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Hace exactamente dos años, el 17 de noviembre de 2019, escribí un post en mi muro de Facebook en un tiempo altamente violento, provocado por la crisis política de ese momento denso, donde en las calles y en las casas primaban las emociones básicas del miedo y la ira, y donde la deshumanización del conflicto se ancló con tanta fuerza que hasta hoy sus efectos los vivimos en el desarrollo del último conflicto en torno a la abrogada Ley 1386, como un claro ejemplo de que no hemos aprendido nada, ni gobernantes ni gobernados.

En este conflicto, las violencias (directa y simbólica) han sido la forma elegida para imponer posiciones: para sumar fuerzas para bloquear o para desbloquear, para imponer narrativas o postverdades, para defenestrar al otro que piensa distinto, y para afianzar un imaginario de “eliminar al enemigo”, apuntando a un desempate catastrófico. Bruno Bettelheim ya lo advertía: cuando hay incapacidad de pensar solo se recurre a la violencia, pero definitivamente esta no es la vía.

Mi frustración se anida no solamente en los datos de la violencia directa: personas heridas y/o detenidas, amedrentamiento a organizaciones de defensa de derechos (toda mi sororidad con las hermanas y colegas de Casa de la Mujer en Santa Cruz), y una vida perdida, la de Basilio Titi Topolo, muerto en el marco del contexto conflictivo. Lamentablemente esto no es casual, porque los discursos belicosos, de uno y otro lado en las diferentes instancias, no han cesado. Se asienta también en que los constructos culturales de odio y de discriminación se han afianzado: las brechas entre lo urbano y lo rural, entre los polos político-partidarios, así como entre quienes disienten o consideran que tienen posiciones contrarias están cada vez más arraigadas en los mapas mentales, en el espacio interpersonal y en el colectivo.  

En estos tiempos de inflexión es importante reposicionar que nada, pero nada, justifica la violencia, venga de donde venga. Comparto una reflexión que nos da las razones para no fortalecer las espirales de las violencias: "El responsabilizar continuamente al 'otro' por la violencia puede estar relacionado con los procesos sociales vividos en Bolivia, caracterizados por la exclusión e invisibilización de importantes sectores sociales, que terminaron siendo víctimas de tales sucesos. Pero también, como advierte Michel Wieviorka, el mayor riesgo en estos casos es caer en el victimismo y no llegar a establecerse como un sujeto autónomo y percibe al 'otro' como causante del daño sufrido."

El 17 de noviembre de 2019 destaqué las palabras de la historiadora Rossana Barragán que reflexionaba: "Lo que está pasando en Bolivia es infinitamente más enrevesado de lo que cualquier mirada rápida impone", continúo compartiendo esta lectura. Desde entonces resuenan en mi mente siete asuntos nodales que todavía podemos abordar y asumir para contribuir a cambiar este lamentable estado de situación que, reitero, si se sigue en esa línea nos llevará a la catástrofe social.

En esa medida presento los siete asuntos nodales de hace dos años y con los cuales me ratifico:

Primero, requerimos tomar distancia antes de fijar posición definitiva, con excepción en aquellos casos de vulneración de derechos o del ejercicio de las violencias Estatal y/o ciudadano.

Segundo, necesitamos comprender los entretelones de la pugna de poderes (corporativos, regionales, nacionales y geopolíticos), que se han tejido no desde el 20 de octubre de 2019, sino desde mucho antes.

Tercero, requerimos hacer un análisis multidimensional de la pobreza, de las desigualdades y brechas socioculturales (de género, generacional, identitarias y medioambientales) presentes en nuestras realidades, desde una perspectiva esencialmente centrada en la dignidad de todas, todes y todos.

Cuarto, debemos desarrollar espacios de concertación y diálogo —con la premisa de que no hay únicas verdades — para el (re)encuentro en diferentes niveles societales, no solo centrados en esferas políticas, sino comunitarias urbanas y rurales, centro y periferia, eje y norte/sur, entre otras polaridades.

Quinto, el desafío está en constituir una institucionalidad pública y ciudadana que asuma como banderas la vigencia plena de los derechos humanos, la interculturalidad y el bien común.

Sexto, necesitamos estar atentos sobre el rumbo de la justicia, especialmente en los casos derivados de la crisis, aplicando con seriedad y firmeza sus principios de ser oportuna, transparente y expresamente independiente.

Finalmente, el séptimo asunto nodal, como un punto no menor, sino fundamental, es realizar un ejercicio autocrítico de introspección sobre el rol individual en esta crisis con respecto a nuestras actitudes de indignación con tres opciones posibles: ¿(i) alentamos el conflicto con un fuego/furia orientado a destruir al que consideramos “enemigo”, o (ii) alentamos ese fuego con energías críticas equidistantes que respetan los disensos, construyen y proponen, o (iii) fuimos parte de la inacción, la indiferencia ante los síntomas que mostraban que las desigualdades son irrelevantes mientras no afecten mi microcosmos, y fui testigo de balcón de los odios que alentaron este quiebre crítico por el que transitamos?

Lo triste es que cada minuto y día pasado es un tiempo perdido porque líderes, públicos y cívicos, y algunos sectores ciudadanos están tan enfrascados en su lucha por la toma y retoma del poder que no miden las consecuencias que sus decisiones tienen en nuestras vidas, sin que les importe nada más que eliminar al enemigo arriando banderas de democracia y libertad, mientras sus actos niegan coherencia con sus discursos teñidos de beligerancia y afrenta.

La ruta es deponer actitudes autoritarias de actores civiles y públicos, incluyendo quienes deberían deliberar en la Asamblea Legislativa que nos están dando ejemplos tan contradictorios y violentos. Es un momento altamente delicado, en el que tenemos que anteponer el interés común: la vigencia plena de los derechos humanos para todos, todas y todes, así como recuperar el valor de la palabra que puede disentir, pero que debe construir.

Requerimos abordar estos fenómenos para que no sean parte de nuestra normalidad en medio de los conflictos sociales y procurar entendernos y hacer el esfuerzo por comprendernos estando conscientes de que asumir la inhumanidad del otro o contrario es como un boomerang que tarde o temprano a todas, todes y todos nos impactará.

Luego de dos años y después de un conflicto que cobró una factura tan alta (menos una vida, en medio de una pandemia, y con afectación a la frágil economía) qué hemos aprendido. Todas y todos los actores clave responsables —en especial quienes tienen el mandato expreso de deliberar (asambleas legislativas nacional, departamentales y municipales), quienes administran el Estado, quienes canalizan el descontento (representantes cívicos y sociales) así como quienes forman opinión (periodistas y ciudadanía digital)— deberían preguntarse sobre qué es lo que se puede aprender de cara a su corresponsabilidad histórica frente al presente y al futuro, y gestando el momento como una oportunidad también procurar responder qué conocimientos adicionales nos hacen falta para comprender lo que sucedió, por qué sucedió y cómo podemos protegernos a nosotras y nosotros mismos de la eventualidad de que vuelva a suceder, con una visión amplia, comprometida e incluyente.

Así también es necesario que las y los gobernantes asuman un enfoque preventivo de los conflictos con una gestión intensiva de información oportuna y transparente, un análisis a profundidad de los conflictos, reconociendo los factores estructurales y sobre los que es necesario actuar para eliminar las causas, fomentando actitudes y prácticas colaborativas para gestionarlo sin violencia, así como auténticamente proponerse transformar el conflicto en oportunidad para el cambio social a partir del desarrollo de estrategias de intervención orientadas a evitar nuevas crisis y el diseño de políticas para una convivencia constructiva y pacífica.

Todo esto es parte del desarrollo de una paz perfectible (esa tan clamada hoy que se queda en el discurso y tiende a devaluarse), no como fin, sino como una realidad que se construye día a día con nuestros actos grandes y pequeños, con nuestra coherencia (esa virtud liberadora), entre nuestro ser narrativo y el hacer cotidiano. Que el dolor, la rabia contenida, el miedo, la desconfianza o la incertidumbre no nos detengan. Avancemos.

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