Cumplir la ley no es un acto de conveniencia, sino de convicción. No se la respeta “cuando conviene” ni se la omite “cuando incomoda”. El verdadero compromiso con el Estado de Derecho exige coherencia, incluso cuando la ley impone decisiones incómodas o impopulares. Ronald Dworkin, uno de los más influyentes filósofos del derecho, escribió: “El gobierno de las leyes y no de los hombres exige que las decisiones no sean arbitrarias, sino que se anclen en principios que todos puedan reconocer como obligatorios”. En Bolivia, sin embargo, no es extraño que quienes exigen cumplimiento irrestricto de la norma sean los primeros en violarla cuando se cruza con sus intereses. Esa incoherencia, convertida en práctica reiterada, ha erosionado la legitimidad de nuestras instituciones, y hoy ha alcanzado al Órgano Electoral Plurinacional.
El 29 de abril, la Sala Plena del Tribunal Supremo Electoral (TSE) no pudo, o no quiso, cumplir su deber legal de elegir una directiva compuesta por presidente y vicepresidente. En lugar de resolver sus diferencias, sus miembros optaron por un atajo institucional: designar únicamente a un vicepresidente, Óscar Hassenteufel Salazar, para que actúe como presidente "interino". Una figura que no tiene respaldo normativo y que desafía la lógica más elemental: no puede haber suplencia donde no hay titular.
La Ley Nº 018 del Órgano Electoral Plurinacional es clara: la Sala Plena debe elegir a un presidente y un vicepresidente por mayoría absoluta, y ambos ejercen el cargo por dos años. No existe la figura del “interinato por omisión” ni la posibilidad de declarar una ausencia cuando nunca se ha elegido a quien deba estar presente. El “argumento” que ha justificado esta anomalía, el de mantener estabilidad para el proceso electoral de agosto, es insostenible desde el punto de vista jurídico; pero también desde una perspectiva de principios democráticos. El TSE, árbitro del sistema electoral, no puede predicar la estabilidad violando la norma que le da legitimidad.
La maniobra ha recibido un sospechoso respaldo de actores políticos que en otros contextos han hecho de la crítica institucional su bandera. Jorge “Tuto” Quiroga, Samuel Doria Medina y la agrupación Creemos de Luis Fernando Camacho coincidieron en afirmar que “en pleno camino a las elecciones no se cambia de árbitro”, como si el árbitro fuera una persona y no el colectivo de siete vocales que conforman la Sala Plena. Esta visión personalizada del poder, tan arraigada en la política boliviana, demuestra que para algunos lo que importa no es el cumplimiento de la ley, sino la conveniencia del momento.
El episodio no es un hecho aislado. En su libro Elecciones Peligrosas, Salvador Romero Ballivián, quien presidió el TSE durante las elecciones generales de 2020 y las subnacionales 2021, ofrece un relato crudo de lo que ocurre en la trastienda de la Sala Plena. Describe cómo los vocales postergan decisiones clave, rompen pactos previos, se disputan oficinas y cargos, y convierten las sesiones en escenarios de cálculo político más que de deliberación institucional. Lo que hoy ocurre con la directiva del TSE es la confirmación de esa cultura colegiada marcada por la informalidad, el ego y la ambición.
En ese testimonio, Romero Ballivián narra cómo vocales pidieron retrasar la elección de la presidencia desde la primera sesión; cómo hubo disputas abiertas por la vicepresidencia, pese a acuerdos previos; y cómo algunos pretendieron imponer su selección invocando su origen indígena o su condición de haber sido los más votados por la Asamblea Legislativa. Todo ello muestra cómo el manejo institucional se pervierte cuando se privilegian las lealtades personales o identitarias por encima de la lógica colegiada. La elección frustrada del 29 de abril es parte de esa misma historia: un cuerpo colegiado que fracasa cuando sus miembros actúan como parcelas de poder y no como un órgano de garantía.
El testimonio de Salvador Romero no sólo revela los hechos, sino también los patrones persistentes de descomposición institucional. Su narrativa permite ver que la Sala Plena no es necesariamente un espacio de deliberación técnica ni de vocación institucional, sino un escenario de tensiones constantes, egos desbordados y disputas internas que muchas veces se disfrazan de legalidad. Romero Ballivián destaca que en los cuerpos colegiados, “un solo individuo basta para descomponer la dinámica colectiva”, y lo más alarmante es que la ciudadanía solo ve el resultado final, sin acceso al deterioro institucional que lo genera. Así, lo que parece un desacuerdo menor es, en realidad, un síntoma estructural.
Otro aspecto que debe destacarse con claridad es el de la paridad de género, principio fundamental que el propio Órgano Electoral Plurinacional está obligado a garantizar y hacer cumplir. La Ley Nº 1096 de Organizaciones Políticas establece expresamente que los estatutos de los partidos y agrupaciones deben contemplar la paridad y alternancia en sus directivas, y faculta al TSE a revisar y validar estos documentos precisamente para verificar ese cumplimiento. Por su parte, la Ley Nº 026 del Régimen Electoral encarga al TSE la supervisión y control del principio de paridad y alternancia en las listas de candidaturas, tanto en elecciones nacionales como subnacionales. ¿Cómo puede entonces justificar que, teniendo tres vocales mujeres en la Sala Plena, la presidencia y la vicepresidencia recaigan únicamente en varones? Si se eligió como vicepresidente a un hombre, el respeto a la equidad exige que la presidencia sea ejercida por una mujer. Esta decisión no solo enviaría una señal firme contra el machismo estructural incrustado en el aparato institucional, sino que sería una muestra de sensatez, coherencia normativa y liderazgo moral.
Más allá del marco legal, el TSE también tiene una responsabilidad ética. La ciudadanía no observa al Tribunal únicamente como un órgano administrativo o jurisdiccional, sino como el guardián último del pacto democrático. En momentos de incertidumbre y polarización, la legitimidad del proceso electoral descansa sobre la legitimidad del árbitro. Si el árbitro es percibido como débil, dividido o inclinado por intereses personales, el resultado de cualquier elección será cuestionado, sin importar su transparencia técnica. Por eso, cuando el TSE actúa como un cuerpo atrapado en su propia indecisión, no sólo se perjudica a sí mismo, sino al futuro político del país.
Hoy, cuando el país se encamina hacia un proceso electoral crucial, el TSE no puede darse el lujo de seguir improvisando ni postergando decisiones fundamentales. La elección de su directiva no es un trámite interno más: es una muestra de su compromiso —o su renuncia— a liderar con coherencia, legalidad y altura ética. Lo que está en juego no es el nombre del presidente, sino la legitimidad del proceso electoral en su conjunto.
Cuando la institución llamada a resguardar la democracia se convierte en espacio de maniobra, personalismo o conveniencia, pierde su autoridad moral. No basta con proclamar neutralidad; hay que practicarla. No basta con exigir legalidad a los actores políticos; hay que encarnarla. El TSE tiene una oportunidad de corregir su rumbo antes de que sea demasiado tarde. La ciudadanía lo está mirando. Y también la historia.
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