0

Procusto era un hospedero del Ática, que luego de recibir en su posada a los viajeros que necesitaban pasar la noche en una buena cama, los sometía a una tortura muy sórdida: amarrados al catre de fierro, medía su tamaño, y si sobresalían de él, les cortaba la cabeza, los pies y las manos para igualarlos a las medidas del catre, o si su cuerpo era más pequeño que la cama, los estiraba hasta descoyuntarlos y lograr que midan igual. Por estos actos brutales, Procusto o Procrustes (el Estirador), o Damastes (el Controlador) es considerado la personificación de la envidia, una de las pulsiones humanas más aborrecibles: el enojo, la cólera infinita e infamante, el rebajamiento personal por causa del éxito, la plenitud o la alegría de otro.

La envidia es uno de los pecados capitales, y aunque se le pueda encontrar alguna faceta positiva si la tuviera (la “envidia constructiva” o la “buena envidia”, es decir, aquella que mueve a la persona a ser mejor una vez que se compara con aquél al que envidia), en realidad nada de bueno tiene: demuestra la pequeñez humana del envidioso, y su manifestación (porque pocos son los que envidian callados: es típico del envidioso la maquinación de un plan de destrucción del envidiado), es, como decía Napoleón, “una declaración de inferioridad”. El envidioso se pone en evidencia como un personaje peor justamente al envidiar, pero eso puede hacer también que el envidioso sea, además, un taimado que actúa, no importa el costo, contra el otro. Es una historia conocida: envidiamos y nos envidian, y sólo los que superan esta lacra son personas mejores.

Eso en el plano individual. Pero, ¿qué ocurre cuando la envidia se convierte en una política de Estado, no declarada y abyecta, pero perfectamente legitimada desde las más altas esferas del poder? Lo que ocurre es que una sociedad se arruina profundamente, porque muchos llegan a creer que la envidia es buena, que es genuina, que “no es envidia, es justicia” (recordemos que la venganza es parte de la compensación espuria del envidioso).

En Estado plurinacional da pruebas, cada vez más desvergonzadas, de ser un régimen de los envidiosos, entre muchos otros rasgos dignos de conmiseración o espanto. Se ha dicho mucho que el igualitarismo, es decir, una ideología política basada en la búsqueda compulsiva de la igualdad absoluta (tal como Procusto lo practicaba) es, fundamentalmente, una política de la envidia. Profundamente enraizado en las ideologías de izquierda (¿qué son si no los igualitarismos forzosos, como socialismos, comunismos o comunitarismos?), el igualitarismo supone que la igualdad de los hombres es la condición para una sociedad feliz, pero una y otra vez la historia ha demostrado que eso no es, ni fue, ni será así. No se trata por esto de exaltar las desigualdades como principio rector del poder: ni igualdad ni desigualdad, la humanidad es algo mucho más complejo que eso. Pero para los envidiosos con poder eso no tiene importancia: al legitimar la envidia de los pobres, de los resentidos, los sin futuro, no los convierte en personas felices y que viven “bien”: los vuelve cada vez más miserables, más viles, más hundidos en su propia depauperación.

No suelo escribir de personas específicas en esta columna, pero esta vez haré una excepción. Si existe una prueba de la extraviada manifestación de envidia por parte del gobierno del MAS, es la persecución a toda figura pública que, o bien sea mejor que los funcionarios estatales de ese partido, o bien pueda poner en peligro su poder por ellos deseado infinito.  No soportan que nadie pueda hacerles sombra, con algo tan sencillo como una buena gestión (¿acaso hace falta el adjetivo? Basta con que sea gestión) pública, es decir, en beneficio de los ciudadanos y claro, del ambiente natural y social en el que éstos se desenvuelven. Este es el caso del actual alcalde de Cochabamba, Manfred Reyes Villa. Su popularidad entre la población de la ciudad de Cochabamba, pero aún más, su capacidad de trabajar en serio por el desarrollo de la ciudad, es demasiado peligrosa: pone en evidencia el fracaso no sólo del MAS, sino de otros sectores de la oposición (pienso en el anterior alcalde de Cochabamba), para asegurar un futuro mejor.

En cuatro meses, Cochabamba ha empezado a cambiar, o quizás tan solo, ha vuelto a ser una ciudad que tiene la esperanza de mejorar. Gestiones y gestiones municipales basadas en el abuso de poder, la componenda política, la ineficiencia, la improvisación, el clientelismo, dejaron su triste huella en una de las ciudades que menos suerte ha tenido en cuanto a su progreso urbano. Esto no quiere decir, en absoluto, que este progreso sea, como muchos sueñan, la consolidación de un modelo basado en el cemento y la depredación sin pausa de la naturaleza. En el caso de Cochabamba, el entorno natural es una verdadera fortuna, pero está puesto en peligro: la depredación ambiental, pero también el deterioro de las relaciones humanas, son palpables. Por eso el retorno de Reyes Villa ha llenado de ilusión a los habitantes de Cochabamba, incluso a aquellos que no estaban totalmente convencidos. Son cuatro meses de patente transformación: Cochabamba puede volver a soñar.

Lo que motiva este artículo es la innombrable persecución política no sólo a Reyes Villa, sino a todo aquél o aquella que se atreva a poner en cuestión el poderío omnímodo del MAS. Eso no se puede perdonar, y gracias a un sistema de tinterillos con carrera judicial completamente serviles al gobierno de turno, se utiliza la administración de justicia (mejor dicho, de injusticia), como el nuevo aparato represivo de Estado, para recordar la afortunada noción de Althusser.  Si las dictaduras militares usaban a las fuerzas paramilitares como el sustento de su poderío mal habido, el gobierno actual usa las fuerzas parajudiciales o pseudojudiciales como su brazo armado para perseguir, encarcelar, atemorizar e incluso desaparecer a cualquiera que les pueda significar riesgo de defenestración.

En Cochabamba se ha empezado a mejorar muchas cosas: la salud, las aceras del centro, el sistema de recojo de basura, la entrega pronta y oportuna de obras de vialidad, y cosas tan obvias, como contar con funcionarios municipales competentes. Por ejemplo, es el caso de los jóvenes encargados de las relaciones internacionales de la alcaldía, que, como nunca, demuestran su alta competencia para manejar convenios, donaciones, apoyos internacionales en favor de los cochabambinos. La propia figura de Reyes Villa, cuya imagen se fortaleció en sus gestiones como alcalde en la década de 1990, está atrayendo recursos y ayudas para Cochabamba, ya sea por parte de benefactores extranjeros, por empresas, o ya sea por cuenta de cochabambinos que, radicados en Estados Unidos y luego de haber conseguido posiciones económicas expectables, están realizando donaciones para Cochabamba, solo por el cariño que le tienen a Reyes Villa. Sólo un envidioso puede oscurecer estos hechos: sólo la envidia, el resentimiento, la sed mediocre de pequeñas venganzas puede querer mancillar estos hechos.

Las políticas de la envidia, sin embargo, tiene graves consecuencias para la convivencia social, y claro, para lo que llamamos democracia o Estado de derecho. El envidioso mayor de la América Latina de hoy, Daniel Ortega, ha mandado encarcelar y torturar a cualquier nicaragüense que se atreva a competir con él en las futuras elecciones de noviembre. Cada uno de los detenidos por el régimen de Ortega es la prueba de la degradación del que alguna vez fuera una promesa del cambio en Nicaragua: hoy no es más que un tiranuelo que sería ridículo, de no ser tan peligroso. En fin: también ocurriendo en Venezuela, también ocurriendo hace décadas en Cuba, las políticas de la envidia, que se disfrazan de “progresismo”, “socialismo”, “justicia social”, o cualquier otro eufemismo hábilmente propagandizado, están abriéndose campo, desde 2006, en el ejercicio del poder de Estado en Bolivia. Queda, sin embargo, la constatación de que los envidiosos, por más que se empeñen en perfeccionar sus camas de Procusto, terminarán, igual que el mítico griego, de la peor manera. Cuando Teseo se enfrentó a Procusto, le retó a que sea él el que se mida en su propio lecho, el que usaba para deshacerse de todo aquél que aborreciera. Pero Procusto tampoco dio la talla: su catre no le queda justo a nadie, no puede quedarle justo a nadie. Por eso el héroe Teseo pudo, también, estirarlo y descoyuntarlo para que se aproxime a su propia medida de igualdad, con lo que demostró, para siempre, que la envidia y la peregrina idea de la igualdad como justicia, nunca acaba bien. Los procustos del mundo se hunden y se despeñan, así, en su propia trampa. Y es lo que podrá pasar a todos aquellos envidiosos con poder que se refocilan con sus ínfimas y pírricas venganzas. Su propio catre los destrozará.

Bolivia: agenda del reencuentro con rostro de mujer

Noticia Anterior

Sobrepeso y obesidad, nueva epidemia

Siguiente Noticia

Comentarios

Deja un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *