Tambores de guerra comienzan a redoblar...Los anuncios de un paro nacional impulsado por el sector cívico y los partidos políticos de oposición, así como la suma de actores con capacidad de movilización como los gremiales, dan pie también a una serie de demandas que complejiza aún más la gestión de las tensiones latentes y manifiestas. Tal parece que la bola de nieve de los conflictos, ojalá no en su dimensión destructiva que tensionan nuestra frágil gobernabilidad, comienza a rodar.
En momentos de mayor inflexión sociopolítica boliviana, muchas personas preocupadas por el devenir de los hechos —en especial cuando los conflictos muestran su peor rostro como lo sucedido entre octubre y noviembre de 2019— y activistas de derechos humanos que intentan buscar respuestas asertivas al conflicto me preguntaban o preguntan por la señora Ana María Romero de Campero, coincidiendo en dos afirmaciones: “Si ella hubiera estado aquí, las cosas serían diferentes” o “cuánto se extraña esa claridad visionaria y personalidad que convocaba a propios y extraños”. No tengo una respuesta directa, pero sí puedo aproximarme a ensayar reflexiones con base en nuestra convivencia en momentos constituyentes, como fue la primera década de este turbulento siglo XXI.
Una constante era su sello: la coherencia entre el ser, decir y hacer que siempre mostró y ancló en la mente y el corazón de nosotras y nosotros. Quienes la conocimos y quisimos hablamos de un legado tan inspirador como desafiante, de búsqueda permanente de la “razón del equilibrio”, en mirar no solo los eventos, sino los epicentros, esas causas estructurales que como placas tectónicas chocan, generando expresiones de violencia a veces irreparables.
La paz que le guiaba
Nunca la de los “pañuelitos blancos”, esa que solo vela por una paz egoísta que promueve el individualismo, que no interpelaba un estado de situación desigual, injusto y/o discriminador, y que solo se moviliza o conmueve cuando “su paz” es incomodada o afectada por las demandas de los otros, en especial aquellos invisibles o marginales que buscan reivindicar sus derechos.
Entre la paz negativa, asociada a la ausencia de guerra compatible con situaciones de status quo autoritarias e injustas, modelando a un ser humano “individualista posesivo”, y la paz positiva, caracterizada por la ausencia absoluta de violencias directas y estructurales pero que es casi inalcanzable por las desigualdades y brechas acumuladas que coexisten en nuestras realidades, Ana María apuntaba a una tercera vía: la paz imperfecta, comprendiendo que ésta no era absoluta, ni perfecta, sino que es una práctica de vida retadora y compleja, que se logra en lo cotidiano, y que se proyecta a circuitos mayores o colectivos, que es indivisible e interdependiente de un comportamiento pacífico y procesual, que trasciende las relaciones entre Estados y debe sustentarse en actitudes personales enraizadas en los derechos humanos, para actuar coherentemente, que requiere de esfuerzos permanentes y de largo plazo en los ámbitos familiar, societal y global.
Así como comprendía la condición de fragilidad, ya que la paz lograda no es algo definitivo o estático, sino que requiere alcanzarla y cuidarla, parafraseando a Jesús Alemany. No en vano Anita Romero fue nominada entre las 1.000 Mujeres de Paz, instancia candidata al Premio Nobel de la Paz en 2005.
Ese tercer lado, urgente y ahora ausente
Y es que Anita de Campero era la expresión vital de ese tercer lado que actúa en los conflictos desde una perspectiva más amplia: comprendiendo que entre las partes enfrentadas se debe posicionar la noción de humanizar el conflicto, la dignidad de todas las partes intervinientes, así como generar un proceso de negociación colaborativa, apoyando soluciones que considere las necesidades esenciales de ambas partes y de la propia comunidad, es decir del interés general, rescatando la noción del experto William Ury.
Un “tercer lado” que para AnaMar no debía ser imparcial sino equidistante de los poderes constituidos o fácticos, compartiendo la misma opción “preferencial por los pobres”, como Luis Espinal; además, desde una perspectiva ampliada, hacia personas, colectivos o población de la periferia, que no estaban en el centro del poder, o que no tenían la opción de decidir por su destino, así mujeres, indígenas, trabajadoras del hogar, TGLTBQ+, personas en situación de calle o con discapacidad eran su prioridad para incluirlas, tomando su palabra y propuesta; cuántas veces en UNIR Bolivia nos reunimos para analizar el contexto/conflicto y desde estas perspectivas diferenciales enriquecer una visión incluyente y oportuna.
La señora Ana María tenía claro que parte de las tareas en ese rol de tercer lado era equilibrar los poderes en la mesa del diálogo o negociación, por ende, apuntaba a afianzar el poder de las partes, empoderando a aquel que sentía no tenerlo; a Anita no le interesaba brillar en primer plano, lo hacía a través de los otros que asumían su liderazgo pleno. Esas manifestaciones le llenaban de una luz potente en su sonrisa y mirada. Alentaba generar una perspectiva común, “busquemos lo que nos une, no lo que nos separa”, decía, respaldando un proceso de diálogo y noviolencia, así como apuntando a un resultado que satisfaga las legítimas necesidades de las partes y de la comunidad en su conjunto.
Por esto impulsó la noción del bien común, instando a que ampliemos la visión del asunto en disputa hacia un beneficio mayor, que puede dar satisfacción a toda la sociedad, sin discriminar ni restringir.
Su marca: armonía de amor y poder
Anita Romero de Campero tenía un poder legítimo ganado por su coherencia innata y reconocida, tanto por amigos como por detractores, debido a su labor incansable e inteligente.
Quienes trabajamos con ella, desde su función como periodista, como directora del diario Presencia, como la primera Defensora del Pueblo de Bolivia y posteriormente como fundadora y directora ejecutiva de la Fundación UNIR Bolivia, este es mi caso; fuimos testigos de un manejo armonioso y equilibrado entre amor y poder, parafraseando a Adam Kahane. Mi colega Chiaki Kinjo recuerda cómo ella practicaba el poder compartido que solo lo da la mirada femenina del poder, al decir: “El poder compartido para que no sea una sola figura, sino que sean muchas más mujeres fuertes que sigan su camino”.
Ursula Versteegen señalaba que nuestros aprendizajes más importantes surgen cuando “nos entendemos y entendemos nuestro papel en la creación del mundo para todos”, y añado “donde lo diverso se sienta seguro”, apuntando otra vez a Ury. En este sentido, AnaMar en sus análisis y en el correlato de sus acciones integraba un enfoque sistémico identificando, con su olfato periodístico, los desafíos complejos que enfrentamos como país, facilitando los procesos bajo el enfoque sistémico de pensamiento crítico y extremamente sensible a las perspectivas diferenciales, ahí radicaba su manejo en el equilibrio entre amor y poder: el primero como la fuerza para lograr nuestro propósito, para crecer; y el segundo como el impulso/la energía pura hacia la unidad de lo separado, que reconecta e integra aquello que está fragmentado, conciliando poder generativo y amor integrador.
Para mi colega Verónica Pacheco, ella alentaba seres autocríticos, lo más objetivos posible y que siempre es viable gestionar los conflictos de forma no violenta. Jorge Mercado la recuerda en su capacidad para “equilibrar una lectura de la realidad nacional, entre un análisis político, una perspectiva humanitaria y una visión de futuro, podía comprender los hechos sociopolíticos, incorporar las necesidades humanas, y dar luces hacia dónde ir para superar la situación. Una visionaria con conexión al pueblo y a las vías democráticas para atender sus necesidades”.
Colofón
El pasado 25 de octubre se cumplieron 11 años en los que AnaMar cerró sus ojos para siempre y dio el paso a otra dimensión. Desde entonces mi alma anda quebrada, a pesar de ello, celebro su vida y legado, aspirando su energía infinita para no desfallecer, para ser coherente en todo tiempo y lugar, así como para no dejar la ternura y la visión amplia, diversa y sensible que nos transmitió en los grandes actos y en los pequeños detalles.
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