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Nos indignamos, lloramos, juzgamos, apuntamos.

Posteamos en las redes una foto pidiendo justicia.

¡Claro! Hacer un click no cuesta nada.

Nos enfurecemos, discutimos, argumentamos, criticamos.

Nos lanzamos contra este gobierno, contra el anterior y contra todos.

Y con razón, porque la clase gobernante de ahora y de antes son la misma mierda. Nunca se han preocupado por las muertes y violaciones de las niñas y mujeres.

Ahora los políticos se aprovechan, aparecen en televisión, hablan, rezongan y no dejan de hacer campaña.

Los ministros, los jueces y abogados se llenan la boca con palabras y promesas vacías.

La policía busca y encuentra al presunto culpable.

Ahora ya no es uno, son dos o posiblemente más de dos.

Creen que han hecho bien su trabajo.

Creen que haber encontrado a este hombre les merece un aplauso.

No se merecen nada. Porque ya se han registrado 54 feminicidios y 33 infanticidios en lo que va del año y los números siguen aumentando. Porque en las líneas de prevención de violencia contra las mujeres nunca contesta nadie. Porque cuando una mujer víctima de violencia presenta una denuncia, le piden cientos de pruebas y la mandan de vuelta a casa con su agresor. Porque sus propios funcionarios violan a menores de edad en sus oficinas.

Hoy posteamos en nuestras redes la foto de una niña pidiendo justicia.

Comentamos, ponemos caritas enojadas, reposteamos, releemos, retwiteamos.

Decimos a todos cuánto nos duele su muerte, cuánto odiamos a esos desgraciados.

Hoy pedimos castración química, pena de muerte.

Mañana estaremos compartiendo memes y bromitas machistas. Estaremos consumiendo publicidad de cualquier cosa con una mujer semidesnuda en ella. Escucharemos reggaetón a todo volumen. Seguiremos cosificando el cuerpo de las mujeres. Y antes de dormir nos preguntaremos: ¿Cómo es posible que sucedan estas atrocidades en el mundo?

Las madres no podemos evitar sumergirnos en el mar negro de Yola. Se nos quiebra la voz, se aprieta la ira en nuestros dientes, se apoderan los puños de nuestras manos y nos desgarramos por dentro. Caemos. Vacío. Vértigo. Abismo. Dicen que lo que no tiene nombre no existe, y aún así, esto que es innombrable existe. No hay pueblo, lengua, ni voz humana, que se haya atrevido a nombrar el dolor más profundo de los dolores, la ausencia más grande de las ausencias.

No nos quedamos viudas, no nos quedamos huérfanas, nos quedamos sin uno de nuestros latidos. Nos morimos. Nos quedamos sin nuestra mirada en su mirada. Nos perdemos. Nos quedamos sin sus manitas dentro de nuestras manos. Nos desmembramos. Nos partimos. Nos rajamos.

¿Y qué hacemos ahora?

¿Qué hacemos con esta sociedad podrida?

¿Por dónde empezamos a reconstruirla?

Habrá que destruirla primero.

Incendiarlo todo, quemarlo todo y que se caiga todo.

Que se caiga el patriarcado. Que se caiga este sistema opresor que invisibiliza, legitima y naturaliza la violencia sistemática contra las niñas y las mujeres.

Porque Esther no es la primera, ni tampoco es la única.

Antes fueron Alison, Tatiana, Camila y Abigail, por nombrar tan solo algunas.

Nos están matando, nos están violando, pero como dijo Teresa Meana: “No nos ven ni muertas”.

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