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Salvador, tierra mágica rendida ante la gloria de Iemanjá, recibe a los que admiran al gran sociólogo alemán Norbert Elias: tan distante, pero a la vez tan próximo, de ese pedazo del África en América Latina, azul por el mar, celeste y blanca por la fe en los orixás. ¿Elias en Bahía? sí, porque la fuerza intelectual del “pensador más importante del que tengamos noticia”, según las palabras de Steven Pinker, puede fructificar en una de las ciudades espiritualmente más profundas del mundo. Porque eso somos: pensamiento y emoción, conciencia y alma.

Conciencia y alma se juntan en el CEPAIA, Centro de Estudos dos Povos Afro-Indio-Americanos de la Universidad do Estado da Bahia, en la atmósfera encantada del Pelourinho, frente a la Igreja e Convento de Nossa Senhora do Carmo, en el XIX Simposio Internacional Procesos Civilizadores. Allí, decenas de investigadores de todo el Brasil, de América Latina y el mundo, se abrazan, se escuchan, dialogan para entender una vez más, como fruto de las ideas pergeñadas en los últimos dos años, aquello que de iluminador tiene Norbert Elias para tratar de entender nuestro mundo latinoamericano, sus sueños y pesadillas, su largo y extraordinario devenir. Elias, con chapéu de couro, de aba virada, como si de Lampião se tratara, resume estos encuentros de los mundos: el mundo es sólo uno, con su inmensa variedad, y descifrar a los seres humanos es también comprenderlos, no sólo odiarlos o amarlos.

Si hay un corazón que palpita por todos, si hay un corazón que irradia el amor de esos días de diálogos y encuentros, es el de Dina María Rosário dos Santos, la anfitriona hecha de oro negro que recibe a todos con generosidad, alegría y belleza, dones labrados en tierras bahianas. Márcia Maria Gonçalves de Oliveira, también irradia, y allí está todo el equipo organizador, y los jóvenes que apoyan y ayudan a todos los que llegamos de tierras lejanas, para el éxito de mesas, ponencias, presentaciones, debates, en fin, esas cosas que se hacen en la vida académica. Pero no es eso solamente. Se trata de las energías que salen de pensar juntos, y de simplemente encontrarse con amigos que comparten estas ilusiones y elucubraciones eliasianas.

Salvador es tan profundo y sutil, que no debe bastar una vida para conocerlo y saborearlo y vivenciarlo. ¿Qué se puede hacer en pocos días? Maravillarse de su mar, del faro de la Barra, de la moqueca, del acarajé, del cravinho del Pelourinho y sus callejuelas preñadas de historia, hermosura y humanidad. Por ejemplo, disfrutar del fútbol y la cerveja en un restaurante baiano, junto a mi querido amigo Célio Juvenal Costa, torciendo por la selección de Brasil: es carnaval, es la fuerza de los torcedores, son los tambores profundos del Olodum. Es un torbellino de emociones, de colores, de personas que, como oleajes de cuerpos, vienen y van, con sus pieles oscuras, sus atuendos coloridos, sus asombrosos peinados, sus sonrisas, sus voces fuertes.

Me toca llegar al elevador Lacerda, una imagen clavada en mi retina de aquel niño que, en Sucre, veía todos los días la telenovela brasileña que más hizo para promover la imagen de Bahía en el imaginario de los andinos como yo: O Bem Amado. Todas las noches de 1977, veíamos un rompecabezas que perdía sus piezas, y que, poco a poco, revelaba la icónica estampa de la Cidade Baixa de Salvador, y al final de esta apertura, aparecía la arquitectura art decó del elevador Lacerda, con su sueño de futurismo, y esa hermosa escultura llena de formas rotundas, obra del escultor Mário Cravo: el Monumento à Cidade do Salvador, o la Fonte da Rampa do Mercado,inaugurado en 1970, poco tiempo antes de la filmación de la telenovela. Por eso llegar al elevador Lacerda era, para mí, un sueño de infancia. Pero cuando todavía estoy en la Cidade Alta, caminando por la Rúa da Misericórdia, desde la Praça da Sé hacia la Praça Thomé de Sousa, se derrama el cielo en una lluvia inmisericorde que me obliga a correr, junto con un grupo de soteropolitanos, a refugiarme en el alero del Banco Bradesco. Todos quedamos allí, existencialmente varados, viendo los latigazos de la lluvia tropical sobre el pavimento, el mar y las nubes de la Bahía de Todos los Santos: una lluvia épica, que aumenta emoción a mi llegar al elevador. Comparto esos minutos con personas de origen africano, gentes sencillas, vendedores ambulantes, padres con sus niños, en esa esquina, en esa pasajera lluvia. Y sin embargo, que permanece en el corazón por siempre, frente al palacio Río Branco y la estatua a Thomé de Sousa, fundador de la ciudad: esa plaza que puede ser la cuna de la civilización brasileña, pero que ahora no es más que un centro administrativo, pero también el lugar de esa lluvia, de ese grupo de personas que se detienen por el azar de la vida, a refugiarse del temporal.

Pero el elevador es, ¡oh decepción! sin ninguna gracia por dentro. Es pura exterioridad: lo que importa es contemplarlo desde fuera, como parte de la belleza arquitectónica, escultórica, paisajística y natural de la inmarcesible ciudad de Salvador. Al salir ya en la Cidade Baixa, el espectáculo es bellísimo, y aunque el Monumento à Cidade do Salvador se destruyó en un incendio el 22 de diciembre de 2019 (exactamente tres años antes de cuando escribo este texto), y ahora está en reparación y sólo se ven unos fierros estructurales, igual el panorama de postal es más que eso: es la fuerza de Brasil, de su naturaleza, de su arquitectura, de su potencia humana, natural y cultural.

Tengo la fortuna también de asistir a la exposición inmersiva de Frida Kahlo, en Salvador Shopping, un espectáculo que ahora es uno de los éxitos de concurrencia en las grandes capitales del mundo. Frida en Salvador… si bien es eso, un montaje, y de gran calidad, no por eso pierde. La experiencia es maravillosa, como volar por el mundo fridiano –que no freudiano—, al que, pese a las críticas por la inmensa comercialización de su imagen, y la simplificación de su arte que esto trae aparejado, es mucho más que eso. Es como sumergirse en una fantasía de adultos, ser niños contemplando estas idealizadas, pero mágicas, finas y fructíferas, imágenes del alma y el arte de Frida.

Puedes pintar a tu propia Frida entre los cactus. Y encontrarte con alguien que tenga el espíritu como el tuyo, que también vuele en ese paseo al alma, que se maraville con este cruce de caminos entre Elias, Salvador, Frida, la vida. Con fitas do Senhor do Bomfim atadas en las muñecas, augurios buenos para el futuro y la vida buena. Partilha, encontro, é isso que importa. A vida segue em frente, rumo aos sonhos, e Salvador é o lugar onde a alma germina.

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