Vivimos la profundización del mal. Pero no uso esta palabra en sentido axiológico ni maniqueo, ni alarmista, ni basado en las también malas teorías de la conspiración. Lo digo simplemente en sentido descriptivo, casi literal. Como dice el DLE: el mal es “lo contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto”, o el “daño u ofensa que alguien recibe en su persona o hacienda”. También es desgracia, calamidad, enfermedad, dolencia. En fin: el mal.
El mal se profundiza por la pandemia, seguro que sí. La pandemia trae enfermedad, dolencia, miedos, angustia, dolor, muerte. Pero no me refiero a ese mal, ni al calentamiento global y a los terribles efectos en el clima y en la naturaleza que, por culpa de los seres humanos, desencadena un cada vez más inquietante estado de cosas, donde la vida sobre el planeta y los equilibrios ecológicos sufren embates casi apocalípticos. Pero tampoco me refiero a ese mal.
Me refiero al mal en el sentido humano de la palabra, el mal que es fruto de la acción intencional o no intencionada de la gente común y sus gobernantes, pero que trae consecuencias negativas, malas, funestas, nefastas, ominosas. ¿Y por qué profundización? Lo vuelvo a aclarar: nada de lo que aquí escribo se parece a las fabulosas teorías de la conspiración que tanto éxito tienen hoy. Al contrario: la popularidad de las tesis conspirativas es, justamente, una manifestación de la profundización del mal.
Hablo de profundización del mal como sinónimo de un eslogan que, entre los seguidores del MAS, está en boca de muchos: “La profundización del proceso de cambio”. Esta frase, que en principio podría sonar como un proyecto loable, esperanzador, ya que en superficie esta profundización implicaría el camino hacia una sociedad mejor, más justa, más tolerante, más democrática, más garantista de derechos, más plena, más equitativa y, por último, más libre y feliz, no es nada de eso. Bajo la superficie “progresista” de esa frase, se esconde una futura (posible) realidad: un mundo social cada vez más injusto, intolerante, antidemocrático, violador de derechos humanos, menos pleno, inequitativo, más opresivo e infeliz.
Y esto se basa en evidencias. Hay sociedades latinoamericanas que ya han profundizado el mal, y a las que los ahora poderosos sueñan con imitar: Cuba, Venezuela y Nicaragua. A nombre de una sociedad igualitaria y libre, se han creado sociedades tiránicas e injustas. A nombre de combatir la pobreza, se la ha profundizado. A nombre de la democracia, se ha atentado de todas las formas posibles a aquello que de humildemente bueno tiene la democracia: la vida en una sociedad donde el poder no puede ser omnímodo, las personas pueden ser escuchadas y sus derechos fundamentales pueden ser respetados. Y ni qué decir de los derechos de la naturaleza: esos ni siquiera importan, porque simplemente son la fuente pretendidamente inagotable de riqueza para una intelligentsia sombría en el poder, del que se aferra con uñas y con dientes. A nombre de la paz se siembra la guerra; a nombre del amor, se fortalece el odio, y a nombre de la memoria, se inventa, a medida, el pasado. Sí: una vez más, Orwell tenía razón.
La profundización del mal se manifiesta de muchas maneras, y no creo que pueda enumerarlas todas aquí. Pero puedo señalar algunas. La profundización de la demagogia. La profundización de la venganza y de la persecución a todo aquél que ose oponerse a los designios del partido en poder. La profundización de las amenazas, la animadversión y el odio contra todo aquél que piense distinto al partido. La profundización de la deshumanización de los opositores, a los que se considera “menos que animales”, y que, por lo tanto, se piensa (mal) que no hay crimen en causarles todo el mal posible, la humillación, la cárcel, la tortura, la muerte o la desaparición. La profundización de la mentira y las teorías de las conspiraciones más delirantes, potenciadas como nunca por el papel amplificador de los medios masivos controlados por el partido y las redes sociales. La profundización de la sociedad de la sospecha y la delación como valores festejados desde el gobierno. La profundización de la ignorancia y la distorsión de los hechos. La profundización de la transformación orwelliana del pasado, por unos hechos que jamás ocurrieron, pero que, al tocar las fibras emocionales de muchos, sustituyen la realidad. La profundización de una visión dual de los seres humanos, que sólo son, o sólo pueden ser, “nosotros los buenos” y “ustedes los malos”. Los buenos son así (según ellos) los que “apoyan el proceso de cambio”, y los malos… todos los demás, así sean la mayoría. La profundización del absurdo. La profundización de la inseguridad, pero no sólo económica o física, sino fundamentalmente, espiritual. La profundización de la inhumanidad. Puedo seguir así, y se podría escribir un libro sobre todas las profundizaciones del mal que el gobierno y el poder ahora reinante en Bolivia, es capaz de ejecutar. Pero, en fin: ningún mal es eterno, por la sencilla razón de que nada de lo humano dura para la eternidad. A pesar de eso y tristemente, la profundización del mal traerá sufrimientos innecesarios, dolores humanos y de la naturaleza que se podrían evitar. Por eso no hay nada de progresista en esta “profundización del proceso de cambio”. Lo único que se profundizará será el odio de unos en contra de otros, el daño, el menoscabo, la corrupción, el quebranto, la decadencia y la ruina: es un proceso de cambio, sí, pero hacia una sociedad peor.
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