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Desde hace mucho tiempo, la población cochabambina conoce la problemática del botadero de K'ara K'ara, ubicado desde principios de los años ochenta en la zona sur de la ciudad de Cochabamba.

Los que vivimos en otras partes del territorio nacional nos enteramos del acontecer de ese sector que ha empezado a tener mayor connotación desde finales del año pasado y lo que va del primer semestre de este terrible 2020, debido a diversas movilizaciones y bloqueos hacia el sector y que se atribuyen automáticamente a cierta preferencia político-partidaria de sus pobladores.

Muchas y muchos cochabambinos manifiestan que se sienten de alguna manera bajo la extorsión de la población del lugar cuando se asumen medidas de presión (que por cierto ya vienen desde el año 2003). Más o menos lo mismo que piensan muchos/as paceños/as con respecto a El Alto en momento de conflictividad o los cruceños cuando se cierra la ruta a occidente en Yapacaní o más allá en la “republiqueta” del trópico cochabambino.

Una de las características de nuestro país es su ánimo conflictivo. Quedan en nuestra memoria momentos de tensión social muy fuertes que siempre nos llevaron al borde del abismo como Estado y sociedad. Sin embargo, también son increíbles -al repasar la historia- las maneras en que se han solucionado estas crisis; aunque en la mayoría de los casos quizá nunca se han resuelto estructuralmente. Jamás llegamos a la raíz del problema, y los gobernantes, desde siempre, han dedicado su esfuerzo mayormente a sofocar el incendio, a ocuparse de lo urgente, pero no de lo importante.

A pesar de ello, las y los bolivianos hemos ejercido durante nuestros periodos democráticos el derecho a protestar, a manifestarnos, entendido este como un derecho humano que se desprende de las libertades de expresión, reunión y el derecho de petición, y que representa uno de los más importantes modos de acción social–cívica para exigir, defendernos, mostrar inconformidad, disidencia, insatisfacción o, por último, nuestra indignación (recordemos el fraude de octubre de 2019);  y que entraña al mismo tiempo un riesgo alto de reacciones de quienes detentan el poder.

Sin embargo, es en esos momentos en que se pone de mayor grado en evidencia el nivel de respeto y garantía que los Estados tienen con los derechos humanos, así como la fortaleza de sus instituciones democráticas, con el fin de demostrar que se ejercitan la democracia, el diálogo y la concertación, antes que el uso de la fuerza, la represión o la intolerancia.

Y sabemos que en nuestro país, un Estado Constitucional de Derecho débil, instituciones sin presencia ni autoridad, autoridades y servidores públicos sin la capacidad necesaria para responder a la gestión pública generalmente nos llevan a que las protestas sociales se acrecienten.

No olvidemos que la mayoría de las protestas sociales son un punto de llegada y no de partida. Aparecen cuando se han agotado otras vías de resolución de conflicto y se ha excedido el tiempo de respuesta estatal. Y se tornarán violentas cuando todas la vías de diálogo y consenso estén bloqueadas o como en el caso de K'ara K'ara y otros muchos conflictos, cuando su ejercicio ha provocado una respuesta represiva y criminalizante.

Por el otro lado, como sociedad nos falta mucha madurez para entender que la protesta por principio debe ser pacífica; comprender que la violencia aleja el legítimo derecho de las personas a reclamar y exigir individualmente o colectivamente sus derechos. De la misma manera deslegitima la reivindicación social, la función democrática de la protesta y anula el debate político sobre los problemas de interés social y las alternativas de cambio.

En ese entendido, la protesta y la manifestación pública han merecido la atención del sistema interamericano de derechos humanos, que ha señalado diversos estándares que conviene siempre tener en cuenta tanto para gobernantes como gobernados, más aún para los primeros que tienen el deber de garantía de acuerdo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

En primera instancia, el sistema interamericano de protección de derechos humanos le otorga a la protesta la calidad de derecho humano individual y colectivo, pero tendrá esa condición en tanto sea por medios pacíficos, condición realmente relevante y que debe ser asumida con mucho cuidado, pues el Estado no puede calificar de manera arbitraria esta condición de acuerdo a sus interés políticos o en un supuesto cuidado de la seguridad interna que generalmente se confunde con “seguridad del gobierno”.

Por otra parte, se debe garantizar la protesta de absolutamente todos los sectores sociales, incluidos niños, niñas y adolescentes, personas con discapacidad, adultos mayores e incluso personas privadas de libertad. Por ello, no nos sorprenda cuando la niñez protesta o pensemos de manera adulto centrista que esto no debería darse, además de tomar con pinzas la participación de este sector en otro tipo de protestas sociales.

De igual manera, estemos conscientes de que las personas privadas de libertad solo tienen limitado el derecho de circulación. No caigamos en la peligrosa conceptualización de que se convirtieron en ciudadanas sin ningún derecho.

Es importante asumir que los estándares interamericanos recomiendan no asumir medidas gubernamentales de limitación de la protesta, ya sea dificultando su ejercicio o penalizando las mismas bajo los tipos penales de “terrorismo” o “sedición”; descalificar la protesta, presumiendo de antemano que son medidas únicamente de desorden público o desestabilización. Cerrar espacios que justifiquen su criminalización y la respuesta violenta inmediata de las fuerzas del orden, tal el caso de la plaza Murillo en La Paz, sector donde se imposibilita el paso a las manifestaciones sin determinar su naturaleza previa. Se prohíbe el uso de infiltrados o de personal de inteligencia que puedan solamente provocar desorden para justificar el uso de la fuerza.

De esta manera, el sistema interamericano ha brindado una serie de lineamientos como los expuestos y muchos más, que deben seguirse con base en los compromisos estatales de protección de derechos humanos.

En ese sentido, seguramente muchos pensarán al leer estas líneas que el panorama de complejidad de un conflicto sobrepasa la teoría y que los intereses en juego van más allá de las reivindicaciones sociales solamente. Esto es comprensible, empero es siempre mejor contar tanto para gobernados como para gobernantes con esta guía y principalmente el Estado debe adoptar las medidas necesarias para evitar actos de violencia, garantizar la seguridad de la ciudadanía en conflicto y fuera de él y el orden público siempre de manera proporcional sin afectar arbitrariamente el ejercicio de los derechos que conforman la protesta, avocándose a responder no solo a la emergencia, sino al fondo de la demanda.

K'ara K'ara no es un problema de este año, es un problema de hace más de 15 años con un conjunto de demandas que pasaron por diversos gobiernos de distinta tendencia política. Es evidente que la modalidad de su protesta busca generar cierta disrupción de la vida cotidiana de la mayoría de la población cochabambina, pero puede ser la única manera de visibilizarse y hacerse escuchar que, de otra manera, no se lograría; así como un sinfín de otros sectores análogos en el área urbana y rural de nuestro país, que durante la época neoliberal o del supuesto proceso de cambio no han contado con respuestas efectivas a sus anhelos de mejores días, lo que nos coloca nuevamente ante el desafío de que los futuros gobernantes dejen de apagar el incendio del conflicto y se preocupen de eliminar las causas que lo provocaron, es decir, mayor concertación, consenso y diálogo, y menos criminalización de la protesta.

Un llamado a la solidaridad

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