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La “casa grande del pueblo” se vuelve salón velatorio, porque murió el Viceministro de Transportes, en un accidente de tránsito, pero el gobierno acusa por dicha muerte a un grupo de bloqueadores, y especialmente a su principal dirigente, y contra él se levantan con urgente prisa todo tipo de acusaciones. ¿Es una administración de justicia justa? En absoluto. Todo depende del lado en que cada quién esté: las altas autoridades del gobierno son una especie de Torquemadas que deciden quién debe ser castigado “con todo el peso de la ley”, y quién no: es la justicia discrecional a la que no le importan ni derechos ni procedimientos judiciales prudentes. Es un Estado donde lo que prima es la ley de la venganza, así se disfrace con falsas legalidades.

Mientras tanto, tumultos u “organizaciones sociales” toman la Asamblea Plurinacional, y la cierran con cadenas, poniendo así a los asambleístas y los funcionarios en calidad de rehenes. Los que “pacíficamente” están “tomando aquí las puertas para que nadie entre, para que nadie salga hasta que aprueben los créditos”, son seguidores de un ala del partido en gobierno, contra la otra ala del mismo partido. Aunque el cierre de las puertas a la fuerza no tiene mayor éxito, es un indicador más de lo que es costumbre: las acciones violentas de grupo, son toleradas o reprimidas, dependiendo de qué grupo tiene el poder en ese momento. Y si se trata de facciones del mismo partido, la tolerancia es aún mayor que si se tratara de acciones violentas de otros partidos o grupos opositores. Todo depende. Pero la violencia política posee carta de ciudadanía en Bolivia, siempre y cuando los violentos estén a favor del gobierno o de sus facciones.

Así transcurre un 29 de febrero. Mientras tanto, los preparativos para el censo de 2024, ya a pocos días de realizarse, se caracterizan por la improvisación, el verticalismo autoritario, las órdenes incongruentes, la falta de recursos, las contradicciones, y en la muy útil, aunque abusiva, lógica de echar el muerto a los que están más abajo en la cadena de funciones. En La Paz, las autoridades se regodean con un exitismo típico de los gobiernos que jamás reconocen sus errores, pero el trabajo difícil, el que implica que muchos sufran de un gran estrés y hasta tengan pesadillas, se lo dejan a los jefes de zona, que sólo son contratados temporales como consultores en línea. Y esto es así porque probablemente este es el censo más miserable del que tenemos noticia: todo falta, no hay materiales suficientes, ni recursos para nada. Por faltar (no digamos materiales de promoción, o hasta sencillas credenciales), faltan hasta censistas. Dado el muy “patriótico” sistema de habilitar censistas voluntarios, o el igualmente sistema “patriótico” de inscribir como censistas, a la fuerza, a funcionarios públicos (a los que, entre otras cosas, no se les da permisos para que asistan a las capacitaciones), los voluntarios se la piensan dos veces antes de continuar con su compromiso “patriótico”. Pero la suma de desatinos es muy grande: los censistas deben capacitarse durante, pongamos el caso, dos sesiones de cuatro horas cada una. Pero si por cualquier motivo no pueden asistir a una de las sesiones, entonces deben volver a capacitarse desde cero, como si las cuatro horas no sirvieran de nada. Resultado: muchos se cansan de tanto maltrato y se largan. También por cubrir los números y dar la apariencia de éxito, muchos censistas fueron inscritos en determinadas áreas o zonas censales, aunque vivan en otros barrios, o en otras ciudades, lo cual los anula como censistas reales en un manzano, en una cuadra determinada. Son sólo números.  

Pero el peso más duro está sobre las espaldas de los jefes de zona. Estos deben conseguir centros de capacitación y oficinas censales, gratis, y centros de operaciones para el día D, cuando se realice el censo, también gratis. Las autoridades municipales no cooperan, pero tampoco lo hacen otras instancias del Estado que incluso ni se enteraron de que existe un censo, como las unidades del ejército: todos andan por su lado, el Estado se pisa los pies a sí mismo, y sálvese quien pueda. Los jefes de zona deben ir casa por casa reclutando censistas, así les hayan tocado zonas rojas, así sean mujeres y corran peligros. Todas estas imposiciones han llevado a que algunos jefes de zona decidan poner su oficina censal en un banco de una plaza, o que hagan lo que buenamente puedan para lograr todos estos requisitos que, para los que están más arriba en la jerarquía, si no se cumplen, son motivo de despido, sin que les importen mucho las negativas condiciones de trabajo a las que someten a los jefes de zona.

Por si fuera poco, el rechazo a ser censados está presente entre muchos ciudadanos. Edificios enteros han decidido no dejarse censar, y, como ya se ha visto antes, jefes de zona, supervisores y censistas corren el riesgo de ser agredidos, entre otras cosas porque son considerados como parte de un gobierno al que no quieren. Pero se trata de otros ciudadanos más: el Estado, entonces, crea las condiciones para que la conflictividad y el riesgo al que son expuestos sus contratados crezca y no se desvanezca. A todo esto, se suma la desidia de muchos por participar en el censo. Y, si además recordamos que la universidad prometió otorgar el ingreso libre a varias carreras a los jóvenes que se afilien como censistas, pero que luego decidió llenarles de cobros y aranceles, entonces lo que ocurre es que nadie sabe si alcanzarán los censistas en el día clave.

Puede que estemos ante uno de los peores censos de la historia. Y esto no es poco: la información censal, que debería hacerse cada diez años sin excepciones, es fundamental para el autoconocimiento de una sociedad, para tener información fresca sobre los principales procesos demográficos, y, claro, para definir políticas públicas y simplemente, para garantizar derechos políticos. Por supuesto, no hablo aquí de muchísimas cosas que consideramos extremadamente importantes, como el problema del dólar, la gasolina, los créditos fiscales, las elecciones judiciales, los abusos a los derechos humanos, etcétera. Pero es que, donde se lo mire, se trata de un Estado lamentable, y un lamentable estado de cosas. Así estamos para celebrar este día tan bonito del 29 de febrero, que, como la realidad boliviana, parece ser sólo eso: una luz efímera que aparece y se desvanece como un sueño, para despertarnos a una realidad social, cuando menos, nugatoria y decepcionante.

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