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Ambas están sentadas frente a frente en el comedor de la casa de una amiga. Una es mayor que la otra con un año. Tienen la misma raíz familiar, similares facciones y muchos recuerdos en común. Tan parecidas y distintas a la vez.

Lola S. tiene 80 años, su cabello es color castaño —recién teñido— para tapar las canas propias de la edad. Su contextura física es mediana. Ella sabe que está con sobrepeso, pero se siente cómoda con su cuerpo; lo que no sucede con Claudia, quien tiene la cabellera corta y canosa. Está delgada, probablemente con un peso inferior al que debería tener para su estatura. Y ese malestar que siente la menor no es de ahora porque en su niñez y adolescencia, ella era la “gorda” y su hermana la “flaca”.

Claudia mira a Lola, y —así de la nada— como si no pudiera aguantarse de verbalizar lo que se le viene a la mente, le hace una pregunta, que más que consulta parece un reproche cargado de resentimiento.

“¿Te acuerdas cómo la mamá te sobrealimentaba, porque decía que eras la más débil y a mí me daba menos comida que a ti y que a nuestros hermanos hombres? Por eso, ahora eres más fuerte que yo”, cuestiona Claudia, a lo que Lola responde: “Sí, me acuerdo” y le cambia el tema de conversación. Sin duda, el mismo recuerdo tiene connotaciones diferentes para cada una.

Las dos hermanas vienen de una familia de clase media, con ciertas limitaciones económicas. Sus padres tuvieron siete hijos, cinco mujeres y dos varones. Claudia es la quinta de todos y la tercera entre las mujeres. Según ella, su mamá hacía diferencias al momento de servir la comida entre sus hijos y eso, de alguna manera, marcó su relación con su madre y hermana.

“En mi época se pensaba que los hijos varones debían comer más y mejor que las mujeres, porque eran más grandes; que las flacas eran débiles y que la gordura era sinónimo de salud. Yo era mujer y gorda, por lo tanto, no comía lo mismo que mis hermanos ni que mi hermana delgada”, recuerda y hay un tono añejo de amargura en su voz.

Automáticamente, le pregunto si no reclamaba a su mamá por esas diferencias. “Claro que protestaba, pues, ¿crees que es lindo ver asados en el plato de tu hermano y en el tuyo una micra?".

Cada vez que veía ese objeto sobre la vitrina se imaginaba su contenido y tenía la tentación de llegar a él. Una mañana no resistió, pero ocurrió lo menos pensado. Luego del castigo, adoptó una manera de protesta que le trajo problemas.

Cuando su mamá hacía hervir la leche sin pasteurizar, colocaba la olla mediana sobre una vitrina que había en el comedor de diario, para que enfríe y para que sus hijos no se la tomen sin permiso.

Un día, cuando Claudia tendría unos 12 años, decidió sacar la nata. Se subió a una silla, pero no pudo controlar el peso de la olla, que cayó al suelo dejando desparramada la leche.  

“La ponían bien alto — recuerda Claudia — para que yo no alcance. Cuando vieron lo que me pasó, me castigaron y no escucharon mi explicación (…). Al tiempo, mi organismo optó por otro tipo de reclamo, me hacía dar ataques. Cuando no estaba de acuerdo con algo, me ponía en huelga de hambre, me tiraba el suelo y mi hermano me echaba agua en el patio. No me llevaron al médico ni nada. Era mi recurso para llamar la atención”.

Esa diferenciación —que no tenía mala intención— generó heridas emocionales en Claudia, que se han avivado en la vejez, cuando la memoria a largo plazo se siente más presente.

“Sé que mi mamá quería distribuir de la mejor manera la comida, pero —sin querer— me discriminó por ser mujer y ser más rellena. Además, no me llevaba mucho a visitar a mis abuelos o cuando ella salía, porque decía que pedía muchas cosas y que era renegona”.

Según Claudia, la relación con sus hermanos se vio afectada por este tema, especialmente con Lola; aunque reconoce que no fue su culpa.

Curiosamente, ahora ella es la "flaca".

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