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Pensamos que Cuba era el cielo, el paraíso en la Tierra, la tierra prometida, la realización del bien, del amor, de la felicidad. “Del amor estamos hablando, por amor estamos haciendo”…  pero luego ahí, incluso en las canciones, venía la realidad violenta de la revolución: “...por amor se está hasta matando”… sí, matando (así sea por “amor”); pero hacíamos la vista gorda: “¡Cuba va!” es lo que nos gustaba corear. Matar, morir, odiar, golpear, asesinar; fusiles, balas, disparos de nieve, dar canciones con las dos manos de matar, la guerra como la paz del futuro, matar canallas, canciones como disparos, la guerrilla equiparada al amor, fusil contra fusil, fusiles que cantan, granizo de plomo, la rabia como vocación: miles de frases, versos y consignas así, al punto de pedirles a las madres que sus nostalgias se vuelvan “el odio más atroz”. Sí, cantábamos a Silvio Rodríguez, como un ritual de unidad de los jóvenes latinoamericanos “idealistas” o “progresistas”, que soñábamos con la revolución como el Día del Juicio Final y la Eterna Felicidad… pero no queríamos pensar en lo que cantábamos, en lo fácilmente que mezclábamos el amor con el odio, el sueño de la paz con la intolerancia, el fanatismo, la ira, el resentimiento, la hostilidad, la aversión y el llamado a la agresión y la violencia en nombre de la “revolución”.

Cuba y su revolución parecían eternas, inmortales, la revelación de lo mejor de los hombres, el sueño al que seguir, la dicha por alcanzar en nuestros pobres y “capitalistas” países latinoamericanos. Cuba era el ejemplo, el sueño, el espejo, la medida. Y nos enojábamos con todo aquél que osara criticar la sacrosanta revolución. Por eso se odiaba a Vargas Llosa, e incluso a Borges, o a Octavio Paz, que, aunque sabíamos que eran geniales escritores, aunque sabíamos que escarbaban el alma humana como pocos, por el solo hecho de haberse mostrado alguna vez críticos con la revolución, no merecían nuestro favor. Vivimos durante décadas con una visión completamente simplista y maniquea de la historia latinoamericana: todos los males provenían de España, de Estados Unidos, del capitalismo y el imperialismo, y todo el bien provenía de Marx, de la URSS y claro, de Cuba. ¡Qué fácil resultaba, así, la historia! ¿Qué más queríamos pensar, si el que está en contra de la revolución es un gusano, un imperialista, un facho, un alienado, un vendido, y cientos de epítetos así? Pero la realidad es un muro de granito contra el que nos damos una y otra vez cabezazos. Sabíamos, algunos de nosotros sospechábamos, que Cuba no era el Bien revelado, que la “Revolución” no era el sueño, sino la pesadilla. Pero, ¿qué cuesta vivir en el engaño, si ese engaño nos trae réditos narcisísticos, sociales, políticos y económicos? Sí, era de buen tono declararse izquierdista y cantar a Silvio, que sigue siendo un cantautor extraordinario, a pesar de su sombrío apoyo al autoritarismo totalitario de la isla. Sí, era de buen tono declarar el amor a la revolución de Cuba, aunque nunca hayamos pisado su suelo, y nunca nos haya tocado vivir el racionamiento, el control, el adoctrinamiento, el machacón culto a la personalidad, la persecución por pensar distinto, la opresión, la vida convertida en una forma de cárcel del pensamiento y de los sueños de libertad.

Pero ¿qué clase de revolución es esa que siembra el miedo, el odio, el hambre y la desesperanza en los seres humanos? ¿Qué clase de mundo mejor es ese que empobrece a los hombres, pero no sólo en lo material, sino también en el alma, en las ilusiones, en el centro mismo de lo más valioso de la humanidad: el derecho a ser? No digo aquí que el resto de América Latina sea mejor: no digo aquí que donde reina el autoritarismo, el caudillismo, la corrupción, el crimen organizado, las mafias, el clientelismo, la pobreza, la ignorancia, la intolerancia y la xenofobia al estilo latinoamericano (es decir, en todos nuestros países), sea mejor. No digo que aquí donde reina la lógica depredadora del mercado, la devastación de la naturaleza, el enriquecimiento fácil por cualquier medio, la mentira, la envidia como motor, sea mejor. Sólo digo que Cuba no era, y ahora menos que nunca, el espejo volteado de nuestra oscura realidad. Sólo digo que Cuba no era ni es el paraíso en la Tierra: es, y esto es aún peor, un espejo torcido, degradado, cada vez más tiránico e inhumano. Como el retrato de Dorian Gray, la “revolución” se va descomponiendo más y más, sólo que nosotros pensábamos que la belleza absoluta estaba allá, y la decadencia estaba acá. No, no era así. La decadencia y la degradación están aquí y allí, pero allí y aquí están, también, las conciencias, las mentes abiertas, los corazones grandes y las ansias de vivir en una sociedad mejor.

Y por eso se reprime en Cuba, porque no se puede mostrar el envés grotesco de lo que la promesa de un mundo mejor y el faro que ilumina “con luz propia” dejó de ser, si es que algún día lo fue. Por eso se encarcela, se mata, se persigue y se desaparece, por eso se miente no sólo en la isla, sino en todas partes donde los defensores necios de la “revolución” no quieren ver la realidad. Esta defensa inhumana se expresa en dos tipos de personas: los soñadores y los perversos. Los soñadores o idealistas que, quizá genuinamente, todavía creen que allá la gente vive bien, y no se mata, no se tortura, no se humilla, porque simplemente así lo quieren creer. Y los perversos, los aviesos, que, por sus propios intereses, por su inmenso narcisismo y megalomanía, por su vivir en un mundo de mentiras también creen, dicen creer, que en Cuba reina el pueblo, la democracia, el amor, o cualquier otra fantasía así.

Pero en América Latina como en Cuba, están los que despiertan. Están los que salen del sueño o de la pesadilla en la que sus ilusiones por una “utopía” realizada, y más aún, obligada, se desmoronan como se desmorona una pesadilla o una mentira cuando se hace la luz de la conciencia. Porque los cubanos salieron a las calles clamando por comida, medicinas y electricidad. Sí. Pero se dieron cuenta de que eso es sólo el principio, la gota que rebasó el vaso. Lo que piden es vida, y es libertad. Por eso la asesina frase de “patria o muerte” ya se descompone con toda su carga de horror, y por eso “patria y vida” se conjuga con libertad. Las cosas van a cambiar. Eso se llama revolución. ¡Quién nos lo iba a decir antes! Ahora las revoluciones, como siempre, se alzan para derribar la tiranía, sí, pero una tiranía que no es exclusividad de las derechas. Las tiranías de izquierda, la inevitable consecuencia de los sueños revolucionarios, son las que ahora se derribarán. Y en Cuba comenzará, entonces, una nueva era de libertad, de esperanza y futuro, en manos de artistas, jóvenes, y la gente común, nada más. Por eso patria tiene sentido si rima con vida y con libertad, y si siembra en los corazones la palabra “esperanza”. A pesar del terror que mutila, no se parará el curso de la historia. Los cubanos perdieron el miedo al poder cruel que el Estado comunista intenta perpetuar, y sobre su heroísmo crecerá la luz de una nueva sociedad. La palabra “ojalá” tiene ahora un nuevo sentido, el sentido de la vida y la libertad.

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