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El compositor argentino Enrique Santos Discépolo compuso unos tangos célebres, entre los que destaca “Cambalache”, una canción con amargo desencanto, que narra un quiebre de las normas, la moral, la ética y el triunfo del cinismo, de la viveza criolla, de la delincuencia. Entre otras cosas, dice: “Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafa’os”, “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador. ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!”.

Que siempre ha habido deshonestidad, desvergüenza, etc., eso es cosa sabida, pero lo alarmante es que en los últimos tiempos ha crecido la impunidad con que se estafa a la gente. Haremos un breve repaso: El policía Jhonny Hinojosa Nagayama, junto a su esposa enferma de gravedad y sus hijos, vivía en un estado de situación casi de calle, sin algo que pudiera llamarse vivienda, en extrema pobreza. Se supo que llegó a ese estado de indigencia por garantizar un préstamo bancario a “alguien”, que no pagó y se desentendió plácidamente de su propia deuda y dejó que el ingenuo policía se quede prácticamente en la calle. Ya se sabe el desenlace, sus camaradas se movilizaron y movilizaron a su vez, a gente solidaria, hasta altas esferas de gobierno, con donación de víveres, muebles y hasta casa. Bien por el policía y ojalá aprenda la lección.

Lo llamativo es que no aparece ninguna mención al estafador o estafadora. No se lo nombra, no se narra cómo tuvo lugar el engaño. Solo se dice que “lo perdió todo por obrar de buena fe”. Y todos sabemos de uno y otro caso de remate de bienes inmuebles por ser garante de un deudor al banco. Y el banco cae con todo rigor solo sobre el garante y no parece haber procedimientos para presionar el verdadero deudor, lo cual, ciertamente, es un estímulo, un aliciente para que se sigan cometiendo estas acciones. Tal parece que tampoco hay mecanismos en la justicia para dar con el estafador, de modo que la víctima se resigna a ser despojada de sus bienes o, en el mejor caso, pagar la deuda, con elevados costes de multas, penalizaciones, que si la deuda fue de 10 mil dólares, eso se eleva al cubo.

Un periodismo de investigación haría bien en rastrear al estafador del policía, dar su nombre, así sea el apellido con iniciales, mostrar su rostro, así sea difuminado; un juez debería abrirle causa a ese sujeto. Pero no, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”. Principalmente, entre militares y policías es frecuente que se constituyan en garantes de deudas bancarias de camaradas, tal vez apelando al honor, la hombría, el valor de la palabra, y todo eso son tonterías a la hora de honrar ese supuesto pundonor de hombres de armas. Hay docenas de estafados.

Otra forma de estafa extremadamente común es la no devolución de dinero prestado, así sea con firma de un documento donde se estipula el interés, los plazos de devolución, la hipotética garantía de “bienes habidos y por haber”. Parece que, en realidad, no hay procedimiento expedito para recuperar deudas, tanto así que incluso la deuda se “muere”, prescribe al cabo de cierto tiempo, cinco años o algo así.

El Código Civil pone la responsabilidad del cobro en el acreedor, él es quien tiene la obligación de cobrar a su deudor y no a la inversa, el deudor no tiene la obligación de honrar su deuda si no recibe presión de otra persona. La deuda se extingue por el paso del tiempo, porque funciona como una sanción —se entiende— para el acreedor negligente que no se ha preocupado de perseguir el cobro de su acreencia. La prescripción no solo libera al deudor, sino que quita al acreedor todo derecho de cobrar. Es más, puede ser denunciado por hostigamiento, acoso.

Sin embargo, el acreedor no ha sido “negligente”, sino que fue engatusado. Todos saben que se sigue este modus operandi: el deudor es una persona encantadora, que rodea a su futuro acreedor de toda suerte de mimos y atenciones, de gentilezas sinfín. Logra prestarse, en inicio, una pequeña cantidad de dinero, que honra con una puntualidad suiza, capital más intereses. La siguiente vez, aumenta la demanda de un monto mayor de dinero. Honra igualmente sus obligaciones. Y así sucesivamente.

Llega un momento en que pide una cantidad muy alta, tal vez que compromete todos los ahorros de vida de su acreedor. Empieza lentamente a fallar en el pago de los intereses, pero halla una disculpa; las cosas no le están saliendo bien: la mercadería no le llegó, su madre se enfermó, su hijo se fracturó un hueso. No deja de dar la cara, de momento. Se le llama y contesta. Se le visita y abre la puerta. Con voz compungida, explica la serie de calamidades y pide nuevos plazos y nuevos plazos, que el acreedor le concede, porque no ha caído en la cuenta de que se trata de un timador y no de un inestimable amigo. También puede que asista a medidas de conciliación, que no cumple, que son inútiles.

De pronto, deja de contestar a las llamadas. Nunca está en su casa. Bloquea su celular y luego ya no vive en ese domicilio. Cuando responde, ya es tono airado. Finalmente, el estafador anuncia triunfante que la deuda ha prescrito y amenaza con tomar medidas si se atenta contra su tranquilidad. Así, la familia ha perdido su dinero.

Precisamente, ese cinismo y esa crueldad en hacerse de dinero ajeno han propiciado que sujetos tan siniestros como el “abogado torturador” prosperen y hasta cuenten con la simpatía de cierto sector de la ciudadanía. Jhasmani Torrico Lecler, abogado titulado por excelencia, es un sujeto que representa el peor rostro de los juristas, su lado más pervertido, pero que es alabado por sus métodos expeditos y contrarios a la ley. Mediante torturas y amenazas, lograba aterrorizar a los deudores y conseguir en cosa de días lo que no se pudo antes.

Otra forma de estafa son los anticréticos fantasma, que compromete dinero generalmente en dólares. Alguien que no es el propietario parece contar con toda la documentación en orden, hasta folio real, etc. La víctima paga en parte o la totalidad y cuando cree que ha realizado una operación legal, se encuentra con que el presunto dueño no es tal. Peor aún, no es el único estafado, sino que hay varias otras personas en la misma situación, y todas están en un estado de indefensión. ¿Cómo es que personas ajenas consiguen documentación que parece válida? ¿Quiénes más están implicados en estas acciones, funcionarios, tal vez? ¿Por qué no hay sanciones para estos estafadores?

Igualmente, pululan las estafas por red. Se valen de cuentos tan estúpidos, que uno se pregunta si alguien sería tan ingenuo como para creer. “Eh, a que no sabes quién te escribe. Mira, mi equipaje se quedó en el aeropuerto. Hazme el favor de depositar 200 dólares a tal cuenta y luego ya te lo pago, plis”. Y sí, hay personas que, en su ingenuidad, cae en el engaño. Es el ciber mundo, ni cómo saber de dónde procedió el timo.

La moraleja parecería ser despojarnos del humanismo del que nos hemos impregnado, la solidaridad, el altruismo, la benevolencia, la aquiescencia  hacia el otro. En su lugar, estaría no hacer nunca favores a nadie, no compadecerse de las necesidades ajenas, desconfiar paranoicamente de todos y de todo, en fin, un mundo deshumanizado. Probablemente, se pueda ir reconstruyendo ese tejido social tan dañado donde “el que no afana es un gil” a través de un código civil y penal que protejan a las víctimas y no a los timadores, de un sistema de justicia que no tolere esas transgresiones a la buena fe de las  personas.

Por otro lado, haría falta una cultura financiera que posibilite advertir el riesgo de dinero que parece que llega fácil (en el caso de los préstamos y cuentos del tío); también de parte de los bancos la eliminación de la figura del “garante” y que se exija al deudor garantías reales. En cuanto a los anticréticos, una investigación profunda de qué redes hay alrededor de los falsos propietarios.

Finalmente, como me comentó una vez una abogada, dice que cada persona tiene “al estafador de su vida”, que por lo menos una vez se conocerá el infortunio de ser engañado con dinero, y que de ello no se salvan ni los abogados. En todo caso, ojalá sea de montos pequeños y no del patrimonio familiar, que indefensos estamos, ciudadanos.

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