A Juan Pablo Zabala Tórrez SDB (1965 – 2021)
La pandemia se ha llevado a mucha gente, también a muchos educadores. Su partida ha dejado, sin duda, un hueco irreemplazable en sus comunidades y en los corazones de sus familias y estudiantes. Hace poco, el primero de marzo, perdí a un amigo y educador salesiano. Con su muerte, que es también la de tantos otros en este país, nuestra sociedad pierde mucho.
Un verdadero educador, como mi amigo Juan Pablo, reconoce que su profesión es una vocación. Algunos colegas suelen decir que un maestro de vocación es distinto a uno de ocasión. Este último ha optado por la carrera del Magisterio solamente porque sabe que podrá gozar de trabajo y salario de por vida. En cambio, el maestro de vocación es uno que reconoce que la razón existencial de su vida está en la educación, que su misión es la respuesta a una llamada amorosa de Dios que le invita a realizarse como persona en la acción pedagógica.
Esto lo lleva a entregar su vida a aquella porción de la sociedad que le ha sido confiada: los niños y jóvenes. Con ellos realiza caminos de aprendizaje, itinerarios formativos, por los que no solo aprenden contenidos curriculares, sino y sobre todo, a ser buenos cristianos y honestos ciudadanos, como Don Bosco subrayaba. Por este motivo, el verdadero educador está alegre de encontrarse con sus estudiantes, juega, baila, canta, ríe con ellos porque es capaz de reconocer que Dios está actuando en medio de cada realidad. Es un entusiasta.
Cree en el estudiante. Y es tan sincera su fe en él, que provoca lo que hoy los estudiosos denominan el efecto Pigmalión. Los chicos, descreídos de su potencialidad, pensaban antes de encontrarse con este educador, que no valían nada, que no les alcanzaba para ser buenos aprendices; sin embargo, descubren un motor en sus corazones que arranca y mueve sus vidas, gracias a la confianza de su maestro.
Si además hablamos de un educador católico, debemos añadir que su formación responde no solo a los intentos ideológicos de los gobiernos de turno, sino a toda una tradición educativa fundada en el reconocimiento de la dignidad humana, que le permite ser crítico de la realidad, pensarla en términos de justicia, bien común y solidaridad. No se trata de un amarrahuatos, sino de un verdadero constructor del pensamiento y de la acción en favor de su comunidad.
El verdadero educador sabe escuchar. En la adolescencia, las y los jóvenes pasan por una serie de problemas personales, no por nada esta etapa proviene de “adolecer”, sufrir un dolor. Nuestros jóvenes sufren y necesitan ser escuchados y orientados. ¡Cuántos de nosotros estamos agradecidos a algún maestro que ha sabido prestarnos oído y darnos un consejo prudente! ¡Cuántos hemos declinado de hacer alguna “barbaridad” por las palabras serenas y sabias de nuestros maestros!
Cuando muere un educador católico perdemos a uno que sabe transmitirnos ideales, que nos propone utopías, que siembra en nuestros corazones la semilla de la esperanza. Y no me refiero a la esperanza planteada como un chantaje para resistir esta vida como es y recibir un premio en el cielo. No, nada de eso. La esperanza de construir hoy y aquí, una nueva ciudad y una nueva humanidad.
Un educador católico, parafraseando a Chiara Lubich, abraza al mundo entero en el amor y se lo lleva al Padre al final de cada jornada. Por esto, cada vez que un educador muere, el mundo pierde mucho.
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