Al parecer superamos la Covid-19 y algunos tuvimos la suerte de tener una segunda oportunidad luego de recuperarnos del contagio; pero esa gran lección para la humanidad ya se ha olvidado. Hemos vuelto a las batallas discursivas por el poder, sí, esas que tienen los líderes políticos y que cuestan vidas en las calles.
El poder de las palabras se traduce en discursos ideologizados de los portavoces del oriente y del occidente, mientras la población aquí y allá tiene escasa posibilidad de pensar y dar a conocer su voz. Eres de un bando o del otro, “amigo” o “enemigo”. Todas las palabras han sido resignificadas desde banderas políticas. Ya no queda claro quién tiene la “verdad” o quién miente. Todas las palabras tienen intencionalidad y persiguen intereses a menudo personales o grupales, pero no sociales.
A partir de las repetitivas crisis socio-políticas en nuestro país, empecé a preguntarme por el origen mismo de nuestra forma de comunicarnos, de pensar y actuar como sociedad. El desafío es muy complejo y para nada puede agotarse en unas cuantas líneas; no obstante, empezaré con un viejo debate sobre el lenguaje.
Varios científicos de la neurolingüística han estado estudiando y debatiendo sobre si el lenguaje viene formando parte de nuestros genes o lo construimos a medida que crecemos gracias al proceso de socialización y la cultura. Hasta ahora, existen argumentos a favor de ambos planteamientos, el lenguaje lo desarrollamos desde factores neuronales (por tanto, biológicos), pero también lo transformamos cotidianamente a lo largo de nuestras vidas, dependiendo del contexto en el que nos desenvolvemos.
Para Adolfo M. García, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), el lenguaje atraviesa toda la experiencia de los seres humanos: “Está presente en las cosas que nos emocionan, que nos frustran, en las que recordamos más, en nuestros movimientos”. Por ello, les interesa estudiar los vínculos del lenguaje con las vivencias cotidianas, mediadas por el cerebro. Como el lenguaje es parte de toda experiencia humana, los estudios sobre la relación lenguaje-cerebro no solo tienen aplicaciones clínicas, sino también educativas.
Según ese experto, el lenguaje es un fenómeno diverso y complejo que puede investigarse mediante sus productos (desde lo que las personas escriben o dicen) para inferir sus procesos mentales, pero también se lo puede explorar mediante evidencia conductual (desde lo que la gente hace).
Un estudio realizado por el Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación (Llece), de la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe (Orealc/Unesco Santiago, 2020) evaluó a 12.000 estudiantes bolivianos y descubrió que más de la mitad de los alumnos se encuentran en la parte inferior del conocimiento que deberían tener con respecto a su edad, por debajo del promedio latinoamericano, solo un 20% están en promedio en el nivel alto.
En ese sentido, sin duda es vital reflexionar sobre de qué forma el nivel de lenguaje influye en el desarrollo cognitivo y la capacidad de aprendizaje de cada persona. Si un niño crece oyendo que es tonto, seguramente tendrá poca autoestima y dificultades de diseñar su plan de vida y tomar decisiones que encaminen sus metas.
Si se piensa en la capacidad mental del ciudadano boliviano promedio para expresarse a través del lenguaje escrito, verbal o audiovisual, se ha evidenciado que posee limitadas formas de estimular su pensamiento complejo debido a una malla curricular desactualizada y de un sistema educativo cuestionado por sus falencias en el plano de la interculturalidad; la débil formación y poca actualización de los maestros, limitaciones económicas, de infraestructura, entre otros factores. También se podría cuestionar los escasos niveles de lectura, de comprensión y de escritura que dificultan el desempeño de estudiantes y profesionales en general.
Adicionalmente, poseemos una cultura muy rica, pero está llena de complejos de inferioridad, transversalizada por discriminación, racismo, chauvinismo, conservadurismo, regionalismo y una religiosidad incoherente. Todos estos factores impiden el fortalecimiento del lenguaje e identidad de nuestra población.
En definitiva, mientras no se trabaje en los hogares, escuelas, universidades y entidades públicas o privadas en fomentar la adecuada formación de capital humano o desarrollar acciones para cambiar esa situación, poco podremos avanzar en pensar en desarrollo humano sostenible o alcanzar alguno de los indicadores de la agenda 2030.
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