radicalmente distinto a todo lo anterior. Esto no es así, y lo sabemos sociólogos e historiadores. No, porque a su manera, los seres humanos siempre han buscado formas de potenciar y facilitar las comunicaciones entre unos y otros: sea a través del habla, de señales y códigos visuales, sonoros o gestuales, estas prótesis –recupero la bella expresión del gran Marco Aurelio Denegri–, estas prótesis comunicativas, nos amplían el universo significativo, o semiosfera –y ahora tributo a otro grande, Iuri Lotman– dentro de la cual es posible la comunicación, sí, pero también la conformación de lo que somos. No somos solamente de manera intrínseca, por el solo hecho de vivir y respirar: somos algo, alguien, porque nos interrelacionamos con otros. Y qué mejor que tener estos espejos de comunicación y de autodefinición que son los medios masivos.

Digo todo esto porque siempre me sorprendió, a lo largo de la vida, el poder conformador de mis experiencias, mis gustos y emociones, que tienen los productos puntuales de la comunicación masiva o de las industrias culturales. Muy a contrapelo de la muy reduccionista visión marxista del mundo comunicativo occidental que se condensó en ese libro tan atractivo como falaz que era Para leer al pato Donald –que arruinó por un tiempo mi encantamiento con los geniales personajes de Disney y de Carl Barks–,  muy al contrario de esas posturas profundamente ideologizadas que acusan al imperialismo de estar en todo esto, creo que en realidad –sin dejar de reconocer el carácter mercantil e interesado que pueden tener– los productos culturales de las sociedades actuales son grandes dispositivos de construcción de identidades y, por tanto, de experiencias humanamente valiosas. No aceptar esto es un empobrecimiento existencial, así se trate de lo que valoramos más de las culturas populares o masivas (por ejemplo, el jazz estadunidense), y lo que muchos valoran menos (por ejemplo, el reguetón latino).

Puedo hablar mucho sobre esto. Es, por ejemplo, la cantidad de publicaciones en los chats colectivos de grupos generacionales, que comparten videos, memes y audios de un estilo de música, por ejemplo la música de éxito de los años 80. También del papel conformador de identidades y de imaginarios nacionales que tuvieron, por ejemplo, las artes gráficas y populares mexicanas de tiempos de la revolución, catapultadas como imágenes nacionales y nacionalistas por artistas como Diego Rivera o Frida Kahlo. Donde veamos en la América Latina de los últimos siglos, la cultura popular (así nomás, la cultura mestiza, contradictoria y semióticamente productiva del pueblo), al mezclarse con el arte de los especialistas y la difusión de los medios masivos, ha generado identidades profundas, permanentes, pero también pasajeras y efímeras: es el poder de las modas, que, sin embargo, se graban en mentes y en corazones.

Escucho así, por primera vez, la canción If I Didn’t Have A Dime (To Play The Jukebox), éxito de 1962 de Gene Pitney,  uno de los grandes singers y songwriters de Estados Unidos de la década de 1960. Es gracias a este prodigioso invento del siglo XXI llamado YouTube, que puedo escuchar una canción que, de otra forma, sólo escucharía de tener el single, el E.P. o el L.P. donde la canción está.  Pero lo que me asombra aún más es que es una canción que, si bien la escucho por primera vez, ya la conocía desde mi niñez. Puede ser que haya escuchado la misma versión en alguna transmisión de radio, pero lo olvidé: lo que no olvidé nunca es la versión orquestal de esta canción, titulada, seguramente al influjo de los Hermanos Carrión, como Qué inhumano. Estos Everly Brothers mexicanos, como era costumbre a comienzos de la década prodigiosa, grababan sus versiones españolizadas de grandes éxitos estadounidenses, y así lo hicieron con la canción de Pitney, cambiándole el nombre por esta sugestiva y poderosa frase: ¡Qué inhumano! : “Y si no me quieres ver, y si no me quieres besar, ¡qué inhumano!”.

Pero yo no recuerdo ninguna de las dos versiones, ni la original, ni su excelente cover en español. Mi yo de niño amaba la versión orquestal de Chuck Anderson, ese gran trombonista y director de orquesta, que, de haber sido el primer trombón de la orquesta de Glenn Miller, pasó a vivir a México, desde donde arregló canciones a orquesta y fue arreglista de insignias de la canción popular mexicana como Enrique Guzmán o Juan Gabriel.

En los días de mi niñez, escuchaba un bello disco de Chuck Anderson, comprado por mi papá en alguna disquería de Santiago, canciones como Un sabor a miel, Ojos españoles, Encaje español, o una versión del tema original de Batman, la sicodélica composición de Neal Hefti. Todas muy próximas al muy exitosísimo género del Tijuana brass, popularizado especialmente por el trompetista Herb Alpert. Como tantos estilos tan entrañables como valiosos musicalmente, pero olvidados, el estilo Tijuana brass estaba presente en los arreglos de Anderson, pero él iba más allá: añadía una sensibilidad que tal vez era posible por el hecho de vivir en México.  Todas estas canciones orquestales –otra gran riqueza de los 60: el placer de la música de las orquestas pop– atraviesan mi sensibilidad desde la infancia, por la inmensa capacidad de evocación que tienen. Y es por eso que Qué inhumano, en su versión orquestal, me parece aún más hermosa que la original de Pitney o el cover de los Carrión. Está llena de nostalgias de un fantasioso mundo mexicano, y por extensión latinoamericano, donde las marimbas, las trompetas, los rasgueos y arpegios de guitarra y los juegos de una rica percusión nos crearon una encantadora imagen de nuestras vidas.

La pérdida de esta música, o el simple hecho de vivir sin saber que existe, es, considero, un menoscabo existencial. Es, para decirlo en palabras de los años 60, muy inhumano. Pero la música sigue ahí para quien quiera escucharla y a través de ese simple hecho, renovarse, reconciliarse, y si se es muy joven, engrandecer su propio proceso de construcción de sí mismo. Lo que es inhumano es el olvido, la ignorancia, la negación, la arrogancia de que la música de hoy es la única que vale la pena. ¡Y claro que vale! Pero es el tiempo que fermentará aquello que de hoy perdure, como perdura en mi espíritu el trombón, las trompetas, los violines y las percusiones de Chuck Anderson.

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