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La comunicación pone en juego todo el universo cultural y psicológico de la humanidad. En este contexto, el diálogo es, entre una diversidad de manifestaciones comunicacionales, un tema fundamental para la vigencia de un sistema democrático inclusivo y efectivo. No en vano ha sido y es motivo de profunda reflexión desde la teoría de la comunicación, la filosofía, la antropología, la sociología, la política, la lingüística y la semántica social, entre otras disciplinas.

En el lenguaje coloquial, el diálogo es sinónimo de una reunión, conversación, charla e incluso se lo entiende como discusión, debate o negociación per se. Por ello es necesario establecer convenciones mínimas sobre cómo estamos entendiendo los conceptos claves relativos al diálogo.

Mas no es una tarea simple, pues existen tantas definiciones de diálogo como las de conflicto (más de 70 según algunos autores); sin embargo, la mayoría de ellas coinciden en que el diálogo es un “proceso horizontal de interacción constructiva a través del cual se busca alcanzar visiones, significados y entendimientos compartidos que implican una transformación”. Cabe entender así que el diálogo tiene un carácter multidimensional: como espacio, como proceso, como enfoque, como técnica, como herramienta.

El diálogo es muy importante para profundizar la democracia y contribuir a la gobernabilidad y gobernanza en un país como el nuestro que atraviesa diversidad de crisis y donde la polarización parece ser una constante de nuestra cotidianidad y que se ha normalizado tanto así como las violencias. Desde esta perspectiva, el diálogo es un capital social estratégico para el desarrollo de los pueblos y territorios de manera sostenible y resiliente.

Asimismo, conlleva por naturaleza un acto de reconocimiento del “otro” al que consideramos nuestro “enemigo”, que para que logre esa ansiada transformación debe ser revalorado y aceptado en sus diversas expresiones e identidades, tanto como a uno/a mismo/a, alejándonos así de cualquier posibilidad que niegue derechos, discrimine o menos excluya. Pero también es necesario precisar, no obstante, que el diálogo no puede resolverlo todo. Solo podemos exigir al diálogo lo que el diálogo puede dar.

El diálogo como proceso es parte consustancial del respeto de los derechos humanos fundamentales y de la convivencia democrática en un marco de cultura de paz. Por ello instalar cualquier proceso dialógico requiere orientar el logro de un cambio social holístico e integral.

En este marco, la búsqueda del entendimiento requiere de una visión sistémica para darle el sentido de responsabilidad y corresponsabilidad en el ejercicio de la palabra que dé lugar a la generación de acuerdos posibles y sostenibles, en especial en situación de un conflicto social.

Así a partir de un proceso de diálogo –que no se reduce a reuniones concertadas y publicitadas—sino más bien de espacio auténtico de reconocimiento, inclusión, apropiación y aprendizaje compartidos, confianza y horizontalidad se construyen acuerdos, esa ansiada muestra y materialización del esfuerzo de las partes por superar las posiciones antagónicas, alinear los intereses que, inicialmente, parecían incompatibles y lograr un pacto sobre temas fundamentales, y que reflejan cómo los actores incluyen las perspectivas de la otredad en sus propias, aún cuando persistan desacuerdos.

Por esto se requiere entender las múltiples dimensiones del diálogo, que van desde el diálogo consigo mismo, con la pareja, la familia, la comunidad, los ámbitos políticos y geográficos diversos. Abordar el contexto o el conflicto desde una perspectiva dialógica involucra poner atención a las dimensiones personales, relacionales, culturales y estructurales. También implica trabajar la intraculturalidad (intrasubjetividades) y la interculturalidad (intersubjetividades), para encontrar códigos comunicacionales y sentidos compartidos para construir un horizonte común y de fortalecimiento pleno de nuestras democracias nucléales y colectivas hacia un escalamiento sin duda transformador.

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